01 Jun Yo elijo mi sexo, mi raza y hasta si soy ecologista (aunque no lo sea)
María Esgueva
Estamos en plena ensalada de autodefiniciones, que el grupo ideológico hegemónico bendice y sanciona como lo único guay. Casi resulta paradójico que en los tiempos actuales, que se caracterizan, como vienen comentando algunos compañeros de web (y algunos no de web), por la desaparición prácticamente total del individuo en favor de los colectivos, ahora va y resulta que un individuo, cualquier individuo, parece tener más poder que nunca: como mínimo, porque se puede dar una definición a sí mismo (y dar a los demás una definición de sí mismo) como de un sexo u otro, o de otro sexo más, o de ningún sexo, o de todos, o de cualquier cosa al respecto que surja o se invente o se descubra al principio de la tarde; y hasta de su raza, como ya hemos visto varios casos.
Pero seguramente vemos casi todos que eso es una trampita que casi se podría calificar como de tres al cuarto: porque eso no incluye un significado fuerte de individuo, como parece que pretende comunicar, sino todo lo contrario, porque persigue sola y exclusivamente hacer que la definición del individuo dependa del colectivo al que dice pertenecer.
Naturalmente, con algo tan cercano a las fantasías disney, el agua se escapa por todos lados. Insisten en esta temporada, por ejemplo, en que «el sexo está en la cabeza, no entre las piernas». Primero: loor y gloria para los que tienen tan claro lo que la biología y la neurología llevan estudiando décadas o casi siglos y todavía no han conseguido localizar a qué nociones agarrarse para avanzar con claridad en esas definiciones. Pasa un poco como con la complicadísima ciencia de la ecología (en realidad, la más complicada de todas porque casi abarca todas las demás): que de pronto llegan unos listos medio beodos que, en su beodez, resulta que ya han resuelto los problemas cuánticos, la teoría de cuerdas y hasta los del universo n-dimensional cuando n es indefinido: hala. Segundo: cuidadito, cuidadito, que eso lo hacen en propagandas dirigidas a los escolares.
Qué obsesión tienen por los escolares todos los religiosos. Y además por coger a los escolares para liarles con follones que tampoco son los verdaderos follones para los que querrían adeptos convencidos, porque suelen ser una sarta de mentiras o, en el mejor de los casos, dulces camelos. No puedes pretender que de la cosa de los reyes magos salgan como de natural, a continuación, los argumentos en favor de la existencia de la tercera persona de la Santísima Trinidad. Esto de la Santísima Trinidad hay que explicarlo luego mucho, pero mucho, y en novela independiente e inconexa con todo lo anterior. No tiene nada que ver con esos gordos que van en camello y tiran juguetes a las cabezas de los niños de alrededor. Así que, ¿por qué tanto esfuerzo en adoctrinar a los menores en esas puerilidades camelleras y otras equivalentes, cuando ni es la doctrina a la que luego querrás que se adhieran, ni tiene nada que ver con «verdad revelada» alguna? Pues el ecologismo igual. ¿A qué soltar tanta patraña mentirosa, simplista, esquemática y a menudo perfectamente errónea, si lo que quieres es ir educando (se supone) a los menores en sabiduría ecológica? Todo esto recuerda amargamente a esa situación de aquella novela en la que dos curas ya muy mayores comentan que van a nombrar obispo a uno muy joven:
– ¿Ya tan pronto? Pero… ¿es que está en el secreto?
– No: todavía cree.
Esos cuentos recogidos bajo el epígrafe general «La fe del carbonero» son, probablemente, lo que más daño hace a la decente ideología del futuro que sería la que pudiera llegar a haber tenido ese individuo si no le llegan a haber metido tanta tontería en la cabeza cuando era niño. Joder, qué retorcido me ha salido. A ver si lo desretuerzo.
