Ana Iris Simon: Feria

Ana Iris Simon: Feria

Pues, sí, claro, nos hemos leído Feria, el citadísimo y famosísimo librito de Simón, cómo no íbamos a leerlo. Y nos ha parecido verdadero y genuino, que ya es más de lo que se puede decir de muchos. Escrito con las tripas pero con un dominio de la narración extraordinario, se diría que intuitivo, aunque no lo vamos a decir porque luego resulta que el gran mérito de estas cosas está en gran medida en que parezca eso, pero obedece a un curro y a una técnica muy trabajados.

Ya sabes, lector, que por aquí nos gustan mucho fenómenos como el del habla manchega, que parece estar esperándonos a todos los hispanófonos para aclararnos ciertas cosas que a lo mejor no tenemos tan claras. Desde Plinio no había habido una inmersión tan completa y a la vez agradable y risueña en el español de la Mancha como en esta Feria. Decimos risueña porque no se trata de una inmersión-bronca de esas que a menudo los novatos escriben en jerga, argot, dialecto o manías lingüísticas de su barrio, pueblo o comunidad autónoma: no, no hay reivindicación cejijunta de ningún tipo, ni leccioncitas adánicas ni nada que se le parezca; hay idioma verdadero, hay español indiscutible y hay incorporaciones inevitables, neologismos de esos que al mundo académico en general hacen sonreír con displicencia, o sea neologismos fabulosamente incorporados, con acierto y precisión y sentido. Hablando de academia, pero sólo brevemente, son muy significativas las reacciones que en gran número ha suscitado este libro, demasiado inmediatamente calificado, con sonidos de acusación, de neorruralismo y cosejas así, para poder decir inmediatamente, como han dicho, que «no llega a los niveles de Delibes o de Llamazares» etcétera (y además comparando la obra madura de estos con el primer libro de Simón, que de modo muy visible tampoco quiere seguir ni al uno ni al otro). Demasiado rabiosas, muy sin venir a cuento, esas reacciones, cuando lo son hacia un libro humilde en el que una joven nacida en 1991 simplemente organiza sus recuerdos y entresaca de ellos lo que ya va a ser ella siempre. Sutil intención, propósito lúcido que consigue con emoción y sinceridad, y que dejan esa humilde intención muy atrás cuando empiezan a acumularse páginas y páginas de hallazgos y de desprecio completo y olímpico hacia los lugares comunes literarios, lingüísticos y hasta políticos de su generación y de generaciones anteriores, y el lector se va pasmando cuando va percibiendo sin atenuantes que lo que está leyendo es, tal cual, la verdad de una persona. Sin imposturas ni poses ni conveniencias.

Si su abuela se le aparece una vez muerta, por qué no lo va a contar. Sí, se puede contestar a esa pregunta: porque nadie de su generación se atreve a contar eso; ni de las anteriores, ya puestos. Ni menos todavía un milénico con la cabeza atiborrada de cibermarxismo de Lavapiés: al contarlo, Simón demuestra que no es de estos. Más aún: el libro abre contradiciendo, pero además de un modo complicado, uno de los tópicos «incontradecibles» de la actual sociedad española (al estilo de aquel «es la generación mejor preparada de nuestra historia» cuando la LOGSE ya había empezado a sembrar de cadáveres las aulas): ¿es la milénica la primera generación que va a vivir peor que sus padres? Afirmarlo tan rotundamente como lo afirman quienes lo afirman es tan simplón como negarlo rotundamente. Y lo último que es Ana Iris Simón es simplona: ¡es manchega, como va a ser simple en nada! Y no termina ella de estar de acuerdo con eso, para empezar porque en efecto esa afirmación pediría una definición de «mejor» y «peor» que lo cierto es que nadie proporciona. Ella batalla con la idea: en realidad, es el argumento de todo el libro. Eso mismo que tantas veces hemos traído a conversación: emanciparse hace cuarenta o cincuenta años no incluía la posibilidad, es decir, la potencia o el poder de pagarse un Netflix, una fibra óptica, unas apps imprescindibles de música, como mínimo un portátil en condiciones, por supuesto una impresora (y suma y sigue) y además alquiler, comida, «tabaco» y zapatos. Antes bastaba sólo con estos últimos cuatro, y tampoco se podía así como así. Muy probablemente los historiadores del futuro lejano acabarán viendo que sumando unas cosas y restando otras, las facilidades o las dificultades eran similares a las actuales. O quizá no. Eso es lo que discute Feria.

Los mejores momentos de la escritura aparecen cuando se funden los tiempos, los de la autora en su primera juventud y los de la primera juventud de sus padres y hasta de sus abuelos: porque son tiempos evidentemente diferentes con su posguerra profunda, o su emigración setentera, o la crisis del 2008, pero los rezongos ateos y anticlericales del abuelo, o la tolerancia sonriente de la abuela, o el viento manchego y sus doce nombres, o el pique por los molinos del Quijote… todo eso es lo mismo pase el tiempo que pase. Ana Iris Simón consigue que entendamos que se sigue siendo lo que se era aunque ahora todo se haga con referencia a un Carrefour o a un Alcampo de este pueblo o de aquel otro, en lugar de «donde Paca» (carnicería) o «al Evelio» (panadería); que la llanura sigue siendo llanura y nos sigue haciendo, y los vientos siguen soplando, y que quienes nos han hecho  y van muriendo por delante de nosotros siguen vivos en nosotros, y que a lo mejor eso es la inmortalidad.

Por lo menos en la Mancha.