Centenario de España invertebrada (1)

Centenario de España invertebrada (1)

Veamos: para empezar, qué peligro tiene que una obra escrita en 1920 contenga párrafos como el siguiente:

«Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre, y viceversa. La diferencia racial, lejos de excluir la incorporación histórica, subraya lo que hay de específico en la génesis de todo gran Estado».

La tentación de leerlo «en clave de 2021» es insuperable. Pero se suele decir que eso no debe hacerse. ¿Por qué? Si nos sirve de algo, bienvenido sea. Esto, como mínimo, nos sirve para ponernos a dar vueltas a esas nuevas pretensiones adeeneístas de algún iluso iluminado que cree fundamentada su propuesta de Estado nuevo en la genética. ¡Por supuesto que ya los había hace cien años! En realidad, entonces se hablaba con soltura, puede que con demasiada soltura, de la idea esa hoy tan rara para todos de «raza». ¿Para todos?

La cosa es que a los cien años de publicada España invertebrada la volvemos a leer y, como era de esperar, encontramos relevantes cosas que antes nos pasaron casi inadvertidas, y otras que en su día nos importaron ya no nos importan tanto. Nuestra historia, y creo que puedo hablar en nombre de muchos boomers, con Ortega y Gasset es complicada y muy diferente de una línea recta, y eso siempre echa sal y pimienta a su lectura.

¿Nos pasó sólo a unos pocos o, por el contrario, fue a casi todos? Llegaba uno a la edad mediana con el recuerdo de haber sido zarandeado por profesores, conferenciantes, intelectuales y opinantes acerca de Ortega y Gasset, entre la gloria nacional para la eternidad y el escribidor petimetre bochornoso de domesticidad.

Los había idólatras, pero sin excepción daban la sensación de tratarse de unos idólatras algo pobretones, porque sus ritos de adoración eran demasiado automáticos, demasiado patrióticos, demasiado dados por supuesto, como a un granadino se le da por supuesto que va a poner los ojos en blanco cuando oiga solamente la palabra «garcía» (ibas a decir García Íñiguez de Pamplona) o «lorca» (ibas a hablar de Lorca, Murcia, y sus terremotos). Es que era decir «ortega» y ya empezaban las manos medio abiertas a girar en el aire por encima de la cabeza como si la reina de Inglaterra intentara imitar con su saludo los giros de muñeca de unas sevillanas: ese gesto que algunos hacen todavía como de señalar o acariciar nubes o mundos superiores. Era por lo visto tan de sacrificarle corderos, bueyes y hasta caballos que a veces éramos los alumnos los que acabábamos siendo sacrificados. Lo cual nos hacía cogerle bastante manía, como es natural.

Pero inmediatamente notabas que ahí pasaban cosas raras: sí, le idolatraban como español, era como El Filósofo para Sto. Tomás, pero este de Madrid y de hace nada, total, fallecido a mediados de siglo. Para que luego digan que los españoles no podían hacer filosofía, fíjate. Y, sin embargo… Ojo, que no toda su obra; ojo, que algunas de las cosas que dijo; ojo, que su opinión sobre… Y descubrías que era uno más de esos adorados por prohombres (del franquismo y de la democracia, no liarse) pelmazos de los que no se quitaban la corbata ni para cenar en casa, que solían caminar como muchos años después caminaría un tal Jordi Pujol, con el brazo derecho extendido hacia atrás y la mano abierta espantando moscas o reporteros pero todo con mucha calma, despacio, con paso solemne y mirada hacia el vacío del suelo, casi al estilo de un tal Aznar al entrar en un auditorio. Es decir, eran los intelectuales no de izquierdas, en general, que tenían entre sus filas algunas de las más brillantes personalidades de aquel país, pero como por casualidad estas personalidades no entraban a guerrear sobre Ortega ni Unamuno -otro que tal: ¿de los nuestros o de los otros?- ni sobre todos esos que resultaban ambiguos. En fin, que Ortega tenía sus fieles pero pronto se veía que muchos no le habían leído del todo, o que sólo le habían leído lo que les era cómodo leerle -de su ateísmo ni hablar-, y que en todo caso «Ortega» no era el Ortega real, sino el que se ajustaba bien a su química, a su física o a sus fechas de exámenes.

 

«Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo; son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer algo juntos».

