15 May ¡Cielos! ¡Mis joyas!
¡Cielos! ¡Mis joyas!
Será por la edad, o por otra cosa, pero a este lado hemos descubierto que no fue sólo uno el que conoció a Tintín por primera vez con el más raro de sus libros: Las joyas de la Castafiore. Mucha casualidad, pero a lo mejor explicable por algún futurólogo retrospectivo por aquello de la publicación desordenada de los tintines en España, el fin de la Primaria, etcétera.
Las joyas de la Castafiore será eso, el más raro, pero es también de los más bonitos, y es preciso, avanzado, doméstico y extremadamente entretenido. Aunque resulta que ni tiene aventura, ni tiene viajes, ni paisajes exóticos, ni personajes temibles: y aun así, a los niños de 9 o 10 años que éramos nos embelesó y nos hizo para siempre tintineros, así que algo tendría. Y lo repasas hoy, 300 o 400 años después, se diría, y sigue pareciéndote igual de entretenido y de acogedor.
Sucede todo entero en el castillo de Moulinsart, entre la casa y los prados de alrededor: pero cómo es posible. El Tintín y el Haddock que no sólo nos han llevado a China o al Caribe o a Arabia, sino que nos han metido en su cohete para ir nada menos que a la Luna, ¿encerrados en casa como apoltronados burgueses? Bueno, algo se explica la cosa: el señor Boullu, el marmolista, tras su bigote y sus ojos entornados, no se decide a arreglar el escalón roto, y Haddock se cae y se hace un esguince que le obliga al reposo. Y de ese reposo se aprovecha Bianca Castafiore, que se autoinvita, y hasta el temible vendedor de seguros Serafín Latón. Para qué quieres más.
Hay varias cosas que nos sedujeron, como decimos, y nos siguen seduciendo en la actualidad. Primero, vemos que en el ambiente más casero y más cotidiano puede darse también el misterio (en realidad, no hay tal misterio, pero parece haberlo: ¿qué misterio es este?). Y eso, que luego supimos que es tan de Agatha Christie, produce, como las novelas de esta, la protofantasía de que podrías estar viviéndolo en tu propia casa, precisamente en esos días de resfriado o de esguince en los que estás condenado a no moverte y estás leyendo eso. O sea, que también puedes verte en esos fregados y sin liarte a viajes por los Andes o escaladas mortales por el Tibet.
Segundo: en aquella lectura inicial nosotros no teníamos todavía (bueno, en realidad el 66 no la tenía nadie) televisión en color. Pero habíamos oído hablar de ella, y la imaginábamos para nuestras series (Flipper, El oso Ben) y babeábamos de ganas. Y en Las joyas va Tornasol e inventa una tele en color: y encima le sale mal, y la imagen no llega a estabilizarse, y el libro nos ofrece unas divertidísimas páginas de lucimiento de dibujante con muchas de las posibilidades de distorsiones de imagen de televisión, algunas de las cuales a menudo contemplábamos en nuestros televisores en blanco y negro, y eso hacía que conectáramos todavía más con ese mundo tintinero. ¿A ellos, a Tintín y a Haddock, también les pasa?
Había por ahí otras cosas que desde luego al principio no sabíamos aislar ni verbalizar, pero que con seguridad estaban funcionando para sumarse al atractivo. Mal que bien, todos estábamos criados en la idea de que no hay que suponer que «los gitanos» son malos (aquella España tenía la palabra «gitano» mucho más en la boca de lo que hoy se puede imaginar, como comparación peyorativa), y el libro ofrece lo mismo que veíamos a nuestro alrededor familiar: si faltan unas tijeritas, seguro que las han cogido esos gitanos de los carromatos; oiga, ¿cómo se atreve a suponer que son delincuentes sólo porque son gitanos? Que levante la mano el que no presenciara conversaciones así en su familia, o con la bonachona abuela, o con el cura pre-buenismo de los domingos. Hergé había sido bastante mal visto y muy insultado por seguir publicando sus viñetas en un diario durante la ocupación nazi de Bélgica, y eso añadido a las (normalísimas, universales, indiscutidas en su época) tonterías de racismo automático vertidas en los primeros Tintín en el Congo, La oreja rota y otros, dejó para siempre un «sí, pero…» en la consideración que cualquier culturman pudiera expresar hacia el mismo Hergé e incluso hacia cualquiera que expresara su gusto por estas historietas. A propósito, en Las joyas de la Castafiore nada nuevo al respecto: Tintín y Haddock se lanzan a la defensa ciega del grupo de gitanos, que pasa unas noches con sus carros en los prados de Moulinsart, contra los prejuicios del tonto del policía local, de los tontos de Hernández y Fernández, y contra el pasmao de Néstor. Y resulta que, por supuesto, los gitanos no eran los malos. Pero saliendo fuera de este libro, sucede que ya desde el principio, junto a los automatismos que hoy consideramos racistas de aquella Europa de hace cien años (y más en Bélgica: vaya tela), Hergé mismo había lanzado dos o tres pedradas al racismo serio, por su cuenta y sin que nadie se lo pidiera: su segundo libro, Tintín en América (1932), era un verdadero panfleto en contra del maltrato y del exterminio de los pieles rojas en Estados Unidos. El cuarto libro, El loto azul (1934) no sólo ridiculizaba a los europeos dándose humos en Shangái, sino que incluía como excurso (luego lo haría con virguería total en El cetro de Ottokar -1938-) unas páginas con «imágenes ajenas», como de documental, sobre los prejuicios y las mentiras que los occidentales cultivaban contra los chinos.
