«…que nos prohíban comer mal»: pues a mí me dan el mismo miedo unos y otros

Micaela Esgueva

Se suele decir que no hay plan de guerra que sobreviva al primer contacto con el enemigo, ¿verdad? Y se debería decir, pero casi no se dice, que no hay programa político que sobreviva a un mes en el gobierno, me parece. Ah, las grandes líneas, «la unidad de la nación», «el lado correcto de la historia», «el avance hacia la igualdad», todo eso sí, pero es que (lo siento por los políticos) esos no son exactamente programas de gobierno. Luego resulta que casi todos los políticos lo aprenden, al parecer. Unos, en plan sereno o casi, se lo tragan y actúan en consecuencia. Otros, en plan más caprichoso o infantil, se aburren y se largan. Alguien comentó por aquí que eso de descubrir que la pobreza no necesita para desaparecer lo que viene siendo un decreto pues es verdad que decepciona. Pero decepciona más bien a aquellos a los que se les nota que llegan con la boca demasiado caliente de asambleas y de ardores épicos, porque cualquiera en sus cabales sabe llegar por su cuenta a la observación de que la cosa es algo más compleja.

En esta especie de planta recicladora de basuras, pero que no recicla, en que algunos han convertido el espacio político español en los últimos años, se ha dado últimamente eso del decreto se diría que con exceso y desatino. ¿De verdad era necesario someter a los dueños de perros, que casi en su 100% son gentes afectivas y apegadas a sus animales, a ese examen de sospechas de no vaya a ser usted un malvado mataperros? A todos nos horroriza el suceso periodístico de unos perros ahorcados no sé dónde, pero ¿por ese espanto aislado y momentáneo se tiene que hacer pasar a todos los que quieren a su caniche o a su teckel urbanos por un examen no sólo humillante, sino además idiota de solemnidad? Ya empiezan a salir al público sus detalles: «¿Tiene usted intención de hacer daño a su perro?», y gilipolleces así con las cuales seguro-seguro, pero seguro-seguro, te lo juro, que se va a evitar que ese bestia de algún lugar normalmente rústico haga con esos pobres galgos las barbaridades que hace. Pero no sigamos con lo de las mascotas, que a lo mejor ya ha sido más comentado de lo que merecen sus autores. Hay decretos o propuestas de decretos de esos «juveniles» para casi todo. No entraremos en los que al parecer son errores jurídicos de primero de derecho de las famosas reformas del «sólo sí es sí», o en otros cercanos. Ha habido, sobre todo, intentos, conatos, anuncios, eso que a veces algunos llaman globos-sonda, a ver qué tal recibiría el personal una nueva ley sobre los gramos de ternera que se le iba a permitir o no, por ley, comer a la semana. No digamos ya aquella cosa que coincidió con el principio de las encerronas de la pandemia de poner obligatorio que todo el mundo llevara pinchado el gps de su móvil «porque se iba a hacer un estudio de movilidad» (no se lo creyó ni su padre; eso apestaba a control de, digamos, otro tipo; y, a propósito, ¿qué se fizo? Nadie volvió a hablar de ello). Las terrazas en las calles y los chiringuitos en las playas: algo le pasa a esta gente con el comer. El «abrigo» al conducir (sigue sin definirse eso del «abrigo»: ¿un chaquetón, una chaqueta de lana, una americana, un anorak sin mangas, 12 camisetas puestas una encima de otra son un «abrigo» de esos prohibidos?) Mientras tanto, liberan (SE liberan) de la obligación de obedecer las normas generales de tráfico al ir en bicicleta, y condenan un carril de las vías principales, poniéndolo al servicio y bajo el dominio de esas bicicletas y, si te toca detrás de una, a 30 km/h, pues ajo y agua. Consiguen que aumenten los accidentes en carreteras secundarias al haber prohibido la antigua posibilidad reglamentaria de superar en 20 km/h y llegar hasta los 200 metros el tiempo y el espacio para adelantamientos (que ahora se deben hacer con la velocidad general como máximo). Y por acabar por algún lado no definitivo ni oficial, quieren imponer e imponen el desdoblamiento de género gramatical al hablar, en un idioma que tiene un género neutro que se venía empleando majestuosamente, y lo imponen sólo bajo la consigna de «visibilizar» algo así como la existencia de la mujer; una «visibilización» que, por otro lado, debe realizarse según ciertos cánones, medidas y pesos, porque de no hacerse así se tratará de un caso de acoso, por ejemplo. Aunque no dejaremos de solicitar a quien corresponda que exhorte a estos personajes a aclararse, porque entre ese empujar para visibilizar a la mujer mediante el uso de femeninos gramaticales chorras y el forzar a la utilización de una especie de género gramatical nuevo para visibilizar también al, cómo llamarlo, género no binario o fluido o algo, y liarse a endilgar esas terminaciones en -e para niños y niñas y todas y todos, no hay exactamente lo que pudiera ser llamado congruencia. Pero eso solamente por tocar un poco las pelotas.

