ESPIRÚ Y FANTASIO

ESPIRÚ Y FANTASIO

Los rivales, pero europeos: queda siempre esa espina

 

Hay un fenómeno editorial, y en consecuencia uno lector, que es de esos que casi todos perciben pero nadie menciona, relacionado con las historietas, también llamadas comics: algunas tienen éxito o tuvieron éxito en su día, pero ni entonces se mencionaba demasiado, ni hoy se menciona nada de nada. No vamos a perder espacio relacionando otros casos, porque ahora nos interesa uno que hemos encontrado en mercadillos de verano contra toda previsión: las historietas de Espirú y Fantasio, de Franquín. Aunque no los creó el mismo Franquín, sino que los heredó de Robert Velter y Jijé; pero los entendidos dicen que eso, que estuvo muy bien, llegó a su mejor versión cuando Franquín se hizo cargo de todo. Y los que lo leíamos en la infancia no dudábamos en mencionar a Franquín como el autor. Y resulta que entre unos y otros de los de por aquí reunimos casi toda la colección de la época antigua.

Pero muy pocos dirán que leían, y menos que les gustaban, e incluso que conocían las aventuras de Espirú y Fantasio. Ya sucedía entonces, y ya entonces nos extrañaba. Pero hoy, cuarenta o cincuenta años después sigue sucediendo, y ya no podemos tomarlo sin extrañarnos un poco. Aquí pasa algo. Porque los libros de Espirú y Fantasio son entretenidos, coloridos, muy bonitos visualmente, increíblemente bien investigados en lo que se refiere a fondos y decorado, y atrezo y vestuarios, alcanzando desde luego los niveles de Tintín. Y en realidad, tintineros como somos sin poder evitarlo, somos también espiruleros. Esto es tomado por muchos de nuestros cofrades en Hergé como una herejía, pero qué le vamos a hacer. Ya sabe el lector que en esta web somos muy como el doctor Who, cuya comida favorita son palitos de pescado mojados en natillas (a los que no lo conocéis habrá que aclararos que no es broma). Hay que repetirlo: qué le vamos a hacer.

Lo primero es que los comics de Espirú y Fantasio pertenecen, a ojos de la mayoría de los clasificadores y autoridades en general, al universo contrario al de la llamada «línea clara», que es el de Tintín. Aquí empezamos a adentrarnos en tonterías de esas de exquisitos que se las dan de agraviados por casi todo, como todos aquellos que se manifestaron en contra de que se hiciera una exposición sobre Tintín (!) en Barcelona allá por 1984, por otro lado, eso sí, todos con columnas en diarios nacionales y muy amigos de la libertad de expresión, si es la mía, habría que añadir, seguramente. Pero con estas peleas sólo se sacó a la luz un par de cosas: la idiotez de los que protestaban, y que había una especie de inquina como de departamentos universitarios entre los partidarios de esa Línea Clara y los partidarios de Lo Otro, que la verdad es que nunca acabó de recibir un nombre en el que todos estuvieran de acuerdo: línea rota, sucia, quebrada, oscura (quizá fue el que más adeptos ganó, pero no es seguro), y otras denominaciones.

Bueno, pues Línea Rota o Línea Oscura o como se le quiera llamar es lo que en primer lugar muestran estas historietas de Espirú y Fantasio. Y es, incluso para los que eran jóvenes tintineros, y ya en aquel entonces, uno de los mayores encantos de estos dibujos. Los personajes, pero también las casas, los coches, todo el decorado, parecía no terminado de dibujar, al contrario que ese perfeccionismo acabadísmo de Tintín. En particular resultaba intrigante y atrayente el mundo urbano plasmado alrededor de Espirú: las calles y las plazas, los escaparates, las aceras y muchos adoquines, todo dibujado con algunos trazos que acababan en el aire, sin cerrar: igual que la mayoría de las cabezas, especialmente en planos cortos, cuya línea de cierre no era tal, porque en un pequeño segmento desaparecía, y ponía en contigüidad el color de la frente y el del fondo de ladrillos, por ejemplo, porque de ese segmento que faltaba de la línea de cabeza salían los cuatro pelos de Fantasio.