¿Acaso no hace falta una buena, amplia y contundente acción ecológica, continuada, multipolar y sólida? Naturalmente. Sólo los más anticiencia discuten a estas alturas que hay problemas en la ecología, y que más nos vale hacer algo (positivo). Aparte, y para discutir entre cualificados una vez que se hubiera llegado a un consenso de acción, por supuesto que quedan mil y una cuestiones por afinar, o aclarar, o quizá hasta rechazar o todo lo contrario de rechazar: la proporción de causa humana en el cambio climático, que algunos entusiastas ven, pre-estudio, «absoluta y totalmente» indiscutible va a ser una muy principal entre las materias a seguir estudiando, porque los que de verdad saben no lo tienen claro. Sí tienen claro que hay consecuencias de la acción humana sobre el clima, pero, decimos, no qué proporción de lo que está pasando se debe a ello. Porque conocen, entre otras cosas (y los entusiastas parece que muy poco o nada), que ha habido otros periodos en la historia del planeta en los que han pasado cosas similares, y no había por ahí ni humanos ni cosa parecida. Y se está estudiando. No se ha llegado a una conclusión todavía. De modo que los que ofrecen conclusiones «irrebatibles», lo puedes decir desde ya, son los que no se enteran demasiado.
Bueno: pues toda esa discusión, todo ese conocimiento, y la dedicación misma a la ciencia son cosas imposibles si nos tenemos que basar en la simple acción escolar y periescolar que en la actualidad parece indiscutible. Si la discutes, o en muchas ocasiones y administraciones si solamente preguntas por ella, ya eres tildado de sospechoso de algo feo y chungo (como mínimo, de trumpista: como si ese Trump o sus secuaces siquiera preguntaran). Pero no importa.
Porque parece que lo único que importa es tener más cotizantes, claro. Aunque no sepan con certeza a qué o a quién están cotizando. Pero yo estoy segura, porque lo he visto un millón de veces (y además con mis ojos, o sea), de que no se reduce a una cuestión de pasta. Hay más cosas ahí. Primero, el gustín que al parecer le da al personal el saberse de un club. El día en el que por fin tienen el carnet de la Asociación Contra los Automóviles Privados en Beneficio de un Planeta más Ecológico (?) no dejan de mirarlo (el carnet) durante la cena, y durante las diez o doce sesiones de gozoso insomnio de esa noche, insomnio provocado precisamente por el gustín de ser por fin alguien de carnet.
Es que eso de la identidad es una cosa muy dura. Si no te dejan formarla (o más bien «si no la dejan formarse») en los años en que se forma, porque no dejan de atosigarte para pensar así o asá, para apuntarte a esto o a lo otro, para agruparte entre los que hacen o piensan aquello o los que hacen o piensan lo de más allá, entonces llegas a lo que hubiera sido tu edad adulta en condiciones más bien infantiles de entendimiento y sobre todo de autopercepción, y flotas, y no es una flotación agradable, y casi casi haces lo que sea con tal de poder decir por ahí: «Yo soy (y aquí cada uno pondrá lo que tenga más a mano, o sea ecologista, o del partido X, o «de los que…»)
Es muy serio y muy de verdad lo de la ecología, y no como lo están pintando: no es lo que dicen las políticas ecologistas. Es nada menos que una de las tres coordenadas de la política que ya estamos viviendo, aunque de momento un poco por debajo, pero sobre todo lo va a ser en la sociedad de nuestros hijos y nietos y bisnietos. Todavía no hablamos de los problemas que vemos en el hecho de que uno decida que es negro aunque sea descendiente de arios de 30 generaciones; pero las leyes de decisión étnica le permiten decir que lo es. O la decisión respecto del propio sexo. Ya habrá tiempo. De momento, empezamos por este asunto algo menos tangible, quizá algo más abstracto, pero resulta que modelo de casi todo lo demás: yo elijo una ideología aunque no sepa ni qué es, ni los fundamentos que tiene, ni las consecuencias de proponerla (y hasta de imponerla) en la sociedad. Así que «así soy yo», como dicen las canciones de los cantantes novatillos de los concursos de canciones. Y lo demás no importa tanto. Lo importante es mi identidad, claro, como siempre me dijo mi mamá.