01 Ene Nunca se les ha contado bien: tolerancia hacia la dictadura
Micaela Esgueva
El joven profesor Yascha Mounk ha estudiado en particular los populismos y sus técnicas, y como parte de lo que expone en su último libro, El pueblo contra la democracia, incluye los resultados de una encuesta peculiar que nos desencadena perversas reflexiones. Ya me han advertido varias veces en los últimos meses, y más con este cambio de formato, que a ver qué pasa con mis palabrotas y mis ordinarieces; yo he respondido que una está suficientemente toreada para hablar como le salga de eso. Y esto, además, tiene que ver con lo que nos trae aquí: que hay recorridos por la vida que facultan para hablar como a una le dé la gana, y me parece que hay otros que no facultan.
A saber: eso de la encuesta es que acaba poniéndose de manifiesto que de cierta edad para abajo, o sea en una cosa que se llama genéricamente «los jóvenes», no hay temor a vivir en una dictadura, o en todo caso hay mucho menos miedo a vivir en un régimen totalitario que el mucho miedo que expresan los padres y los abuelos de esos jóvenes. Parece que se especifican dos detallitos: que se trata de padres y abuelos que sí vivieron y conocieron regímenes autoritarios del pasado, y que los jóvenes relacionan esa tolerancia hacia el totalitarismo con la posibilidad de disfrutar de «prosperidad y de oportunidades». Da la impresión, por cómo lo glosa Mounk, de que el asunto es así de simple: si puedo hacerme rico, a mí que más me da el régimen que haya.
La primera parte de la obra está bastante clara: son muy pocos y muy raros los que han vivido o han visto en el pueblo de al lado una dictadura en el pasado y que en la actualidad sean indiferentes o no digamos partidarios de una dictadura. Hay tantas cosas, son tal infinidad de caras y aristas y ángulos los de un régimen político dictatorial, que se hace casi imposible relacionar las causas por las que las personas (lúcidas) no quieren saber nada de repetirlo. Ni tienen por qué saber hacer la lista. Es una de las cosas en las que, me parece, es obligado ser tolerante y poco exigente: si te dicen algo como «no quiero saber nada de dictaduras, y basta», pues tiene que ser suficiente. Los que han vivido, los que hemos vivido en un régimen dictatorial (y el nuestro no acabó exactamente con la muerte del incomprensible dictador, sino que dejó estelas diversas que tardaron en extinguirse, algunas hasta muy entrado el régimen democrático) tenemos que ser raritos, como a lo mejor soy yo, para pararnos a despiezar las impresiones gruesas que tenemos acerca de estas (y de otras) cosas. Los demás no tienen por qué, y sí tienen todo el derecho a quedarse en fórmulas sencillas como «ya lo viví, y no quiero más». Pero esto lo que pasa es que es poco didáctico, digamos. Me parece que de ahí es de donde estos jóvenes de las encuestas sacan su indiferencia.
Per aspera ad pasta, se podría decir que es su lema. Oye, que lo de ganar dinero mola, y que no seré yo quien diga que hay que ver qué mal gusto. Pero estos jóvenes están diciendo, aunque no lo sepan, que no tienen ni idea de lo que dicen. Salgamos de la encuesta e intentemos complementarla con nuestras propias impresiones de ciudadanos que hablan y van en metro y se sientan en una mesa de un bar y escuchan a los demás. Y la verdad es que no se le hace extraño a una esto de la tolerancia juvenil hacia el totalitarismo, aunque no haya oído proclama concreta al respecto. Pero es que lo que sí ha oído una es un discurso continuo y compartido de gusto y placer por las motos cuanto más caras mejor, por los trajes cuanto más caros mejor, por las vacaciones ídem, por el peluquero re-ídem, y mil cosas más, todas y cada una formando conjunto con las demás por la característica que las une: se trata de objetos o actividades que requieren pasta, mucha pasta, toda la pasta posible.
Creo que ni soy la única ni la primera en conocer el caso de esos pobres jóvenes que, recién salidos de la escuela de MBA o similar, y recién contratados como junior-junior en tal empresa gorda, lo primero que hacen, al recibir su primera nómina de 1.000 euros, es irse a un concesionario de motos lo más guay posible y se ponen a firmar letras (de 600 euros) como notarios con TDAH. No se suele citar en los informes del periodismo progre que esta es una de las principales causas de la prolongación de la estancia de los ya no tan jóvenes en el domicilio paterno: que no hay quien viva con 400 euros, una vez quitada la letra mensual de la moto, claro. Diremos una vez más que eso de las motos molonas nos parece muy bien, claro, y que a quien Dios se la dé san Pedro se la bendiga. Pero un poco de seso y otro poco de cálculo, chaval. Bueno; y así con muchos otros bienes de deleitosa degustación y estentórea ostentación, que en las democracias avanzadas y en los países que tienen una prosperidad por encima de cierta línea parecen haber sustituido como ideal a lo que antaño, quizá muy antaño, eran las preocupaciones juveniles. Que, por no chafar la novela, dejaremos esbozadas como simplemente relacionadas con, precisamente, la necesidad de deshacerse de lo que estorbaba para llevar una vida en libertad.
