When the going was… bad, really bad

Micaela Esgueva

Probablemente muchos conocéis el nombre de Dorothy Counts; puede que algunos no. Pero seguro que sí conocéis su caso: se trata de la muchacha negra que en 1956 decidió, junto a otros 3 muchachos negros, acudir a la High School Harry Harding de Charlotte, Virginia, a la que tenía derecho a ir, tal como los tribunales acababan de sentenciar. Son conocidas las imágenes de cómo la acosaban por la calle, en la que incluso le tiraron piedras y desde luego la escupieron, obedeciendo la orden que había dado en la radio la presidenta de una asociación supremacista. Así de sencillo y de transparente. Aunque sea legal que esta muchacha y otros «como ella» estudien en su idioma materno, que es el castellano, hemos decidido que esa ley no va con nosotros, que ya tenemos buenas demostraciones de lo que opinamos del Estado de Derecho, y aquí todos en catalán, y que se preparen para el abucheo los que hablen otra cosa; como hicieron hace tiempo en el País Vasco con aquellas piedras que sumaban al peso de la mochila de los que habían sido pillados pidiendo la hora en lugar de la ordua.

Siempre me resultará un misterio qué pueden tener dentro de su cráneo los tiparracos como los de detrás de Counts en esta foto. Tan jovencitos unos; otro no tanto, con su corbata y todo. Ojo, que han vuelto.

Conocíamos las fotos y hasta filmaciones de ese día por las calles de la ciudad, pero no esta foto del interior de la escuela, justo antes de empezar las clases. Seguramente no hay forma de imaginar lo que sintió Counts, ni lo que tuvo que oír. Pero esa mirada no es la de alguien amilanado. Ella no lo sabía, claro, pero es como si estuviera regodeándose: gritad, idiotas, que dentro de unos años esta High School llevará mi nombre. Esa mirada suya ha llegado hasta el futuro, que somos nosotros, y esta es una de esas pocas ocasiones en que podemos respirar con satisfacción porque los estúpidos no han ganado. Pero cuidado con lo que se está comiendo la joven: sus ojos desplazados a la izquierda y sus labios apretados no necesitan un cursillo para ser interpretados.

¿Cuánto tienen en común el dolor de Dorothy Counts y el de Kathrine Switzer? ¿Son el mismo caso? ¿Son diferentes fenómenos? ¿O son el mismo, y simplemente nos distraen algunas características triviales que son diferentes en una y otra situación?

El jefazo del maratón gritando: «¡Sal de mi carrera!» Otros corredores la escoltan.

Once años después, en 1967, todavía no dejaban a las mujeres correr con dorsal en el maratón de Boston. Sin dorsal podían hacerlo, lo cual, lejos de ser un avance, era una especie de consolidación humillante de su situación, como dejarlas jugar con construcciones mientras los hombres construían casas de verdad. Quizá por su origen alemán, a esas alturas decidida y definitivamente una cultura social ajena a estas discriminaciones estadounidenses tirando a psicóticas, ella decidió hacer visible el absurdo, y hasta media carrera ninguno de la organización se dio cuenta de que se les había colado una tía con dorsal (porque la inscripción la firmó con sus iniciales). Los forcejeos y los empujones pasaron a la historia de la épica. Ella sabía que se metía en una batalla de la que algún hematoma sacaría.

¿Lo sabía también Dorothy Counts? Parece que es imposible que no lo supiera. Llegó hasta la High School siendo escupida y apedreada, y luego caminó por los pasillos hasta su aula entre insultos: es imposible hacer todo eso sin haberse preparado.

Counts tiene ahora 80 años; Switzer tiene 75. Qué pedazo de lecciones nos dan a todos. Quizá sería conveniente que algunas que hoy plantean cancelaciones y cárceles por una mirada de más reflexionaran un poco sobre estas dos mujeres. Entonces sí que estaba mal la cosa.