Atreveos de una vez con Pérez-Reverte

Atreveos de una vez con Pérez-Reverte

Gregorio Salvador, in memoriam

Línea de Fuego. Novela de Arturo Pérez-Reverte.

Nunca se le perdonará a Arturo Pérez-Reverte que se peleara con cierta mujer que no sólo era su jefa en la televisión pública sino, además, líder de opinión de lo que en aquel entonces era un amplísimo sector del electorado español: ese que, año a año, y así hasta dos décadas después, se ha deshecho por completo, y en muchos casos para bien, de posturas y opiniones de entonces, y ha llegado a conclusiones contrarias a las que entonces sostenía…, pero eso da igual. Las posturas de hoy, las convicciones decantadas tras veinte años más de experiencia y de reflexión en tantos millones de españoles, y especialmente en los leídos, han modificado casi todo, y obligarían a modificar también los juicios actuales sobre este autor, pero esto no sucede. O seguramente sí sucede, pero muy pocos se atreven a reconocerlo. Lo cierto es que sus números de ventas no cuadran si no se incluye en ellos una enorme proporción de estos antiguos enemigos, pero a veces se diría que está pasando con él lo mismo que con la novela policiaca en los setenta: que casi todos la leían, pero cómo iban a confesarlo; hasta que un día el Gran Gurú Cutre de un Periódico Sacro (que nadie se equivoque, había por lo menos 5 Periódicos Sacros), o el Cantautor Avanzado y Valiente lo confesaban, y entonces ya se podía decir.

Es cierto que Pérez-Reverte hace de su capa un sayo, como es su derecho constitucional, por así decirlo, y larga a placer y crea urticarias al azar, y cuando le calientan un punto de más lo que crea son ya hematomas. Es decir, que no pone fácil a ciertos sectores sensibles el abandonar su negativa a conocerle. Pero también es verdad que ya sabemos todos lo que él dice a continuación: «Allá ellos» (esto en horario infantil). En fin, una pena. ¿Negarse a leer a un autor, en España, porque se pelea con el lucero del alba, porque resulta faltón cuando le da por resultar faltón, porque no hay forma de agrupar ordenaditos a sus amigos y a sus enemigos porque los tiene en todos los bandos y en todas las bandas, porque a menudo insulta con percusión…, qué sé yo…, como por ejemplo Quevedo? No. Por esas causas, que son las que hoy se aducen, no se deja de leer a un autor en España: ¡si hasta los Sensibles suelen adorar a un autor carlista, al que repiten y proponen y alzan en consagración una y otra vez (sí, ese manco de largas barbas: carlista)! Esto viene de otro sitio.

Y todo lo anterior resulta que ya es, desde la primera frase, comentario a su última novela publicada, Línea de fuego. Un contundente tomazo de 682 páginas con el que hay que tener cuidado porque se le acaba al lector en tres o cuatro horas de lectura, y todavía derrapa y se le va la frenada fuera de las tapas del libro. No sería justo decir que en esta obra ha alcanzado Pérez-Reverte un nuevo estilo, porque la claridad de exposición, la sintaxis al servicio del contenido, los diálogos como transcritos del natural y el uso de las menciones al medio físico para meter al lector en el mismo estado en el que están los personajes son habilidades que ya viene ostentando de antiguo. Aunque sucede que se tiene la impresión, ante esta obra, de que lo ha llevado un paso más allá. Quizá solamente porque aun con la gran extensión y las mil peripecias no hay desfallecimiento. Como se dice de los buenos actores de teatro: que la función número 100 tenga la misma energía que la número 2. Aquí parece que las páginas 400, y 500 y siguientes están escritas al principio.

Y eso es importante en una obra así; a primera vista uno podría decirse: cuidado, material demasiado difícil para sostenerse más allá de 100 páginas. Un pueblo imaginario a un lado del Ebro en manos del ejército de Franco es atacado, cruzando el río, por el Ejército Popular de la República. Vemos tipos y vemos situaciones en ambos bandos, caminamos junto a gentes decentes y junto a miserables en ambos bandos, olemos el sufrimiento y el dolor en ambos bandos… No hay costumbrismo, no hay espagnolade, no hay esa falsa camaradería estereotipada de tantas novelas y películas bélicas. Hay personas, muchas, diferentes, algunas odiosas, otras comprensibles, de ambos bandos… Quizá ya se va viendo a qué se podrán agarrar los tenaces negadores del placer literario, a uno y otro lado. ¡Un momento! ¿Pero es que siguen existiendo uno y otro lados, como en la novela?

