15 Jun Cómo ocultar un imperio. Historia de las colonias de Estados Unidos.
Autor: Daniel Immerwahr.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Capitán Swing, 2023
Es este uno de los mejores libros de historiador que hemos leído en mucho tiempo. Admiradores como somos de las obras que en los últimos cuarenta años ya fueron clásicos desde su publicación, las de los autores como John Elliot, Hugh Thomas, Gonzalo Anes y todos los demás de esa lista de buenos sabios que actualizaron la crítica de los viejos tópicos inmanejables, no por esa admiración íbamos a sentirnos ajenos a la necesidad de seguir avanzando. Las nociones que derriban tópicos frecuentemente acaban convertidas en tópicos ellas mismas, y a los que somos de verdad amantes de la Historia pocas cosas nos pueden hacer más daño que esa acomodación en el temible «bueno, ya está dicho todo lo que se puede decir de ese tema». Y no sólo lo que se puede decir, sino cómo y con qué recursos y con qué extensión y con qué asociaciones. Y aquí irrumpe Daniel Immerwahr, cuarentón de la Northwestern University, y le da un revolcón a todo lo que, sabiéndolo más o sabiéndolo menos, muchos ya sentíamos que necesitábamos que alguien se lo diera. Y lo primero que zarandea es la misma noción de imperio, esa que precisamente la hegemonía historiográfica de la escuela marxista anglosajona nos ha hecho asociar a todos con Pizarro y mandobles y decapitaciones de indios (qué cosa tan cutre y además qué mentirosa).
Su libro es, por supuesto, imposible de resumir; como vistazo lejano empezaremos señalando que el que hoy piense en depredaciones de materias primas, propiedad de territorios o control de recursos vitales como definición de imperio, andará algo desenfocado. ¿Qué de todo eso es Estados Unidos en 2023? Sin embargo, ¿cómo no considerar que es un imperio la red de 800 (sí, ochocientas) bases militares que Estados Unidos tiene tendida por el planeta, o sus muy secretas y sólo atisbadas redes de satélites y las capacidades que estas prestan de dirigir un dron explosivo a 7.000 kilómetros de distancia con un error de precisión de menos de un metro contra un objetivo elegido?
Ha habido y probablemente hay imperios basados en la ambición de conseguir el asentimiento de todos a una idea, y otros imperios que se han formado nada más que para conseguir para uno la riqueza de todos los demás, y ha habido y hay imperios o proyectos de imperios por muchos más motivos. La bronca sobre el imperialismo nunca debería ser tan simple como casi siempre se presenta, porque rara vez ha habido un imperio simple, y casi todos han sido primordialmente por un motivo pero han tenido por lo menos unas gotitas de otros. No repasaremos ahora, porque el lector se la sabe, la lista de los imperios conocidos desde los hititas, pero recordaremos solamente que ni han sido esos cuatro o cinco de las discusiones fáciles, ni la palabra imperio es tan sinónima de «maligno» como, sin excepción interesadamente, algunos quieren hacer ver.
Lo que es quizá más insoportable es que sí que ha habido o hay, en efecto, imperios o intenciones de imperio más simples, insufriblemente simples: no las rapiñas de todo el oro para mí, porque eso acaba inmediatamente en piratería y en rebatiñas y reyertas entre los propios piratas; ni los éxtasis místicos de te voy a imponer a mi dios por cojones y a garrotazos, porque eso muy pronto tiene de imperio tanto como el del oro, porque las ortodoxias y las curias empiezan a masacrarse entre ellas mismas. Ha habido más de uno en la antigüedad, pero hay algún otro en la actualidad, que ha basado todo en nada de eso, aunque al final casi todo eso se ha colado para aprovecharse; pero el motor inicial, a menudo sin camuflaje alguno, ha sido simplemente la raza.
