Hijos de

Hijos de

 

La revista XLSemanal publicó la última semana de julio pasado una peculiar entrevista, traducida, celebrada a la vez con la hija de Billy Wilder y la hija de Ernst Lubitsch, ahora octogenarias y se diría que en plena forma. Aparte de las preguntas más tontorronas, del estilo de ¿cómo era Lubitsch como padre?, que no hay quien conteste, nos ha gustado leerla porque ambas mujeres parecen conservar una lucidez que se diría (injustamente) que hasta hace poco era más propia de edades menores, y sobre todo son capaces de poner en distancia su experiencia de relación con esos monstruos de padres digamos un poco «a la europea», como a menudo se adjetiva algo en el Estados Unidos donde residen desde su segunda infancia. Ambas hijas de judíos exiliados, uno alemán y el otro austriaco, como es sabido, Nicola Lubitsch hasta es superviviente del primer naufragio civil provocado por los alemanes al comenzar la II Guerra Mundial, el del Athenia, en el que su aya la llevaba a América. «Como los demás niños habían sido encerrados en sus camarotes por sus madres, que se habían ido a cenar, se ahogaron todos», aclara Lubitsch, sin que conste que haya en ese momento expresión emocional alguna. Las dos mujeres se interpelan de vez en cuando (se conocieron de niñas, pero no se habían visto en 70 años) y parecen conectar, sobre todo, en que ninguna tuvo una relación con su padre como las relaciones que veían a su alrededor. Para empezar, los veían «poco, porque siempre estaban trabajando»; eso no los hacía malos, porque en otros momentos ambos se entregaban a sus hijas, viajando varios días en tren a la ida y otros tantos a la vuelta para llevársela a Los Ángeles desde Nueva York (Wilder tenía fobia a volar) o tocando el piano mientras inventaba historias locas para ella (Lubitsch era un cerebro de producción continua). Son mujeres serias, con cierto toque de buen humor, muy lúcidas, que al final no tienen más remedio que expresar que, con todo y a estas edades, no han terminado de procesar su peculiar circunstancia de «hijas de», de jovencitas aprovechando la limusina que pudieran alcanzar para ir a un estreno, por así decirlo, pero luego, como es natural, ocupadas en no ser solamente ese «hijas de».

Todo esto nos ha hecho recordar que, entre unos y otros, también conocemos a bastantes «hijos de» de por aquí. Puede que algunos de estos tuvieran que aceptar que «hijos de» pero a una escala local o, digamos, regional; pero también puede que a alguno se le pudiera atribuir la cualidad de hijos de alguien que es importante incluso a escala internacional.

Y resulta sorprendente hasta qué punto no hay uniformidad entre sus formas de ser y estar, la de su infancia y la de ahora su madurez avanzada, contra lo que el tópico a veces pretende y hasta la misma denominación sugiere al agruparlos. Y a lo mejor también esta lectura nos ha sugerido que muchas de esas diferencias de «hijodeidad» se debían ya hace cincuenta años, y siguen debiéndose hoy, al concepto que de sí mismos tenían y transmitían los padres. Pero en la mayoría de los casos esto no se podrá saber, porque estamos tratando de padres en su mayoría ya fallecidos, desgraciadamente.

Como si fueran fáciles la infancia y la juventud como para sumarles, encima, tener que cumplir con expectativas de idiotas, o con suposiciones de ingenuos, o con pretensiones de paparazzis.

Claro que había y hay diferentes categorías de hijos de, en función del tipo de mérito o brillo de sus padres. Los que por aquí conocieron a estos seres señalados hace cuarenta o cincuenta años apuntan que se trataba sobre todo de casos, salvando las distancias, más parecidos que lejanos a los de las hijas de Lubitsch y Wilder: padres famosos o casi famosos por la cosa artística a la que se dedicaban, o literaria, musical, pictórica, cinematográfica, y no tanto lo que en 2021 ganaría en las encuestas callejeras si se preguntara quién o qué es para usted eso de ser famoso, que indudablemente resultaría que es más famoso el que menos ha creado y menos ha discurrido, y en general el que más ha gritado y aparecido en pantallas de móviles o de televisión, o más veces se ha cortado hasta el pelo de las cejas grabándose a sí mismo para luego publicarlo y estar en boca de «todos» (?) y ser imitado hasta que alguno se corta una arteria con la afeitadora y palma, y ese ya es el colmo de lo famoso. No, aquellos hijos de lo eran de gente con oficios y en todo caso, como decimos, no eran tampoco un gremio de iguales.

