Impotencia del futuro (y 2)

Micaela Esgueva

También la abadía de Montecassino entraba a los pocos años en el grupo de expresiones casi fosilizadas con el significado de destrucción excesiva e inmotivada. En su momento, que es cuando se difundió esta fotografía, era simplemente un «terrible martilleo» más de la guerra.

En esas revistas encontramos todo tipo de motivos para sentir sin paliativos esa impotencia de quien conoce lo que va a suceder pero no puede ayudar de ningún modo a quien lo va a sufrir. O las conjeturas de los que no saben que dentro de dos semanas sus incertidumbres van a desaparecer.

La flecha del tiempo es lo que hace de nuestro universo lo que es, por supuesto. Invertir el orden de causas y efectos no puede pasar de ser una fantasía más cinematográfica que otra cosa: se imaginó a duras penas hasta que, con el celuloide y los fotogramas en la mano, se podía invertir su movimiento y ver como una maceta caía hacia arriba, y eso facilitó pensar el viaje al pasado. Pero todo lo que podemos viajar al pasado es esto: hablarle a la fotografía o a la pantalla de cine, una mera acción de desahogo del malestar de la impotencia.

Montecassino se nos enseñaba en el bachillerato en el mismo capítulo que Dresde, y a veces con Stalingrado, Varsovia o Hiroshima: la arrogancia de los guerreros, la miopía y el error de la guerra destruyendo hasta los cimientos unos objetivos que no lo eran o que habían dejado de serlo. Kurt Vonnegut se desahogó a gusto con su Matadero 5, pero no pudo evitar lo que había pasado en Dresde. Y destruir, un poco antes, Montecassino fue algo parecido a que destruyeran Cluny o, casi casi, el mismo Vaticano. Quizá alguien en ese momento levantó la voz, pero no consta en la historia. Lo único que sabemos es que, con mentalidad de aquel ingeniero de caminos del chiste, alguien dijo «Hay que pasar por ahí», y nadie respondió «Mejor demos un rodeo, no hay por qué destruir mil años de biblioteca y de arte», sino que todos dijeron «A la orden». Y no es que no fuera posible la otra respuesta: más o menos en esas y en cercanas fechas, alguien decidió declarar a Roma citá aperta, y luego a París, y a otras muchas, precisamente por esos criterios. La discusión sobre Hiroshima probablemente no se cerrará nunca; desde luego, apetece gritarles a los pocos que sobrevivieron (o a los muchos que no, y aparecen en memorias o en fotografías de un día antes o de dos días antes del lanzamiento de la bomba): «Largaos de ahí, salid de la ciudad y hasta del valle, id lo más lejos que podáis».

Junio de 1945. La secuela de la victoria: el hambre, y la incertidumbre de si se podría combatir o no.

Hay denuncias, ya en esos primeros días de la paz, de que las tropas aliadas y no digamos las soviéticas estaban tratando erróneamente a la población de la Alemania derrotada. Será inevitable que otra quincena traigamos ese asunto. Por adelantar algo, las denuncias se refieren a una excesiva fiereza autoritaria en lugar de un hábil, o hasta magnánimo pero hábil, buen trato y buen acoger a los derrotados en la nueva sociedad que se quería construir. En todo caso, en ese verano del 45 el problema en Alemania es el hambre. Porque no es sólo el hambre de los alemanes, sino el de los millones de cautivos que habían hecho, y ahora también el de los millones de soldados alemanes cautivos de los aliados, y además el de los ejércitos aliados. ¿Alguien puede gestionar eso con sencillez? En particular, como señala el perspicaz mapa casi en directo, se trata del hambre del centro, del oeste y del sur de Alemania; el este había sido tradicionalmente sembrador de patatas y ahora, bien que sólo con la media población que había dejado viva el paso del ejército soviético, tenía algo que llevarse a la boca y hasta algo que mandar hacia el oeste. Pero el hambre, como se vería en pocas semanas, iba a ser el protagonista de la Europa de la postguerra durante muchos años; incluso de Inglaterra y de Noruega, y no digamos de España.

En otra ocasión hablaremos del hambre, que en nuestras sociedades parece tan olvidado, a pesar de ser una de las principales fuerzas que han movido nuestra historia. Ahora nos importaba que el núcleo de aquel siglo XX del que provenimos, que quizá hay que aprender a dejar atrás, tiene recalcitrantes admiradores que se empeñan en repetirlo, por ejemplo en Ucrania o en las facultades universitarias más alejadas de la realidad social. Y que aunque no podamos modificar aquello, sí podríamos, hablando con las fotografías, evitarlo hoy; a lo mejor así nos consolábamos de nuestra incapacidad para ayudar.