Todo esto es como de asamblea experimental del insti con gentes de 12 años a las que el de sociales quiere ir empezando a aguerrir en las cosillas de la vida colectiva, la política y tal. Pero no lo es: lo hacen los que tenemos al mando de la cosa. Y ya sabemos, también, que discrepar simplemente un poquito te hace directamente «fascista».

Pero dejémonos de monsergas. Lo más grave es que hay que temer a Vox, pero ay del que diga que teme por lo menos igual a Vox que a estos muchachos con ministerios, o a estos muchachos con ministerios igual que a los de Vox. Están en el gobierno, emiten decretos, condicionan y emiten prohibiciones y obligaciones a las gentes. Los de Vox apenas tienen concejalías o consejerías aquí o allí, y su mismo comportamiento es tan idiota que, como últimamente se ha dicho, parecen directamente pagados por estos muchachos ahora en el gobierno, porque cada acción suya es un militante más contra la carne, contra las terrazas y contra la igualdad de sexos, es decir, un militante al lado de los actualmente ministeriales (así como casi cada movimiento o palabrita de algún ministerio actual tiene como consecuencia el aumento del número de los militantes antifeminismo). Está funcionando a plena potencia la maquinaria de la indulgencia para unos a base de propaganda contra los otros con los que, por cosas parecidas, no hay que ser indulgente. Pero es que esa maquinaria tiene móvil, arma y oportunidad: hace apenas un mes, el diario ahora gubernamental (ya lo fue en algunas épocas, es cierto, pero también dejo de serlo en otras) publicaba un gran artículo titulado «Si comer sano reduce la mortalidad, ¿por qué no nos obligan a hacerlo?» ¿Soy yo, o está escrito en aljamía? Qué sé yo: o en camelo. Ponte a transcribir las runas de un pedrusco noruego a caracteres demóticos y te saldrá algo parecido. Es que se nos traban los colodrillos hasta al intentar decir eso en voz alta. Tenemos que hacer un esfuerzo de serenidad sobrehumano: hay alguien que pregunta o quizá reclama o quizá simplemente se extraña de que no nos obliguen a comer bien. Eso parece que es indiscutible de ese titular, ¿no? No sé qué parentesco le veo a eso con ese clásico suceso de los geranios de tu terraza rotos por el granizo y tus gritos inmediatos y prolongados diciendo «Esto no puede quedar así, alguien tiene que dimitir».

Aparte de eso, ¿y qué es comer bien, machote? Hoy los aguacates son dieta obligada contra el colesterol, verdad proclamada por los mismos que hace apenas 15 años lo prohibían tajantemente a quien tuviera el colesterol un pelín elevadito. Por no hablar de los huevos. ¿Y la naranja, prohibida igualmente cuando problemas de glucemia, y hoy casi obligada en esa situación? Y así podríamos recorrer todo el abanico de comestibles calificados de «bien» o de «mal», que sólo unos pocos años más que los de la juventud enseñan a reconocer como más variables que los vientos en Estaca de Bares. Pero bueno, admitamos que hay un «comer bien», digamos, con minúsculas, un «comer bien» de mínimos aceptados por todos; pero hasta esto es un poco arriesgado: ¿y la hepatotoxicidad de la lechuga? ¿Y la hiponatremia de los regímenes sin sal, que es que la sal es mu mala mu mala mu mala? Y así sucesivamente. De modo que sólo se nos ocurre decir: calma y sentido común. Comer ajustadito, sí, variadito, moderado, a ser posible rico y no asqueroso, a sus horas… y poco más. ¿O hay algún listo que se crea más que los demás y hasta se atreva a hablar al público desde el nivel más alto de la Administración condenando un alimento en particular (y además necesario en las cantidades adecuadas: como todo) y prácticamente cargándose o poniendo las bases para que los siguientes se carguen la principal industria ganadera del país que se supone que adMinistra?

Claro que lo hay. Hay varios. Y lo malo es que crean indulgencia defensiva en sus agredidos, que hasta acaban extrañándose, o pidiendo que «les prohíban» comer «mal». Esos listillos tienen poder ahora y aquí, y son temibles. A veces parece que lo hacen de broma y que con los ojos rasgados de maquillaje y las uñas muy largas con postizos y una coleta falsa se frotan las manos y ríen como Fumanchú. No es posible que no se den cuenta. O a lo mejor sí. Pero yo no consigo temerlos menos que a los de Vox.