 

El famoso «proyecto sugestivo de vida en común» aparece unas pocas líneas más arriba de este párrafo, y no lo dedicó Ortega a España en particular, como muchos pretendían y vendían, como alabanza unos y como burla otros hacia Ortega. Es una fórmula de carácter e intención general, evidentemente inadmisible para los materialistas y/o obreristas de hace 50 años. Una fórmula que, contra lo que tantos querían, no tenía nada que ver con la España de Franco, ni con la Falange, ni con la «democracia orgánica», ni tan siquiera con la Dictadura de Primo de Rivera (que sería más de UGT que otra cosa, pero por eso mismo con el paso de los años había que ocultar y anieblar lo más posible con los recursos que fuera). Hay que entenderlo, claro: España invertebrada no es una obra directamente política, en el sentido partidista, ni habla ni elige entre unos y otros líderes del momento, porque los pone a caldo a todos. Pero por supuesto que es una obra política, y sería ingenuo negarlo, porque propone una lectura de la realidad social que, de seguirse, tendría sus consecuencias palpables y cotidianas. Y no exactamente antidemocráticas, como los curillas de unas y otras confesiones se apresuraban a proclamar. Y, a propósito de curillas, el conocido «elitismo» de esta obra coincide casi letra por letra con el otro gran elitismo de las teorías políticas contemporáneas (y en aquel momento en pleno hervor): ¿o ya se ha olvidado eso de la «vanguardia consciente» que se tiene que constituir en «guía» del pueblo? Claro, si hay que considerar «vanguardia» a los más listos y trepas del Partido o a los que han destacado por su excelencia en su trabajo, son cosas diferentes. Y por ahí venían los otros problemas.

Estaban al principio en igual número que los partidarios templaditos, pero avanzando los años setenta en número creciente, los enemigos furibundos. Por supuesto, un filósofo colocado por los manuales en las casillas de «elitista», «perspectivista», y por tanto conservador, reaccionario, burgués y comeniños tenía que esquivar en primer lugar las balas de aquel PCE universitario, que la verdad es que tiraba contra todo y contra todos los que no tuvieran carnet. Ya se ha olvidado que la invasión de Afganistán (cfr. por lo menos la wikipedia, hombre) marcó un cambio de rasante para muchos, y que antes del suceso se seguían desde Cantoblanco o desde Bellaterra o desde Moncloa con mucha más facilidad las instrucciones del Comité Central (que luego se supo que la mayoría de estas instrucciones no provenían de ahí, pero esa es otra historia). Aquel Afganistán y otro par de cosas hicieron que las opiniones empezaran a respirar, que los pulmones atiborrados de humo de tabaco conocieran que había una cosa ahí fuera llamada aire limpio, y probablemente bajó algo la virulencia de la intolerancia a Ortega; pero siguió siendo intolerancia, como una intolerancia al gluten o a la lactosa, como una intolerancia a la tonadilla y a su abogado Laurén Postigo (este no sabemos si sale en Wikipedia). Por la posición de Ortega ante los revolucionarismos, por sus despectivas palabras hacia el marxismo (¿cómo decía? Algo así como «un artefacto decimonónico» que ya no nos habla de la realidad de hoy, citamos de memoria), por su desesperado amor suicida a unos españoles a los que veía sin remedio, y por algunas otras cosas, los nuevos hegemónicos, ahora en su mayoría más de izquierdas que el embrague de un coche, prácticamente ni se rebajaban, cuando algún ingenuo les pedía algo de instrucción sobre El Filósofo Español, a mencionarlo. Era sistemáticamente tratado como basurilla ignorable, un ridículo caso de endiosamiento burgués entre burgueses, un miope con labia más bien cursi de obra frívola y prescindible.

Y entonces los alumnos pillados entre esos dos brazos del cascanueces, que ya estábamos algo leiditos y teníamos la jerga, nos veíamos obligados a contestar: «Joder».

 

«El proceso incorporativo consistía en una faena de totalización: grupos sociales que eran todos aparte, quedaban integrados como partes de un todo. La desintegración es el suceso inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica llamo particularismo, y si alguien me preguntase cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra».

Y como estas palabras leídas a mediados de los setenta sonaban un poco a marciano, las gentes sonreían casi como si estuviéramos ante una cosa de aquel Bizancio de la fábula: hay que ver, el viejo Ortega, que asuntos le preocupaban, el éter, la doble naturaleza del Hijo, qué bobadas. Dime, oh lector de 2020: ¿es ese párrafo un desenfoque angelical, o quizá se puede ver en él algo que conecta, aunque no debiera, con tu actualidad?

 

CONTINUARÁ