01 Dic A propósito de una columna sobre Clint Eastwood
A propósito de una columna sobre Clint Eastwood
Hemos leído la magnífica columna de Manuel Vilas titulada El nonagenario radiante, publicada en el diario El País del pasado 26 de octubre. Y aunque parezca que hay que ver qué retraso, de eso nada: ya sabéis que nos gusta posar las cosas y hacer caldo bueno de esos de muchos días al fuego.
Estamos por una vez todos de acuerdo a este lado de la pantalla, por lo menos en ciertas consideraciones iniciales. Luego, cada uno tiene experiencias y currículums diferentes, y es a lo que vamos.
Pues naturalmente que Eastwood es un cineasta de los que quedarán en la historia del cine como un clasicazo, una lección permanente a la que acudir a aprender de lo que sea, y especialmente de cómo resolver escenas complicadas. Merecerá, cuando esto no atente contra los pudores de los pudorosos, ese famoso cartel que Billy Wilder tenía sobre su amigo Lubitsch: ¿Cómo lo habría hecho Clint? Pero no desde esta o aquella película, que parece que muchos se empeñan en fijar como el comienzo del talento de Eastwood. Desprecian muchas de las anteriores, que ya dirigió, como El jinete pálido, o El fuera de la ley, o Infierno de cobardes, que ya quisieran muchos ser capaces de contar así historias no tan simples como piensan que son los que no las han visto.
Pero esta web empieza a complicarse, si os habéis dado cuenta, y se están cruzando cosas de música en la sección de cine, y cosas de cine en esta de leer, y no te digo ya el follón que se traen entre Tolerancia, Inteligencia Artificial y Herreras, por coger algo al azar; a lo mejor acaba todo en una especie de amalgama sin secciones, no lo quiera Atenea. Así que al grano: que hemos leído lo de Vilas, y que estamos de acuerdo con las loas que no ahorra a Eastwood, pero que queremos añadir que Clint Eastwood puede ser precisamente el protagonista de una historia ejemplar y sintética de mil y una tonterías que se resisten a su desarraigo en el mundo de ciertos lectores, espectadores de cine y TV y oidores de música: a veces, para entenderse, basta con llamarlo «la confusión del personaje con el actor».
Ha pasado y pasa, desde la más remota antigüedad, que algunos veloces, normalmente con alta concentración de consignas en sangre, deciden su juicio sobre un creador y sobre su obra por algún aspecto externo a la obra o puramente personal del creador. Esto ya lo conocemos. Pero el caso de Eastwood ha sufrido, por lo menos en los ambientes cinéfilo-progre-catetos españoles convulsiones que no se han dado normalmente en otros casos.
En primer lugar, algo hizo que sus interpretaciones de Harry Calahan, el poli muy macarra de San Francisco, el Sucio, se tomaran por parte de muchos cinéfilos como expresión de las creencias personales del propio Eastwood. Y eso en las mismas fechas, hay que estar atentos, en que Gene Hackman se liaba a tiros a lo bestia en French Connection, Al Pacino quizá tiroteaba menos pero era infinitamente más malo en los Padrinos o, qué más da, los James Bond de Sean Connery o de Roger Moore perseguían bikinis con un ojo mientras con el otro lanzaban balas envenenadas a los que consideraban malvados. Y ninguno de los de la alta concentración achacó a ninguno de estos actores las características de esos personajes. Pero a Eastwood sí; había contra él una especie de odio africano que superaba (y sigue superando, en realidad) una explicación razonable. Nadie le había visto matar a nadie ni merendar con Hitler, pero se hablaba de él como si así fuera. Y ay del pobre cinéfilo ingenuo que expresara lo entretenida que le había parecido la última de Eastwood: lo mínimo que caía sobre él era la condena por franquista (esto quizá no haría falta ni decirlo, estamos en España), pero normalmente se añadían las de fascista, machista, antiabortista, derechista y… así seguiríamos cuatro o cinco páginas. Había algo contra Eastwood que era demasiado, no se podía explicar. Y no era fácil encontrar nada parecido contra otro cineasta.
En el mundo de los leedores, ya que estamos, hubo siempre (probablemente más que en ningún otro, y más sólido) mucho odio reconcentrado un poco de ese estilo, pero con la particularidad de que se solía argumentar. No está claro del todo si es que en la escritura es más difícil ocultar las ideas propias del autor, y entonces los odiadores tenían citas que entresacar y párrafos de los que tirar para demostrar que Fulano, autor de novelas, era (antes) impío, calavera, inmoral, rojo, hereje o (luego) enemigo del pueblo, fascista, machista, conservador. Vistas las cosas con perspectiva, parece claro que nadie acertó nunca con ninguna de esas acusaciones (salvo en plan muy técnico: sí, Fulano era hereje, o Mengano era conservador; pero no como insulto). Pero rara vez estos insultos y estas condenas se debían a que el lector hubiera sido confundido con alguno de sus personajes.