Siempre hay un riesgo al señalar las acciones descaradamente racistas de grupos o partidos o colectivos o naciones, y es que el que señala sea acusado a su vez de racista, porque ¿cómo agrupa en un solo sujeto a todos los componentes individuales de ese partido o grupo o nación? Pero esta será siempre la diferencia entre unos y otros: sucede que los que perpetran esas epopeyas racistas son los que se consideran a sí mismos grupo, y basta con que (con cinismo, si se quiere, o simplemente con simple y hasta ingenua tranquilidad) aceptemos instrumentalmente la denominación de ellos, la que se dan a sí mismos y por exclusión nos dan a los demás. Si no quisieran que habláramos de su racismo, que no hubieran esgrimido su superioridad racial, podríamos decir. Immerwahr habla de muchas, de muchísimas más cosas en su libro, pero destaca en cualquiera de sus capítulos y en cualquiera de sus temas la aparición, antes o después, de la obsesión racial (y en ocasiones en su versión más idiota: el simple tono de color de la piel; y hasta más idiota todavía de su reverso, llamando «negros» a blancos españoles de Puerto Rico o a filipinos con tal de colocarlos en el bando enemigo) de esos dirigentes estadounidenses del «principio del imperio», allá por 1870 y los definitivos exterminios indios, y de esos momentos en que meten marchas más largas y se lanzan a fondo, en 1898, con la adquisición digamos facilita de los restos del imperio español. Ese fantoche incomprensiblemente elevado a icono y prohombre llamado Teddy Roosevelt participa con papel muy protagonista en el empujón inicial, y junto a él empiezan pronto a agruparse unos y otros. Los discursos de superioridad, los de «más allá del destino manifiesto» (este no incluía, por supuesto, más que las tierras continentales americanas, pero qué hacían entonces con las islas hispanohablantes del Caribe, con nada menos que las Filipinas, con Guam; ¿y qué acababa de pasar con ese tercio de México que acababan de expropiar?), todas esas retóricas venidas, por increíble que resulte, de la autoindulgencia puritana de 1620, heredada de subtexto en subtexto y de generación en generación hasta 1900 (y luego hasta los que asaltan el Capitolio en tiempos actuales) se resuelven al final en lo más esquemático de todo, lo más fácil, lo más erróneo: la superioridad racial.
Pero eso es retóricamente insoportable con el paso del tiempo. Es decir, muchos lo sostienen sin pudor hace 120 años, y hace 100 y hace 50. Pero, ¿qué diferencia hay entre la proclamación de la propia superioridad cultural y la de la superioridad racial meramente biológica, si es que la hay, cuando Patton proclama en aquella cena de 1945, días antes de morir, que entrábamos en la era de la «superioridad anglosajona»? Porque el imperio de hoy, ese sin territorios y sin explotación de las minerías ajenas, pero con 800 bases militares que controlan todo, si ha impuesto algo ha sido que todo el mundo coma hamburguesas y beba Cocacola y vea cine americano y, sobre todo, adopte las normas industriales y comerciales dictadas por los vencedores de la II Guerra Mundial, claro, y por supuesto el idioma inglés (y queda para el asombro de historiadores del futuro el milagro de que haya sobrevivido el sistema métrico decimal tan «europeo»).
Todo eso es un imperio; un imperio no como los de los tiempos de Felipe II o los de la reina Victoria, sino un imperio de hoy. Pero un imperio de esa primera potencia mundial que no se priva en discurso alguno de manifestar su origen antiimperial. Quizá confiando en que, a base de tópicos y retóricas menestrales, todo el mundo siga pensando en que sólo es imperio aquello de los Hernán Cortés y compañía: malos malos malos, porque nosotros, como no nos parecemos y no vamos con morrión y gregüescos, somos buenos buenos buenos.
