01 Abr Buenismos
Buenismos
Hace más o menos un mes, Najat El Hachmi, nacida en 1979, última ganadora de nada menos que el premio Nadal con su novela El lunes nos querrán, era entrevistada por uno de los principales suplementos culturales de la prensa española. Y la leíamos, exactamente igual que se puede leer una novela o un ensayo: que para eso se escribe. Nacida en Nador, que aunque está en la costa ella misma considera «el Rif», vino a España a los ocho años con su familia, y desde entonces ha sido un modelo de persona integrada, incluso para mal (sufrió en su infancia la españolísima pérdida de una amiga en el atentado a la casa cuartel de la Guardia Civil de Vic).
Como era de esperar, y más todavía siendo trilingüe castellano-catalán-«rifeño» (tal como ella dice con precisión), sus propios ojos y sus reflexiones están determinadas hacia ciertas longitudes de onda. Sus observaciones y sus comentarios ilustran sobre aspectos que a menudo nos pasan desapercibidos: cómo es de fácil o de difícil la vida para una mujer «ex-musulmana» y no creyente (ella lo dice); qué lastres acarrea aun a pesar de ese «ex» de los que parece que hay que vigilar ya para toda la eternidad; si hay o no algo peculiar en cruzar dos represiones (o tres), la del entorno familiar y social musulmán, la propia de esa conflictiva condición de «ex» y la de la vida en un pueblo pequeño y muy, digamos, intenso, donde todo el mundo se conoce y se vigila. «No entendía por qué a la gente le importaba tanto lo que yo hacía o dejaba de hacer», responde.
Y, por encima de todo, en estos tiempos algo enrevesados, la necesidad de comprender y además de explicar eso de ser musulmán aquí y ahora, cuando a la mínima salta una excusa para el enojo a causa de las acciones de lobos solitarios (o de algunos menos solitarios), como los atentados de las Ramblas y, lo que parece preocuparle especialmente, sus explicadores, siempre rápidos a la hora de achacar la acción terrorista a la condición de oprimido económico del autor. Ella, a la que quizá deberíamos conceder por lo menos algo de autoridad para hablar de estas cosas, es clara: «Hay mucha gente que está sufriendo pobreza y no se le pasa por la cabeza atentar ni delinquir»; o «El terrorismo no es una consecuencia de la exclusión social, y atribuirlo a los pobres es una forma de estigmatizarlos».
(Paréntesis, como es visible: poco antes de que se publicara esta entrevista, el cementerio judío de Madrid amaneció con pintadas amenazantes, una vez más, tras el discurso idiota de la nueva estrella falangista, esa joven excesiva de camisa azul, que concluyó algún párrafo con una habilidad antonomásica digna de un antropólogo de los años 30: la culpa la tiene el judío. Al dar nota de ello, en cierto programa de televisión la invitada A se le echó encima al invitado B y sofocó sus palabras, que comenzaba a lamentar la pervivencia de ese raro antisemitismo español que con regularidad se manifiesta, y a menudo simultáneamente, con pintaditas de cruces gamadas por parte de unos y con acusaciones de genocidas derechistas por parte de otros; A se impuso, como suele ser en esos casos, y estableció la conclusión sobre esa cosa de «…el judío»: «pero que quede claro que si hay un problema en España -o quizá dijo el Estado- del que nos debemos cuidar es la islamofobia». No era la primera vez que se veía algo así: en la fea noche del Bataclán, el invitado C, por cierto en la misma televisión, sólo tuvo cojones para decir que lo que esperaba, en todo caso, es que no se desatara la islamofobia, cuando todavía íbamos contando muertos y llegábamos sólo al 35 o 40. Fin del paréntesis, claro.)
Nos parece, sin embargo, que la voluntariosa Najat El Hachmi lo tiene crudo: cuántas veces cuántas autoridades en la materia ya han advertido que todas esas lecturas miserabilistas o incluso solamente obreristas del terrorismo islámico no van a llevar a nada porque no tienen relación con la realidad. Cuántas veces se ha conocido que el más chungo del comando era un doctorando de la Politécnica de Madrid, y los siguientes eran tipos de segundo y tercer cursos, o incluso empleados del mes en sus empresas, a las que acudían con sus motos a medio pagar y su traje de brillo de hojalata. Y no sirve de nada, porque los que hay ahí para darles apoyo y suelo son los educados estrictamente en los zenobios de «no dejes que la realidad te estropee una buena teoría» y gracietas afines. Pero admiramos a Najat, que insiste y, ojo, da un pasito más que muy pocos se han atrevido a dar: se trata de una «ideología totalitaria con un poder enorme de penetración: la extrema derecha islamista».
Anda, lo que ha dicho.
Aquí ha pinchado, y seguro que ella lo sabe, en hueso.
Lo que tantos miles de observadores ven, pero parece prohibido decir en voz alta.
Concluye su repaso, y nos ha complacido la lectura de esta lucidez, haciendo mención al nefasto automatismo de atribución de bondad al inmigrante. Tanto la imagen del «inmigrante maligno como la del inmigrante bueno» no tienen que ver con la realidad, que es «mucho más compleja». Ha trabajado la idea hasta el punto de acuñar la expresión «pornografía étnica». Afirma: «El buenismo es también racismo: te quiero como yo quiero que seas».
Padres autoritarios, imames y… una «izquierda que te asigna la identidad que a ella le conviene». ¿Nos descubre El Hachmi algo que no conociéramos? No; con más o menos detalles, lo conocemos. Es el problema del buenismo, que es donde confluyen dos mundos súbitamente huérfanos, súbitamente sin suelo ni agarres, súbitamente desnudos: el de los excatólicos a la busca de causas y el de la exizquierda a la busca de causas. Empiezas diciendo que «todo el mundo es bueeeeno» y antes de que te des cuenta acabas diciendo ante un juez «Si somos bueeeeenos», mientras los tuyos queman Patrols de la Guardia Civil.