 

 

Estamos hablando de historietas creadas y alimentadas sobre todo en los años 50, aunque luego se prolongaran durante décadas y prácticamente hasta hoy: pero el resultado fue que, de tan potentes, aquellas primeras directrices de dibujo, fueran explícitas o no, permanecieron para siempre, por encima de las modas y los estilos.

Esa forma de dibujar, y de colorear, en casi todo (pero no en todo, ni tanto como quisieran sus enemigos) tan diferente a los tintines, nos trasladaba a un mundo muy diferente al de cualquier historieta. Se pueden recordar con intensidad casi cinematográfica algunos momentos, como esa calle urbana en la hora ya algo oscura y fría de volver del trabajo a casa, al principio de Espirú y los gorilas, en que asistimos a un verdadero recital de cinema verité, rodeados de gentes «encorvadas con mirada entristecida por la rutina» (sic, ¡en un comic para jóvenes!), todos con los ojos en efecto entornados, y una calzada ocupada con un autobús atestado de personas, sobre adoquines,  y hasta vías del tranvía, y un Citroen C11 circulando… Y ahí destaca la mirada ilusionada y excepcional de nuestro protagonista, que tiene un proyecto. Tres días de rodaje les hubiera costado ese plano de tratarse de cine.

Hay un verismo, o quizá sólo una voluntad de verosimilitud, en todos los Espirús que llamaba la atención incluso al jovencito que no sabía decir que Tintín presentaba un mundo más «idealizado». La mayoría de las fachadas tienen algún desconchón por el que se ven los ladrillos más allá del estuco, los coches tienen los parabrisas sucios, los gendarmes a menudo tienen la guerrera desabrochada y un cigarrillo a medio fumar les cuelga del labio inferior. En aventuras más tardías, como ese Espirú y los gorilas, o Espirú contra Zorglub, la intervención «realista» de las fuerzas de la naturaleza es impensable en cualquier otra historieta. El diluvio tropical de los Gorilas, que casi se constituye en desencadenante del desenlace pero sucede durante tres páginas enteras casi al principio, debería ser escuela obligada de nuevos dibujantes. Todo tiene como más vocación de veracidad, pero de pronto… aparece el marsupilami. Es verdad que desde el principio nos ha acompañado la ardilla mascota, a la que los oportunos bocadillos han atribuido pensamientos y pitorreos muy críticos con sus amos… pero, como Milú, de momento hemos podido dejarlo todo en el rincón de los sentidos figurados, o de las licencias casi cervantinas de perros que discuten. Un punto de vista ajeno al de los héroes, quizá representante del criterio del lector: «Pues vaya tontería acaba de decir»; «Contra enemigos menores yo también gano», y comentarios, por decirlo rápidamente, tirando a bordes. Pero el marsupilami es otra cosa, y mientras escribimos esto recordamos que además se constituyó en causa (o por lo menos excusa) del rechazo de tantos hacia estas historietas: ¿un animal con colores de leopardo y volumen más o menos de chimpancé pero con un rabo como una anaconda y una inteligencia de delfín?

Por más que a los jovencitos de entonces nos pareciera un bicho estupendo, que además protagoniza algunas escenas importantes, unas cómicas y otras violentas (es la palabra, sí: no se descartaba el conocimiento de la violencia en las educaciones de aquella época), la verdad es que a algunos, digamos a la mitad de los posibles lectores, la fantasía de algo así les ponía nerviosos y les hacía rechazar la historieta en su conjunto. Está bien; probablemente nos pasa a todos con algo incluso sin que nos demos cuenta, y nos comportamos como maniáticos con alguna cosa en algún entorno en particular. Pero esto siempre pareció excesivo, dado el resto a lo que renunciaban sólo por su disgusto por uno de los factores que construían estas historias.