Pérez-Reverte gira un poco más la tuerca de la observación de lo bélico, y nos acerca otro metro más a la realidad de una persona en una guerra, que se podría decir que es el Argumento pérezrevertiano por excelencia. Lo consigue, nos acerca todavía más que en sus anteriores obras, lo que parecía imposible. Si no se le había ocurrido al lector lo difícil que es liar un cigarrillo de picadura tras sobrevivir a un golpe de mano del enemigo, golpe concluido y fracasado apenas hace cinco minutos, ahora lo va a saber. Quizá una guerra es eso, y no flechas rojas sobre un mapa de escala 1:50.000. Junto con otras circunstancias como esa. No beber lo que necesitas y te dejaría a gusto, sino beber racionalizada e insatisfactoriamente, un solo buche, y retenerlo en la boca pensando que así por lo menos se humedece esta: sí, pensándolo. O masticar concienzudamente hierbajos no para comerlos sino para sacarles el agua. O no tener puntos ni grapas con los que coserse una herida, y tener que contentarse con enrollar en la pantorrilla un cordel bien apretado a modo de sutura y vendaje. En fin, harían falta las 684 páginas para completar la relación. Nos acercamos con esta novela a primerísimo plano de los personajes, y en algún caso incluso a plano subjetivo, pero entonces no para descifrar a estos, sino para compartir con ellos su estupefacción ante lo indescifrable: ¿es que por recibir yo 70 gramos de plomo y cobre en un pulmón, en un codo, en un ojo, y probablemente morir desangrado, va a ganar o a dejar de ganar el bando que me ha tocado en suerte?

Desde siempre Pérez-Reverte ha mostrado su intención de contar lo que es una guerra vista desde la línea de fuego, se diría que como consecuencia de sus muchos años de corresponsal, sobre todo en guerras, para Televisión Española. Algunos, con mala intención por cierto muy española, le acusan por eso mismo de ser un presumido narrador de batallitas, y probablemente eso le importa un carajo (entre otras cosas porque es verdad que fue corresponsal: no anda, en todo caso, presumiendo de algo que no pueda presumir; pero dejémoslo, que no le hace falta ayuda en esa batalla). Lo que sí sabe cualquiera que haya vivido aunque sólo sea un poco a cierta distancia de las redacciones y los platós o de los cafés y los bocaccios es que se han solido contar muy mal en público las realidades por otro lado más cultivadas por el columnismo de opinión y la prosa de aventuras: la infinidad de sucesos que se dan en un solo minuto de galerna vivida en un dos palos a 40 millas de puerto no se comunican con un plano general y una interjección, si es que interesa que otros conozcan esa realidad; y no digamos la realidad de una guerra, que nunca es grande ni chica, nunca es o de trincheras o de guerrilas, porque siempre es personal, de personas, de Ginés o de Patricia, o tuya, tu guerra, tu presencia en ese momento concreto y en ese metro cuadrado concreto que ha sido el único que se ha librado, de todos los de alrededor, de la metralla de esa granada. O al contrario, ha sido el único afectado, y ahora te preguntas por qué, mientras ves, inmóvil, cómo tu femoral está al aire y expulsando toda tu sangre, te tenía que tocar a ti.

Quien busque en Linea de fuego una novela de guerra tal como han sido la mayoría hasta ahora, no la encontrará. Alguno puede que esté cansado de esa camaradería estereotipada de carne de cañón apostando a los dados, de esa estereotipada fe en los jefes y en las causas: es más probable que a este le agrade la novela.

El hombre solo, rodeado de una multitud, ignorante en cada segundo de si ese es el último segundo de su vida. ¿Tanto se parece la guerra a la vida?