Pero todo esto son observaciones nuestras o reflexiones nuestras desatadas por la lectura de este libro. Quizá algunas compartidas con el propio autor, pero no lo garantizamos. Este parece atento a mantener una postura objetiva, y la verdad es que da la impresión de que lo consigue, como buen historiador norteamericano y, en particular en su caso, más bien de la escuela digamos progre, nada satisfecho con el papelón que muchos de sus compatriotas están representando o han representado hasta hace poco en muchos de estos escenarios del imperio en la sombra estadounidense. No es muy militante de nada, y esto se agradece al leerlo; pero es que la cantidad de información que vierte en su libro es tal que hace imposible (porque la información objetiva sobre el comportamiento imperial norteamericano es casi toda espeluznante) no horrorizarse con frecuencia. El detalle con el que ha investigado y presenta la historia de la presencia estadounidense en Filipinas es de tal profundidad y de tal extensión que puede agotar a algún lector solamente por el catálogo de bestialidades, muy rara vez mencionadas en público o siquiera en libros, allí practicadas casi siempre con discursos de alegría y vanagloria de «libertador» por delante: llegando a la destrucción completa y total de la ciudad de Manila mediante la artillería, como medida «inteligente» contra la presencia residual de los últimos japoneses ya cerca del final de la Guerra Mundial. No es posible entrar en detalles aquí: hay que leerse este libro.
Pero no es que haya que leérselo como acto, como decimos, militante de nada. Hay que leérselo como puesta al día de Historia. Hay un idioma nuevo, un sistema de acceso original a la narración, unos sobreentendidos de hoy en la escritura que conecta al autor con el lector de hoy. Hay toneladas de humor, incluso en los momentos más trágicos de la instalación paso a paso de ese «imperio puntillista» (las islitas o bases militares por todo el planeta, frente a los grandes mapas de territorios ocupados de antaño); el capítulo 20, en el que muestra hasta qué punto puede que algún listo se inspirara en las novelas y luego en las películas de James Bond para hacer ciertas cosas reales es para troncharse. Sí, parece que a Immerwahr no le gustan las burradas teddyrooseveltianas que se han heredado hasta hoy, pero tampoco pasa de ahí: el respeto a los hechos objetivos, sean de nuestro agrado o no, es una de las características positivas de la escritura norteamericana, y en esta obra aparece superlativamente.
No podemos dejar de referirnos a Imperiofobia y leyenda negra, esa también divertidísima obra, y muy informativa, de Elvira Roca Barea, porque algo en esta Cómo ocultar un imperio nos la ha recordado en ocasiones: bucea bajo el texto la noción de que, contra lo que los automatismos callejeros han querido educarnos a las últimas generaciones, un imperio no es, por serlo, ni malo ni bueno. Y que en muchas ocasiones históricas un imperio ha sido lo adecuado y oportuno, y que en otras ha empezado siendo lo adecuado y luego se ha convertido en un horror. Pero, en todo caso, que no es una realidad histórica cuyo estudio haya que abordar, de entrada, con lo que ese discurso post-68 ha imprimido en casi todos. A lo mejor viene bien releer la obra de Roca Barea después de haber leído esta de Immerwahr. Y a lo mejor no es casualidad que la última película de Martin Scorsese (qué placer da imaginarse a los del frac saltando en este momento de sus escaños: ¡puajj, cineeee!) Killers of the Flower Moon, trate el exterminio del pueblo Osage entre unas y otras fiestas de esa tan risible y festiva carrera de Oklahoma, exterminio que junto con otros tiene su espacio en este libro. Son muchas las fuentes confesadas de información en esta obra; muchas más, en todo caso, que las consideradas serias hasta hace poco o incluso hoy mismo por algunos. Immerwahr maneja las asociaciones y las relaciones de unas ciencias con otras y de estas con la política y de esta con las artes, y luego con la gastronomía, o con las modas vestimentarias, o con las costumbres domingueras, y luego con los decretos gubernamentales, como le da la gana, pero siempre con lucidez y con erudición y, además, con humor, que la traducción excelente ha conseguido traernos hasta los hispanohablantes.
Apetece releer el libro en cuanto se acaba.