Libertad, ¿para qué? Pues oye, no voy a repetir aquellos magníficos seminarios de Ramón Rodríguez sobre «Conceptos de libertad»; pero ya os hacéis una idea. Y los que no sois ya esos jóvenes de la encuesta, os hacéis más que una idea, porque os basta con recordar. Lo que me ha preocupado de esto ha sido, sobre todo, aparte de lo obvio, el timbrazo de atención que asesta en nuestros oídos acerca de cómo nos estamos relacionando con los jóvenes.
Lo obvio: que según la actitud reflejada, pudiera ser que algún listo se quisiera proclamar cirujano de hierro, líder carismático, ínclito conductor o cualquier variante de esas. Y que, contra lo que los más toreados solemos pensar, resultara que hubiera mucha población, mucha más de la que creemos, que fuera a apoyar esa proclama. O sea, simplificando, que viene un espabilao y dice: si me dais todo el poder seréis todos ricos; y van esos jóvenes de la encuesta y gritan a coro: te lo damos, irrepetible cónsul. Porque no se hacen idea de lo que están dando, claro. Es decir, por lo que parece, a lo mejor, un régimen totalitario que todo lo absorbiera y asumiera iba a tener apoyo suficiente, sólo con los menores de cierta edad, para… suprimir la libertad de expresión, la libertad de pensamiento y de circulación de las ideas, la libertad de publicación, la libertad de prensa, la libertad de asociación, la libertad de circulación, la libertad de empresa y todas las demás libertades que hoy tomamos cada día con el desayuno como si fueran lo normal, lo natural, el aire que respiramos, y además tomamos gratis. Estos jóvenes se creen, al parecer, que entonces, con tal de poder calentar una silla en la empresa y recibir al mes un sueldo deseablemente creciente, y acceder a los bienes de consumo, placer u ostentación que quieren acceder, luego van a poder seguir haciéndose fotos en pelota para su tinder o su instagram, o van a poder seguir diciendo lo que quieran en su whatsapp sin que nadie les vigile ni controle ni les aparezca de madrugada en su casa a llevárselos a trabajar a las salinas de Solentiname, dicho sea sin señalar, o sí, porque anteayer manifestó un desacuerdo en esos mensajes supuestamente privados. Creen que van a poder vivir sin inviolabilidad del correo o sin necesidad de orden judicial para la intervención de su teléfono. Creen que van a poder vivir teniendo que ir a la parroquia más cercana a pedir al cura que le extienda un certificado de buena conducta «moral, pública y privada» (sic, por si alguien no se acuerda) para adjuntar al de penales y así procurar su acceso a los exámenes de conducir, o a una hipoteca, o a una licencia de apertura de su tienda de fundas acrílicas para carenados de motocicletas.
Hablas con ellos, o les oyes hablar, y te das cuenta de que lo que sucede es que nadie les ha contado de verdad lo que es vivir en una dictadura. Que lo que acabamos de pintar, el lector lo sabe, es la primera pincelada del esbozo de lo que habría que acabar dibujando al detalle: nuestras mismas vidas y aquellas miradas de los señores con bigotito fino en la parada del autobús, el no saber cada día si ese día ibas a acabar en casa o recibiendo una tunda policial o parapolicial, el ir con un libro de los prohibidos en el abrigo o en la cartera y caminar con precauciones por la calle por si alguien con mala pinta (la que las suegras consideraban buena pinta) te paraba, te pedía «¡documentación!» y te obligaba a enseñar lo que llevabas en esa cartera. Y eso por no hablar de las actitudes risueñas propias de la juventud, de los abrazos entre los de la pandilla y las de la pandilla, el estar prestando unos apuntes a un compañero en esa terraza y el gris que se te acerca y como todo saludo te dice: vosotros dos, las manitas bien a la vista, nada de guarrerías, y que yo las vea, y no poder contestar nada de nada a ese imbécil, porque entonces ya sí que te has arruinado la vida.
La vida próspera y las oportunidades se plantean, al parecer, como intercambio a favor de un régimen dictatorial que en un segundo y sin tú advertirlo se ha convertido en «oportunidad», pero para la ruina. Eso es lo que nadie les ha contado, y el régimen político que se traerían a ellos mismos y nos traerían a los demás de nuevo, si eso no se arregla.
El timbrazo: precisamente, que de algún modo hay que hacerles saber de qué están hablando cuando hablan así, sin saber de qué hablan. Que hay que encontrar el modo por el cual dejen de aburrirse y de considerar simples batallitas aquello que les cuente alguien que de verdad sí ha vivido en un régimen dictatorial, y que no queremos de ninguna manera volver a vivirlo. Y eso, creo, nos toca a nosotros, que somos el futuro de aquellos jóvenes que fuimos, y que consiguieron sobrevivir a esa dictadura que ahora muchos dirían que no fue tan repugnante.