No da la impresión de que compitieran Tintín y Espirú como a veces parecía que lo hacían, si había que atender al ánimo de algunos de sus partidarios. Parece como que ambos fueran muy a su aire, sin importarles nada de lo demás. Ya comentamos aquí algunas cosas de Tintín hace tiempo; por lo que se refiere a Espirú sí que se puede hablar de un terreno en el que siempre pareció ir por delante del reportero belga del tupé: el retrato de los tipos verdaderos de la Bélgica o, ya puestos, de la Francia de los años 50. A menudo parece estar contemplándose algún fotograma del primer Truffaut o de alguna película con Lino Ventura. Los tipos que en los bares beben Pernaud ante un cenicero triangular de Cinzano lo hacen a menudo con un pañuelo al cuello pero no en plan dandy sino en plan algo barriobajero, algo Pierrot el loco. En los colmados hay cierta pobreza, que entonces no tomábamos por tal (eran iguales a los de aquí): ¡hay espacio libre en el mostrador de madera junto a una báscula Toledo! Hay otra viñeta inolvidable, de nuevo urbana, y una vez más de la hora del crepúsculo, de un escolar volviendo a casa con su bufanda, su carterilla de cuero viejo de la que sobresale una regla, y una expresión entre cansada y dormida, con la cabeza incluso ladeada, que nos da a entender que en esa cartera van cinco kilos de libros: como cualquiera de nosotros en aquellos mismos años.

Nos importa traer aquí a Espirú y Fantasio por varios motivos: por hacer justicia a unas historietas que ocupan muy bien ese escalón más alto del podio de la época junto a su rival o su complementario Tintín; porque incluso puede que haya que aceptar que gana a este en algunos aspectos, por ejemplo en el naturalismo o por lo menos en la atención a fenómenos y fuerzas que a Tintín no le interesaban, como ese cansancio de trabajar de los ciudadanos, o esa preocupación por las tonterías pomposas del alcalde de Champiñac, o… la preocupación por contar la verdad a sus lectores (Fantasio es tan periodista como Tintín). Tiene también a su profesor Tornasol en la figura, puede que mucho más desarrollada, del conde de Champignac, «Pacomo Hegesipo Adelardo Ladislao, conde de Champiñac», como dice en algún momento, científico muy avanzado pero bienhumorado en general, mucho más conectado al mundo y hasta politizado, como muestra en Los siete Budas, ayudando y dando refugio a los que escapan de la dictadura china recién constituida. Espirú y Fantasio, a menudo a la estela de su amigo el conde, acaban también involucrados en cosas de la política de la época aunque a veces, como buenos europeos de los sesenta, algo ajenos y quizá hasta superiores ante ciertos conflictos, golpes de Estado y revoluciones en según qué países, habitualmente sudamericanos; hay quien ve en ello la expresión de un racismo europeo inerradicable.

¿Siempre será así? ¿Las historias europeas están condenadas a incluir esa arrogancia ignorante hacia los de piel más oscura o, de no hacerlo, a ser catequesis buenistas insoportables como las que en la actualidad proliferan? Los españoles harían mal en no reconocerse como objeto y víctima frecuente de ese racismo, ignorando lo que dicen de ellos muchos de los que viven «del Ebro para el norte» (y los españoles que viven al norte del Ebro son españoles a estos efectos para los que viven de Bruselas para el norte, que no se hagan ilusiones). Y sería útil que pensaran en ello cuando a su vez se ponen «europeos» al hablar de «moros» y cosas parecidas. Dos de las mejores historietas publicadas en el siglo XX, que además hacen profesión explícita de antirracismo en muchos episodios, contienen por cierto nociones sutilmente racistas en su subsuelo: ¿sólo se puede superar esto convirtiéndose en un gilipollas de los que corrigen los géneros gramaticales?