Esas tecnologías en lo público o en lo privado

Esas tecnologías en lo público o en lo privado

 Las tecnologías que han transformado nuestra sociedad. Artículo firmado por Naomi Oreskes y Erik M.Conway. Investigación y Ciencia nº530, noviembre 2020, págs. 60-66

 

Casi entran en el reino de la profecía esos famosos pasajes de Sartori, en su obra Teoría de la Democracia, en los que se refiere a las que denomina «cascadas de información» y a continuación ilustra el progresivo abandono de esta condición, la de cascadas. La información, viene a decir, ha sido hasta ahora cosa de unos pocos emisores, o muy cualificados o muy privilegiados, que han ido dejando «caer» hacia abajo dosis calculadas de lo que era conveniente o posible que las gentes conocieran. Y ello no parecía que pudiera ser de otro modo. Hay un hecho, y hay un observador que lo es por la altura a la que contempla las cosas, y que procesa la verbalización de ese hecho (no olvidar que x+2=y es otra forma de verbalización) y que «deja caer» desde su altura cierta parte de esa verbalización… pero no a la población, sino a cierto grupo intermedio, que también habita muy por encima de esta, y que a su vez procesa lo recibido, lo re-verbaliza y deja caer hacia alturas menores que la suya, quizá ya a la población o quizá todavía a un grupo que está aún por encima de esta… y así hasta que se llega al suelo por debajo del cual no hay más caída: el votante, el ciudadano, el «pueblo» que es sólo receptor y nunca emisor de información. Pero este esquema, que parece describir adecuadamente cómo han sido las cosas desde que tenemos conocimientos históricos, empieza a modificarse en nuestros tiempos y parece que ya no hay tantos escalones, ni tantas cascadas, ni tanta altura entre base y tope de las cascadas, y hasta se diría que… casi empieza a no haber cascadas. Esto está escrito a mediados de los años 80 del pasado siglo.

No nos vamos a demorar demasiado en describir lo que es visible. Ya cuando se dieron los sucesos de la Primavera Árabe quedó definitivamente consolidada la noción de horizontalidad de la información. Para cuando las autoridades tunecinas o egipcias decidieron cortar la señal de telefonía, todo el mundo sabía, porque se habían recibido en los móviles del resto del mundo las imágenes, lo que estaba sucediendo. Cascadas, más bien poco, y grupos mediadores casi ninguno.

Ahora Oreskes y Conway, la primera profesora de historia de la ciencia y el segundo profesor de historia, tratan en sus libros estos asuntos pero desde su peculiar punto de vista, que no se nos hace fácil compartir (como explicaremos a continuación), si bien en este artículo conjunto, que parecería una sinopsis de sus obras, introducen ideas que necesitan ser dichas o contradichas tantas veces como sea posible, porque se observa y se oye que hay general confusión acerca de ellas. «Antes del siglo XIX, la mayor parte de los inventos e innovaciones eran fruto de la tradición artesanal entre personas que no se dedicaban a la ciencia», por ejemplo. Continúan: «Así surgieron la brújula, la pólvora, la imprenta, el cronómetro, la desmotadora, la máquina de vapor o la rueda hidráulica». ¿No percibe ya el lector, sólo con esta enumeración, el sesgo de los autores? Hay sesgo y, sin embargo, es correcto lo escrito. Como cuando afirman: «La aviación despegó antes de que se desarrollara una teoría de la sustentación». Correcto también.

No dan señales de querer meterse a considerar ni lejanamente a qué se le llamaba ciencia en el siglo XIX, que ni siquiera hace tan poco tiempo era lo mismo que hoy, por no hablar de esos tiempos de la brújula o la (muy lejana) pólvora. Tampoco parecen interesarse por unos personajes que quizá no podríamos considerar «artesanos» y que hicieron ciencia, y no técnica, sin saber ellos mismos (y nos da igual) si hacían ciencia, o no ciencia, o lo que fuera: por coger algunos al azar, Leeuwenhoek, Jenner por qué no, un poco antes Bernoulli (Daniel), un poco más tarde, vaya usted a saber, ¿Ramón y Cajal?

Es más que interesante reflexionar y escribir sobre las tecnologías que están cambiando la vida pública y la vida privada, porque es un hecho que lo están haciendo y a primera vista da la impresión de que en mucha mayor medida de lo que nadie había previsto; hacen muy bien estos autores en dedicarse a eso y en extractar su obra para un artículo en una revista de alta divulgación como Investigación y Ciencia. Pero no se puede hacer de un modo, digamos, demasiado constructivo si no se abren previamente los propios horizontes. Porque la reflexión se va a quedar corta, o va a llevar a conclusiones equivocadas, o va a dar lugar a reflexiones aún peores. Hay que tener mucho cuidado con la divulgación, porque la mayor parte de sus lectores no tiene defensas para evitar el error, la omisión o, en el peor de los casos, el engaño.

