El año de la república, de José Calvo Poyato. (Novela, cuidado: no ensayo).

HarperCollins, 2022

De la primera república española (¿o Primera República?), tendríamos que aclarar inmediatamente. Nada de modas ni de ultimísimos gritos del ganado de políticos que nos aburren ya en cuanto cogen aire antes de hablar; no es la segunda república.

O sea Primera República: lo contrario, precisamente, del aburrimiento. Vaya follón. Y además con tramas y subtramas y trenzas de tramas. Por un lado se podría decir: como si le hiciera falta, como si no hubiera ya suficientes tramas y dramas (y comedias) en la parte política sola. Pero, por otro lado, bien hecho. Porque qué sería del lector si Calvo se hubiera limitado a transcribir diarios de sesiones del Congreso o a seguir la pista a los próceres por sus despachos. Hay algo de todo eso, pero sobre todo hay excusa y contexto. Es decir, los protagonistas de esta novela (porque es novela con protagonistas) son los que no son políticos. En primer lugar, Fernando Besora, treintañero director del diario La Iberia (cabecera que viene directamente desde la realidad histórica y algo desde España trágica de Galdós), y este por encima de todos. Es el narrador casi omnisciente, recuperado de una anterior novela del mismo autor, y simpático ciudadano, competente y preocupado por casi todo por lo que una persona puede estar preocupada: ¿esto hace de este personaje uno mejor acabado o, al contrario, un exceso de dibujo? Nos parece que es mejor así, porque es verosímil: a un tiempo le preocupa la ingenuidad de Pi y Margall, la dureza del asiento que ofrece a Concepción Arenal para que escriba en su redacción, la enfermedad de Paloma, su esposa, y la cita que tiene con el genealogista don Gumersindo para comer en Casa Botín; todo en el mismo minuto y en el mismo párrafo. Probablemente es así en la vida; quizá el personaje esté en ocasiones a punto de provocarse una autocombustión. Pero de momento nos inclinamos a favor de él y del autor que lo ha creado. A lo mejor es que es como cualquiera de nosotros, a los que puede que nos haga falta leer algo como esto para darnos cuenta de que estamos en esa misma situación.

Es conocido que el autor lo es previamente de decenas de ensayos históricos, y luego de alrededor de veinte novelas; además ha sido parlamentario andaluz y nada menos que alcalde de su ciudad natal, la cordobesa Cabra. Para situarnos; que nadie suponga bisoñez ni en lo profesional ni en lo escritural. De modo que la novela está escrita como un cohete (bueno, queremos decir que se lee como un cohete). Se nota el oficio, y es muy de agradecer en planteamientos como este, que a menudo han fracasado cuando no han sabido fabricar con fluidez las transiciones entre las tramas, digamos, civiles y las tramas históricas y conocidas (sí, esas, las de los diarios de sesiones). Naturalmente, lo primero adonde nos lleva la idea de la novela es a la quinta serie de los Episodios galdosianos, como ya hemos apuntado. Galdós, a propósito, es uno de los secundarios con los que más se relaciona el protagonista, con la excusa de su asistencia como informadores a las sesiones del Congreso de los Diputados, junto a Juan Valera y algunos otros. Las tertulias que celebran después en cafés como El Suizo nos trasladan, también, a otear la sociedad de fuera de la política, y a conocer hasta el precio de los churros de la época. Historiador, como decimos, no le falta a Calvo, y se ve que en ese terreno probablemente no tiene ni que acudir a archivos. Aparte es lo que construye para cierta parte central de su obra, que probablemente supera al resto.

Esa parte central es, bien traída, la casualidad que sitúa al protagonista en Cartagena justo en los momentos primeros de la declaración del cantón. Ya veníamos avisados, naturalmente, por el desarrollo de la trama y por los simples conocimientos históricos. Pero, igual que el personaje, no se espera el lector el detalle y la intensidad tanto de lo que sucede como de la narración de lo que sucede. En este episodio, no breve ni fugaz, de la novela es donde el autor parece haber echado el resto narrativo. Es muy posible que otro autor pudiera narrar lo mismo (?) desde un punto de vista quizá favorable al cantón, si es que se puede decir así, o por lo menos no ecuánime. Calvo no da signo alguno de perder la ecuanimidad narrativa (y además a los lectores tampoco nos pilla vírgenes con ese tema, claro, del que algo ya sabemos) cuando nos hace recorrer la Cartagena cantonal y nos sumerge en las barbaridades, las salvajadas y los absurdos de aquel experimento demente. Pero no absurdos «de historiador» o «de teórico», sino muy en el suelo, en los adoquines, entre los escombros y junto a los cadáveres que ni siquiera pueden ser recogidos por falta de personal. Junto a Fernando Besora, el protagonista, el lector visitará Cartagena dos veces: como decimos, durante ese cantón y en sus primeros días de entusiasmo y vigor; y más adelante, una vez concluido el episodio cantonal, en el tiempo del luto y el desastre. En ambos casos consigue Calvo convencernos de que está hablando de seres humanos, y su protagonista es a ojos del lector, simplemente contándonos lo que ve, más verosímil que nunca. Lo cual, qué le vamos a hacer, es una de las cosas que más nos gusta y más aplaudimos de la ficción literaria.

Hace falta valor para meterse en la actualidad a escribir novela histórica. Por todas partes te van a exigir que hables bien de sus papás o de sus abuelos, o incluso de ninguno de estos pero sí de lo que la dogmática de elección del exigente exige que todos hablen bien (o mal). ¡Pero cómo se le ocurre a usted meter en una novela a Castelar sin despiezarlo por su nefasta evolución hacia el conservadurismo!, por ejemplo. ¡Qué asco me dan los que escriben sobre Pi y Margall sin condenar su izquierdismo!, por ejemplo también. Y así hasta el infinito: estamos en España. También es verdad que los que así exigen no dan demasiado susto, porque suelen desconocer de verdad quiénes fueron Castelar o Pi y Margall, y sus exabruptos cantan a insolvencia desde la lejanía. Pero algunos de los insolventes también tiene poder, así que nos reafirmamos en lo dicho: hace falta valor. Porque en El año de la república, Calvo circula y nos hace circular por entre peripecias, como hemos dicho, civiles, que casi hubieran valido ellas solas para argumento completo de una novela aparte (el robo de unos incunables y otros libros de la Biblioteca Nacional justo antes del traslado de esta), pero sobre todo nos hace circular entre los importantes del momento, todos y cada uno de los cuales han recibido en las últimas décadas su correspondiente ristra de aplausos ignorantes o de condenas infundamentadas; el caso de Galdós, aborrecido por el elemento progre hasta justo la cancelación de los derechos a los ochenta años de su muerte (casualidades de la vida), y adorado desde entonces, pero ahora aborrecido por elemento carca a causa de su republicanismo, es buen modelo de lo que decimos. Y su amigo, el muy conservador Juan Valera; y el no menos tradicional Casado del Alisal. Y también los del otro bando, por simplificar. Vamos, que hagas lo que hagas, y más si haces lo que los buenos autores, que es ponerse del lado de sus personajes, por muchos y variados y diferentes que sean (y más cuando son más diferentes de uno mismo), te vas a colocar en la diana del pimpampum.

Pero eso ha sido así siempre. Por eso hay tantos que no sólo no abren la boca, sino que hasta manifiestan cierto desapego o cierta displicencia hacia los que la abren y escriben y se pronuncian.

José Calvo lo hace a pecho descubierto, y nos da un novelón entretenidísimo y por supuesto informadísimo, que merece la pena ponerse a leer, porque no se puede abandonar hasta que se ha llegado a su página final.