Nada de mirar para otro lado: analizar, calcular, decidir (la inmigración)

Fulvio Prisco

No va a ser dentro de mucho cuando vamos a mirar a nuestro alrededor, por cualquiera de las calles de cualquiera de nuestras ciudades, y no vamos a encontrar diferencia con lo que encontraríamos si miráramos a nuestro alrededor en cualquiera de las calles de Londres o de Berlín o de Boston. O quizá alguna diferencia, de esas pequeñas y de matiz: probablemente aquí habrá menos turbantes que en Londres, menos polacos que en Berlín y puede que menos negros que en Boston. ¿Cómo será por Valencia, por Madrid, por Sevilla? Me parece que habrá más marroquíes y desde luego más dominicanos y más peruanos que en otros sitios. Más o menos lo de ahora, pero ampliado.  ¿Y qué? Pues simplemente eso: que las cosas van en esa dirección, y van cada vez más velozmente, y que más nos vale dejarnos de conjeturas y de condicionales improbables, y remangarnos.

            Remangarnos significa trabajar lo que sea necesario para calcular y para averiguar con cuánto del nuevo mundo que viene podemos manejarnos por segundo. Quizá ya llegó hace tiempo, y desde luego hoy está más que sobrepasado, el punto en el que todavía te puedes permitir haraganear o simplemente dejar que las cosas marchen a su aire. Estas cosas, por sí solas, no se organizan ni se apañan ni se arreglan; solamente se enmadejan  y se emputecen. Si seguimos oponiéndonos porque no (a la antigua) o asintiendo porque sí (a la moderna) a la entrada de gentes de otros orígenes geográficos, étnicos y culturales, esto va, como a menudo se pone de manifiesto, al caos y al descontrol. Sin embargo, como ya sabemos y en estas páginas se ha comentado a menudo, hay muchos problemas para discutir y hasta para reflexionar sencillamente sobre la materia, porque, como sabemos, y como sucede con otras cuantas materias que son (y no por casualidad) las que definen nuestro tiempo, pensarlas, discutirlas, calcularlas y a veces hasta simplemente mirar hacia ellas, le hacen al que así se comporta sospechoso de varias cosas, opuestas entre sí, que van desde «enemigo de la nación» hasta «enemigo del pueblo», y desde luego de «enemigo del progreso», y «poco solidario» y en España, claro, sospechoso o directamente reo de «fascismo».

            El primer problema que hay que resolver en este campo de pensamiento y política que consiste en la realidad de los movimientos migratorios actuales es el de las personas que se niegan a analizar, reflexionar y calcular lo que sea necesario para adelantarse a los problemas para resolverlos antes de que aparezcan o simplemente para organizar bien las cosas.

            Observar, anotar, pensar, calcular y organizar una de las realidades más complejas de las que definen nuestra época, la de las migraciones y los cambios de población en los países, es, según la opinión de muchos (no precisamente de los desposeídos), signo definitivo de fascismo. Eso no sería muy de comentar si nos limitáramos a España, como decimos, donde todo el mundo es fascista, por lo visto, a ojos de esa élite calificadora; pero es que han conseguido que sea así casi en toda Europa. Se trata de una de las características imprescindibles para empezar a tildar a alguien de fascista, o de «extrema derecha»: simplemente, proponer que se organice todo eso racional y razonablemente. No hace falta oponerse a la acogida de inmigrantes o a la integración de inmigrantes ni oponerse a la comprensión o al diálogo y a la convivencia con otras culturas u orígenes humanos: solamente pedir observación, reconocimiento de la realidad, sumar y restar antes de decidir: ¿fascismo?

            Al parecer, hay que ser acrítico, irracionalista y, en definitiva, solamente compasivo y emotivo, cuando se trata de organizar cómo podemos distribuir la sopa de este comedor entre todos los que están en cola. Se diría que hay fuerzas de trazo grueso que a aquel que empieza a organizar la cola, o a calcular los litros de sopa que hay para repartir, o a ordenar los platos y las cucharas para que vayan cogiéndolas, sólo le van a considerar una compañía molesta, como suele molestar el compañero que trabaja bien y deja en mal lugar a los demás. Al parecer, todo lo que sea hacer bien las cosas y resolver los problemas racionalmente es algo opuesto a lo que, al final, se desvela que después de tanta palabrería «solidaria» y tantos plurales para la palabra «política» (plurales que se usan para dar la impresión de que se es muy fino analizando desde perspectivas sociales, claro), sigue siendo la por otra parte ahora denostada compasión. Pero denostada solamente la palabra, porque no otra cosa se propone en realidad: se trata de esa compasión de burgués antiguo que no quería saber nada de detenerse a evaluar ni siquiera gruesamente si sus compasivos actos servían de algo concreto, porque eso obligaba a mirar concretamente las penurias concretas sobre las que sus actos compasivos ejercían o no alguna influencia, y eso forzosamente iba a dibujar un panorama nada agradable de recorrer con la vista.

            Pero qué me dice usted, la compasión tiene que ser ciega.

            Pues le digo precisamente todo lo contrario: hay que analizar hasta la minucia qué podemos hacer y qué necesita cada uno que se le haga para paliar las carencias y las necesidades, y ese estudio tiene que ser todavía más amplio y minucioso, en particular, cuando se adquiere la responsabilidad de ofrecer la propia casa a gentes que llegan de otras casas. Calcular a cuánta gente podemos alojar en nuestra propia casa con satisfacción adecuada de sus necesidades no sólo no debería estar castigado con insultos como lo está en la actualidad, sino que más bien debería estar castigado no hacerlo.

            La solidaridad democrática en general, y la solidaridad con las poblaciones inmigrantes en particular, son todo lo contrario de aquella antigua caridad compasiva que con dar una limosna y mirar para otro lado ya se pensaba a sí misma suficiente. ¿Qué solidaridad es ofrecer la propia casa de dos habitaciones a dieciocho personas que no van a poder ni tumbarse por falta de espacio, y no digamos ya comer o compensar cualquier otra necesidad? ¿Y por qué calcular tranquilamente y concluir que uno sólo puede dar alojamiento a dos personas es causa de insulto, si sólo con ese cálculo y con esa oferta esas dos personas van a poder vivir mejor?

            ¿Por qué tantos se oponen, y con el ariete caprino del insulto antes que nada, a que se haga por fin una política bien hecha, es decir, para empezar, racional, de acogida de las poblaciones inmigrantes? ¿Será que se vislumbra que con ello las cosas empezarían a funcionar mejor y a organizarse, y que iría desapareciendo el caos y las disfunciones que ahora parecen inevitables, y eso dejaría sin beneficios a los que se benefician del caos y la desorganización?

            Pues más nos vale tener cuidado: junto con otro par de asuntos, las migraciones y otras cuestiones relacionadas con eso que genéricamente se llama demografía son uno de los materiales básicos de la política de nuestro tiempo. Mucho más de lo que en otros tiempos fue la «construcción de la conciencia nacional», por ejemplo, o «la dignificación del proletariado» u otras. Y si empezamos castigando su tratamiento racional, beneficiando sabiéndolo o no sabiéndolo a esos grupos que viven de que no se solucionen los problemas, vamos a dejar torcido el camino posterior.