Bueno, las cosas esas del racismo eran tan frágiles que llegaron, ya a finales de los cincuenta, a basarse, porque todo lo demás se había agotado, en que en Stock de Coque (un manifiesto antiesclavismo de principio a fin, y principalmente contra el esclavismo de negros) los negros que salían liberados de la bodega del barco esclavista tenían un francés muy degradado, muy incorrecto, según estereotipos racistas (eran negros de Yemen, de Etiopía y de por ahí, y chapurreaban «mersí, mesié», entre otras cosas porque no tenían obligación de saber francés). Pues la cosa ya estuvo siempre tan delicada para Hergé que este accedió a cambiar esos bocadillos por otros con un francés correcto. ¡A ver! ¡No van a hablar francés de la ENA unos pobres desharrapados de Yibuti estafados en su camino a la Meca!
Nos gusta tanto Las joyas de la Castafiore porque hay en él una especie de benévolo desquite de todas estas tonterías, y pasando los años hemos ido viendo que es en realidad una especie de catálogo de las ideas que recorren toda la colección tintinera. Además muy puesto todo al día: los conspiradores enemigos son ahora nada más que unos paparazzi cuya revista ha tenido la osadía de decir hace tiempo que Castafiore pesaba cien kilos, de ninguna manera los voy a recibir. Los plomos se apagan, y dejan sin luz a todo el castillo (Agatha Christie, sí) no por la mano de un enviado del coronel Sponz o del que lleva uno de los mejores nombres de toda la cultura popular: el inigualable presidente Pleksy-Gladz (algunos todavía no lo pillan). Los plomos se funden, sencillamente, porque el equipo de televisión que graba a Castafiore ha conectado demasiados aparatos. ¡Modernidad!
Es como un descanso de la edad ya más que mediana de Hergé cuando hizo este libro: ya no estaba el lumbago para escalar, para navegar, para pelearse por el Amazonas. Aunque luego se lanzó a nuevas aventuras incluso en plan expediente-x por Indonesia y por una nueva república americana. Pero eso fue después de haber parado una temporada en las delicias domésticas y más o menos tranquilas (y sin intrigas, y sin misterios; pero con intrigas y misterios por resolver, cómo es posible) del hogar, y hacer cuentas tranquilamente. Ya podría, en lo sucesivo, ser libre de acusaciones y de sospechas…
O no.
¿Hemos dicho segundo libro, el de Tintín en América? ¿Cuarto libro el de El loto azul? Error, según se mire. Segundo y cuarto de los editados al principio y en color. En realidad, andando el tiempo, acabaron siendo tercer y quinto libros, porque por fin se encuadernó y se vendió aquel conjunto seriado de historietas no coloreadas tituladas… Tintín en el país de los soviets. Lo primero de todo, lo más juvenil, y lo más esquemático de dibujo, de argumento… pero aventura completa en todo caso. Y sí, qué se le va a hacer: a Hergé no le gustaba el comunismo. Lo dejó claro como el agua en ese primer libro, y más o menos turbio como la espuma en las figuras y los fondos urbanos y sociales de El cetro de Ottokar (tampoco le gustaba Hitler, y aquí queda claro), Objetivo: la luna o El asunto Tornasol. No le gustaba el comunismo. Eso, en la cultura popular del siglo XX en Europa, se pagaba.
Pero él decidió dejar atrás todo eso, y lo hizo con Las joyas de la Castafiore.