01 Feb «Ya no somos un país de mierda»… ¿por ganar un partido de fútbol?
Micaela Esgueva
Mira que he dejado pasar un mes y pico; mira que he dejado la dieta y he vuelto a ver colores y alegrías en la vida. Así que nadie me acuse de precipitada y acalorada. Que ya se me ha enfriado todo el caldo, y sólo con él frío lo comento tropezón a tropezón.
Y lo primer que tengo que comentar es que no entiendo, y mira que me mola el fútbol, lo que algunos han hecho con ese pasado campeonato mundial que se ha jugado en Qatar o Catar (yo lo prefiero con Q, porque el otro me lleva a pensar, quién sabe por qué, en Vega Sicilia 1976). Y en el mundo del fútbol, sobre todo cuando en lo más reciente está implicada alguna cosa argentina, no te queda más remedio que obedecer al deseo de los argentinos y, sumisa, pensar en los argentinos, hablar de los argentinos, mirar a los argentinos. Y me llamó mucho la atención que, me parece que a las 24 horas, algunos diarios de Buenos Aires sacaran en titular gordo y grande esa frase que alguien acababa de decir: «Ya no somos un país de mierda». Claro que tampoco inventaban nada. Eso de «país de mierda» se dice bastante por América, y sobre todo lo dicen los conosureños. Chile tiene la palabra «mierda» institucionalizada y todo como respuesta o continuación al «Viva Chile» que se suelta en actos institucionales y militares. Pero en Uruguay también se ve a menudo la expresión esa de «país de mierda»; y creo recordar que hasta en cosas colombianas la he leído alguna vez, o puede que en peruanas. En general se usa referida al propio país. «Lo que tendríamos que hacer para dejar de ser un país de mierda…» «Los países de mierda tienen la inflación que nosotros tenemos», y cosas así. Pero el pasado 19 de diciembre salió, y muy difundida y muy repetida, en relación con la victoria de su equipo de fútbol en la final de ese mundial. Por ser campeones del mundo de fútbol «ya no eran un país de mierda».
Bueno, es que las tías no termináis de comprender que el fútbol significa para muchos esto y aquello y lo de más allá. Que no, tío, no te tires el rollo retromachista: que juego al fútbol desde que tengo seis años, y soy seguidora y hasta socia con carnet de un club español (que no voy a decir, faltaría más). Que si me discutes un 4-3-3 con tu 4-4-2 te voy a dar hasta que se te caiga el pelo, ¿lo pillas así? (a propósito: ¿por qué nadie comentó durante todo el mundial que Argentina, la ganadora, estuvo jugando desde el principio con un anticuadísimo 5-2-3 que se parecía al antiguo Real Madrid de Amancio, Pirri y compañía?) O sea, que estoy en el ajo futbolero, y que sí que comprendo, y que eso de ser o no ser un país de mierda por ganar o perder un partido (me da igual si es amistoso o la final de un mundial) me parece, como idea y como convicción y como sensación y como sentimiento, una pasada inaceptable. Ser o no ser un país de mierda, estaremos todos de acuerdo, no es algo relacionado con que «unos veinteañeros millonarios» metan más o menos goles en una portería deportiva rival. No sé cómo se podría argumentar si una se viera metida en un debate prime-time televisivo con argentinos (pero no en Argentina, ojo y cuidado): señores, quizá diría una, ¿a ustedes les parece que Noruega es un país de mierda? ¿Y cuántos mundiales ha ganado? Pero espero no verme en esas. Acabaría diciendo: ya puede la selección española de fútbol ganar o perder o abstenerse de comer carne, que a los españoles nos dará exactamente igual, y España seguirá sin ser un país de mierda; y entonces, ya lo sabe una, caerían sobre la cabeza de una todo tipo de escombros verbales, reproches históricos, insultos pueriles y síntomas de frustración edípica (ya que hablamos de argentinos), espero que coronados por ese que es el que más me gusta de todo lo que me pueden llamar: «gassshega de mieeerrrdaa». Entonces ya sabríamos en qué coordenadas nos estaríamos moviendo. Como lo hemos sabido, algunos en el mismo instante, y otros tuvimos que enterarnos 24 o 48 horas después, con la contemplación de esta foto:
Tengo que confesar que como aficionada (si bien no acalorada) al fútbol nunca había visto una cosa así. Me parece que cuando fui al cole de mis sobrinos una tarde rara de esas que sus padres no podían recogerlos ya cerca del verano, pillé el final de un partidito informal en el patio y uno o dos de un equipo, el ganador, le hicieron una burla a uno del equipo perdedor. Poca cosa: eso que inmediatamente, si llega a conocerse, los profesores penalizan al día siguiente y destierran para siempre, con sus sanciones, de las posibilidades de la conducta adulta de los burlones. Pero los argentinos, que siempre andan quejándose de la educación represiva que sufren en el colegio (es verdad que se quejan de todo lo demás, pero una cosa no quita la otra), se ve que no incluyen en esa represión quejable la educación en la gentileza y el respeto hacia el rival, derrotado o no. Porque incluso antes de ser derrotado: cualquiera con un poco de monstruosa memoria recordará a aquel tenista argentino apellidado del Potro vaticinando antes de una semifinal de la copa Davis que Nadal se fuera preparando porque le iban a sacar «el calzón del orto». Gentileza y eso. Pero esa foto me ayuda mucho en una campaña, en una misión, en una cruzada que sostengo yo sola desde hace cuatro o cinco décadas, cuando conocí la verdad se ve que solamente yo: ¿qué nos dice esa foto de los tan graznados «valores que inculca la práctica deportiva»? ¿Dónde quedan todos esos discursos ególatras de los deportistas acerca de sus «valores»? Los valores se inculcan cuando se inculcan valores, no cuando se enseña a dar patadas con efecto a una pelota, coño. Esto se puede enseñar sin inculcar valor (positivo) alguno, como se ve en esa foto para la historia.