Eso sí ha pasado. Pero ha pasado más recientemente. Hay que hacer memoria (pero sin irse muy lejos).
Un modelo de idiotez relacionada con el caso pudiera ser el juicio que merece la obra de Mario Vargas Llosa: fue de lo mejor del boom hasta que se decepcionó (y lo dijo) con la revolución cubana, momento desde el cual fue de lo peor del boom, o ni siquiera del boom; y cuando, unos cuantos años después, se presentó a la presidencia de Perú como rival de Fujimori (al que la Consigna había decidido que había que apoyar, por el bien de la Humanidad y el Futuro), la caída de Vargas Llosa en el séptimo círculo del infierno fue definitiva. Diga lo que diga, en la actualidad, cuando, además, se ha expresado a favor de partidos de centro y conservadores, será ridiculizado e insultado. Ha pasado a ser uno de esos estereotipos mitológicos, que se incluyen en frases de sobreentenidos insultantes: ¿No serás tú de esos que leen a Vargas Llosa? Pero afortunadamente, aunque los que se manejan así creen ser la inmensa mayoría de la sociedad, no lo son siquiera de la sociedad lectora, y podemos ir tirando mientras ellos no superan la categoría de molestia.
Con Eastwood sucedía muy parecido a lo largo de los años setenta y ochenta. ¿Era tanta la estupidez de tanto cinéfilo que no sabía separar entre el personaje y el actor? Alguno de por aquí recuerda, precisamente de esos años, que en algún taller de teatro había alumnas que en los ejercicios sobre textos dados prefería «no hacer el papel de monja», no fuera que luego «la confundieran». Oye, pues mira, la actitud simétrica, al otro lado del espejo. Si eso pasaba hasta entre los aprendices de actores, cómo no iba a pasar entre los aficionados, infectados como estaban por aquel entonces de dos bacterias de influjo opuesto, el Fotogramas y el Dirigido por, ambas publicaciones se diría que creadas con el fin principal de que desapareciera el disfrute del cine.
Lo de Eastwood era, y fue durante mucho tiempo, de una intensidad increíble. Algunos recuerdan las caras de incredulidad, y hasta algún comentario chungo, cuando hizo Bird: ¿que la ha dirigido el fascista ese? Imposible. Si es sobre Charlie Parker, qué sabrá ese machote de jazz. Se la habrá dirigido otro. Y así. Cómo les iba a estropear la realidad su niquelada consigna. ¿Que alguna vez, en alguna entrevista, Eastwood probablemente había expresado alguna opinión de las que aquí se tomaban por «conservadoras»? Pues es muy probable. Hasta los de más a la izquierda de Hollywood, en aquellos setenta, estaban espantados, por ejemplo, con el nivel de violencia que se vivía en las calles de Nueva York y Los Ángeles, y lo decían sin problemas. Pero si lo decía Eastwood…, ya se sabe. Luego, encima, se presentó a alcalde de su pueblo y lo eligieron, y propuso medidas a favor de quitar trabas a los comerciantes y cosas por el estilo: aquí los de alta concentración tenían muy claro que eran medidas aristocratizantes y plutocráticas. En fin.
Y de pronto, Sin perdón. Una película nada fácil, con un giro de cintura justo en su mitad que la mayoría del público de las salas no entendía al principio, o se le pasaba; una historia complicada, repleta de contenidos hasta contradictorios, casi un diálogo de Platón con mil posturas enfrentadas en su interior. Y el bueno, con modales de malo. Y el malo, con modales de bueno. Y toda la empatía del público construida como por un orfebre a favor del que resulta ser un monstruo. Bueno, se podría no acabar nunca de analizar esa película, y además, en su caso, de elogiarla.
Y silencio. Hoy nadie lo recuerda, pero los primeros tiempos tras el estreno de esa película lo que hubo en la crítica y en los cinéfilos con consigna fue silencio. Ya hubo desconcierto con su anterior Cazador blanco, corazón negro. ¿Este facha haciendo hagiografía de John Huston y de su antirracismo? Y los mil detalles preciosistas de esa película. Desconcierto. Pero tras Sin perdón tardaron mucho en recomponer sus gestos todos los vehementes. Y hoy siguen recomponiéndolo, aunque se diría que no saben muy bien cómo.
Ahora hay demasiado entusiasmo y demasiado automático. Como antaño: ¿una nueva de Resnais? Seguro que será maravillosa, sí, genial; no, yo no la he visto, pero seguro que es genial.
Y Clint Eastwood totalmente ajeno a estas tonterías. A lo suyo. Qué envidia.