Cualquiera que haya viajado al Estados Unidos académico en cualquiera de sus niveles conoce un problema que florece allí cada día en cada aula como si fuera el primero: el solipsismo de aquella sociedad hasta hace poco demasiado adulada, demasiado victoriosa, demasiado publicitada ante ella misma un poco a la catalana. Mil y un estudiantes de últimos cursos de secundaria europeos vuelven de su viaje irritados ante las repetidas lecciones de que «the americans» lo han inventado todo, y porque sólo «America» disfruta de esto o aquello (beneficio social o político, o incluso científico o técnico), y el rechazo con el que es recibida cualquier sugerencia de ampliar algo el punto de vista (y no llegamos a los estudiantes universitarios de Historia cuando intentan explicar qué pasó en las Cortes de León de 1188, porque a veces la cosa acaba hasta con violencia). Quedará para siempre en la triste memoria de muchos miles de telespectadores aquel mítico programa de La Clave, dirigido por José Luis Balbín, en el que un capitán de policía de Nueva York se puso a intentar a explicar quién era «un sabio de la antigüedad» llamado «Aristotél» a sus contertulios que, normal en ese programa, eran del nivel de Gustavo Bueno, Fernando Savater, Julián Marías, Jean-François Revel o cosa parecida, entre otros franceses y de otros países, todos los cuales se miraban unos a otros como preguntándose si le paro yo o le paras tú.

Y eso es un problema, en particular cuando tratamos con la formación y las obras de los autores científicos o intelectuales del país del mundo que más «papers» produce al año, y que tiene prácticamente copada la difusión no divulgativa, y también la divulgativa, de la ciencia por lo menos en occidente.

Estos autores, Oreskes y Conway, voluntariosos, no consiguen dejar de pertenecer a esa que en el futuro algún buen historiador llamará «tradición científica norteamericana 1950-2020»: todo, todo, todo lo inventaron los norteamericanos, especialmente todas esas tecnologías de las que el artículo quiere hablar y que tanto nos han cambiado y previsiblemente nos cambiarán todavía más la vida. Cosas que la verdad es que cuesta comprender cómo desconocen (pero las desconocen casi todos): el cine lo inventó Edison, claro, y se desarrolló en «America» y entretiene gracias a Hollywood (no obstante el mayor número de producciones de los estudios de Bombay, o la época de la UFA, etcétera); ¡hasta la televisión! la inventaron los americanos (y para qué van a preguntar a ingleses y alemanes si tienen algo que decir, ni siquiera a aquellos de los años 30 que la inventaron); pero es que también la radio, y hasta la física cuántica. No hay suficiente espacio en juzgado alguno para solicitar correcciones. Lo de los alternative facts no lo inventó la extraña Kellyann.

Pero a los autores les importa, a la postre, algo que por supuesto tiene verdadera enjundia: toda esta tecnología que empezó siendo «de la información» y ahora es definitiva y ampliamente «de la comunicación», y esta más privada que pública, está teniendo ya mismo una consecuencia incontestable: está difuminando la frontera entre lo público y lo privado: «la frontera que separa a creadores y consumidores es cada vez más difusa». Y citan, se diría que sin saberlo, a Sartori: «En el pasado, casi toda la información circulaba en un único sentido, del periódico, la radio o la televisión, al lector, el oyente, o el espectador. Hoy en día el flujo es cada vez más bidireccional».

Bueno, bien observado. Podríamos objetar que se comen en esa reflexión el papel del poder político no empresarial, pero estamos de acuerdo. Aunque concluyen su artículo muy poco después de estas palabras con la siguiente profecía: «Para bien o para mal, cabe esperar que sigan difuminándose muchas otras fronteras convencionales: entre el trabajo y el hogar, entre profesionales y aficionados, o entre lo público y lo privado». Quizá convenga pensar acerca del problema de esos «profesionales/aficionados» (esos tutoriales de internet hasta para una operación de apendicitis con abrelatas) o, sobre todo, acerca de esa fusión público-privado: pero, amigos historiadores de la ciencia, ¿qué mundo privado puede haber si no hay uno público, y qué mundo público puede haber si no hay uno privado, cuando cada uno necesita al otro para su propia definición?

¿Y por qué caéis ahora y sólo ahora en la invasión de lo privado desde el ámbito público? Uno diría que eso es lo que ha pasado desde la más remota antigüedad y hasta hace muy poco e incluso sigue pasando, cuando todos en el pueblo saben a quién se llevó anoche a su casa fulanita o fulanito, o qué horribles muebles se ha comprado mengano para su casa en su última excursión a las fábricas de muebles. Explicaré esta observación con una pregunta: ¿de verdad cambia tanto las cosas que exista Instagram y las gentes pongan morritos y se exhiban a través de él? ¿No es lo mismo que se viene haciendo en las plazas de los pueblos desde que hay plazas en los pueblos?

En esas plazas, el que no quisiera exhibirse no se exhibía. ¿Acaso Instagram es obligatorio? Sea preguntado todo esto sin discutir, como decimos, la premisa mayor: es visible que las cosas están cambiando, sí, pero… ¿en eso?