Pero claro: es que identificar el propio país con una selección de fútbol o de copa Davis o de hockey o del deporte que sea es una especie de sinécdoque algo rara; que sí, que es rara aunque a estas alturas nos hayamos acostumbrado. Yo tampoco creo que España o Francia o Italia, o Lesoto o Tailandia o Japón, o el país que se elija, sea ni deje de ser un país de mierda porque haya sacado más o menos o ninguno o todos sus cocineros ganadores o perdedores en el Simposio Internacional de Cocina de Tomelloso. Ni porque tenga o deje de tener más ejemplares vendidos mundialmente de un novelista nacional, ni porque haya sido mencionado más o menos veces o ninguna en el festival internacional de televisión de Karlovy Vary. Continúe el lector añadiendo casos posibles, que si te pilla en el momento adecuado es muy entretenido.
Esa obsesión por ser o no ser un país de mierda es muy curiosa. Primero, hay que pensar las cosas muy con la obsesión de ponerlas en términos nacionales, lo cual ya delata cierta alteración digamos pues eso, nacionalista, y quizá no haga falta más para señalar lo enfermizo que es. Pero es que luego hay una especie de inconsciente colocación en una clasificación que nadie sabe muy bien a qué viene ni de dónde sale ni quién arbitra; y ¿clasificación en qué escala y según qué criterios? Tercero, el simplismo abrumador. ¿O es que el lector no ha tenido que sufrir nunca a un querido amigo argentino, qué sé yo, en un restaurante español, cuando el camarero ha traído agua con gas en lugar de agua sin gas, y el amigo argentino ha soltado eso de «mientras ustedes sigan así olvídense de llegar a nada como país»? ¿»Un país, un ustedes, un camarero»? ¿Es que estamos haciendo los títulos de las películas de los imitadores tardíos de la nouvelle vague?
Bueno, no les pasa sólo a los argentinos. Es verdad, por ejemplo, que en España muchos empezaron a imitar a los argentinos que iban llegando a mediados de los setenta. Llegaban con esos modales muy pendulares entre lo autodespectivo y lo autoglorificante que les caracterizan y les han caracterizado siempre, o por lo menos desde que les visitó Blasco Ibáñez y este comenzó a contarlo. Entre las multitudes españolas, en aquellos momentos enfebrecidos de política y demagogias, muchos entendieron que ese penduleo era una buena herramienta mitinera o mitinera-dialéctica o cosa parecida, y eso de empezar a hablar mal, espantosamente mal, insoportablemente mal del propio país, en ese caso España, era una buena caja de recluta para más y más multitudes. Multitudes a las cuales siempre les puedes arrancar la narración de algún descontento (como muy bien saben las televisiones autonómicas); y la denuncia de ese descontento la cojo yo para mí y la hago mía, y así te vienes conmigo; y otro militante con comisión que meto en mi cuenta. Ya se sabe que los que peor hablan de su propio «país» en toda la UE son los españoles. Y eso, mientras en el resto de la UE España es uno de los países de los que mejor se habla. Naturalmente, eso no será sólo aquel contagio argentino; muchos sabemos lo que pasaba antes de los setenta. No se pierda el lector (no nos cansaremos de recomendarla) la magnífica película Vente a Alemania, Pepe, que es todo lo contrario de lo que cree que es el que no la ha visto: en ella encontrará, rodada en 1970 y estrenada en 1971, la historia de un viejo republicano exiliado en Múnich que sigue diciendo que en España no hay carreteras, que no hay luz eléctrica, que no hay hospitales, que no hay comida, que no hay inteligencia…
Lo del autodesprecio y lo del «somos un país de mierda» es muy contagioso; o a lo mejor es contagioso en las sociedades que ya tienen cierta predisposición a la cosa. Por lo que respecta a España, pues está claro que los que han tenido o han aspirado al poder, desde hace mucho mucho, parecen no haber podido encontrar otros trampolines que ese mismo catastrofismo global según el cual todo, pero todo-todo está hecho, precisamente, una mierda, mientras no llegue yo al poder; o, a la inversa, si me echan a mí del poder, todo, pero todo-todo, se irá a la mierda. El asunto es complicado, y convoca a cientos de historiadores de la minucia para que lo investiguen y dictaminen. Pero lo que no tiene por qué pasar, y quizá es verdad que en España sólo pasa en casos aislados de fanatismo rústico (que incluye el que se da en ciudades, cuidado) y alcoholizado, es eso de identificar el propio país con una victoria o una derrota futbolística. Siempre hay algún loco, claro, más o menos fanatizado o hipertenso. Pero me parece que, de momento, aquí nos libramos de esa rara identificación. En este caso mismo de Qatar, la selección española perdió en su momento y además jugando mal, y hubo estas y aquellas críticas, y a otra cosa, mariposa: a preparar las navidades y a liarse con los disfraces de los niños para el festival del cole. Me parece que nadie ha soltado (o por lo menos los ciudadanos normales no han soltado; no he mirado hacia los políticos) tonterías de esas de si somos o dejamos de ser ese país de mierda por ganar o perder al fútbol.
Pero hay que vigilarlo: porque se empieza llevando a ese terreno, y se acaba descuidando todo aquello que de verdad hace que un país sea o no sea un país de mierda.