Los hijos de la literatura y el teatro solían ser modestos y ni lo anunciaban, y sus compañeros acababan sabiendo que lo eran del hijo de uno de los grandes dramaturgos o novelistas porque se lo decían en casa. Los hijos de la pintura y la escultura y afines tampoco iban por ahí gritándolo, pero sí que era bastante general que parecían haber heredado todos cierta habilidad, en ocasiones admirable, para el dibujo y la pintura (y no es ningún disparate la hipótesis de que ahí podría haber algo hereditario, claro). El grupo de los hijos del cine probablemente encerraba la mayor diversidad interna: estaban los que no hablaban más que de las estrellas superconocidas y superinternacionales que estaban rodando con «papá» y ayer, martes laborable y lluvioso, con examen de Mates al día siguiente, cenando en su casa; y solían ser los hijos de los cineros que más salían en las revistas por sus sucesivos emparejamientos y desemparejamientos (lo cual no tenía nada que ver, por otro lado, con su posición política: durante el franquismo la gente se separaba y se juntaba todo lo que podía, aunque las autoridades no lo aprobaran, oiga). Estaban los chicos serios, a veces hasta oscuros, hijos del cine serio y no siempre oscuro ni trágico, pero más modesto en general (aunque alguna estrellíssima local cobrara en oro). También estaban los ácratas, hijos del cine más digamos ácrata, que por casualidad coincidía con la pertenencia a familias más pudientes, dicho muy rebajadito.

Luego había hijos de de diferentes categorías profesionales, según el gusto o la admiración más o menos pueril de los profesores: «Esto lo digo especialmente para los que sois hijos de médicos», decía algún profesor, que se había enterado de que en esa clase había tres o cuatro de esos, y le parecía que el siguiente comentario sobre las derivadas era especialmente interesante para ellos. Otros señalaban como hijos de a los de abogados, por ejemplo, o más bien abogados famosos. Y así con muchas profesiones.

La mayoría de estos antiguos hijos de crecieron y supieron mirar de lejos su condición filial, y puede que algunos aprovecharan legítimamente «lo que ellas puedan tener de hospitalario», mientras que otros fueron a saco a explotar su condición (y la explotaron, la quemaron y la perdieron), mientras que otros han estirado y estirado hasta los programas televisivos mensuales como entrevistados  que «su madre» o «su padre» le dijo una vez en confianza que no le tenía ningún aprecio a «ese» o «esa» (que en esa temporada es de nuevo famosillo por un nuevo matrimonio, o por un nuevo encarcelamiento o algo). También están los que han conocido desde el principio tan a fondo el hedor de los oropeles que se han hecho mayores sin tener la más mínima ambición de vestirlos, y se han hecho científicos o aparejadores o historiadores o informáticos o comerciantes o jardineros sin más problemas que los que tiene el resto de la humanidad.

Algunos hay que flotan por ahí, sin embargo, a la estela de «papá», menospreciados en su gremio, que es el de «papá», sin ellos saberlo y sin ser capaces de llegar a saberlo por más que algún día alguien se lo grite, porque su aislamiento de sus iguales ya desde la infancia, y sus privilegios y su racionalización posterior de los mismos durante su primera juventud, los hicieron tan sordos y tan ciegos a la realidad de los humanos que eso ya no hay quien lo arregle.

Y eso, que parece tan fácil, tan probable que suceda, es lo que la hija de Lubitsch y la hija de Wilder han tenido la suerte de evitar, quizá gracias a ese «poco verles» que ambas comentan. Ambos padres concebían su oficio como un oficio más, un trabajo entre otros posibles que podían haber tenido, pero que les gustaba más (lo cierto es que Wilder tuvo unos cuantos antes de dedicarse al cine); no estaban en el cine por ese oropel ni mucho menos por el glamour o por el cotilleo o el famoseo que parece ser lo que muchos buscan. Quizá la supervivencia como entes intelectivos de los hijos se deba en gran parte a esto. Porque parece que a menudo los artistas que lo son sin gusto por su arte y sí por su «influencia» o su «poderío» o su «fama» acaban tratando a esos hijos como groupies o como admiradores o como siervos de su arte. Y hoy pueden verse hijos maduros que no son más que eso, siervos del arte (o del bufete, o del estudio, o de la clínica) de los padres.

Luego resulta que casi en todos los padres de todas las profesiones podríamos encontrar motivos para la admiración y el aplauso, una carrera profesional que, aunque desconocida del público, fue esforzada de principio a fin, o una disciplina laboral de cartujo, o mil circunstancias más, lejos del brillo, pero en el mismo territorio que hace a los hijos de algunos «hijos de». A lo mejor todos somos «hijos de»; y la diferencia es que no se ha contado adecuadamente lo que hicieron nuestros padres. Puede que merezca la pena hacer una prueba.

Qué asunto tan complicado.