Hobbes una vez más

El nuevo arte de la guerra, de Rafael Dávila Álvarez. La esfera de los libros, 2022

Rafael Dávila es uno de los generales más condecorados y más ampliamente preparados y expertos de nuestro ejército, uno diría que no sólo del de hoy sino de todas las épocas. Recién retirado, se dedica, entre otras cosas, a escribir. Si se lee el pormenor de su currículum y sus reconocimientos, no le queda a uno más remedio que leerse su nuevo libro, El nuevo arte de la guerra, con la esperanza de encontrarse ante un nuevo Sun Tzu, claro, como mínimo. Y no le vamos a negar que quizá lo sea, y por supuesto no le vamos a negar todo lo demás; pero el título engaña. Porque este libro no continúa aquellas reflexiones, ni las de los que las continuaron en siglos posteriores, ni aporta de hecho algo que pueda ser llamado exactamente reflexiones o análisis del suceso bélico. Ahora, cuando quizá muchos estaríamos deseosos de que los que más entienden de ese asunto nos iluminaran con seriedad e inteligencia, para que quizá podamos saber qué podemos esperar de conflictos como la guerra de (actualmente, ya veremos en un futuro) Ucrania o de otros, sale este título reclamando nuestra atención y resulta que lo que nos ofrece es, simplemente, algo así como un discurso de desquite ideológico contra los antibelicistas.

Que está bien que los rivales de los antibelicistas se pronuncien, desde luego, y no por el procedimiento habitual de arrasar nuestra ciudad con su artillería o acabar con nuestra población con su infantería o así, sino por escrito y organizadamente. Pero es que no es eso lo que se anunciaba de este libro. Y da rabia, porque si a alguien le pica por la parte de detrás del intelecto curiosidad alguna acerca de la ciencia bélica, o del arte bélico, o simplemente de la filosofía bélica, pues aquí no lo va a encontrar. Y dé gracias, porque lo más probable es que lo que encuentre serán unas cuantas referencias despectivas a personas que piensan así o asá o que dicen esto o lo otro, entre las cuales seguramente se va a encontrar el mismo lector.

Por organizarnos, aclaremos que, según este texto (queremos ser rigurosos, y no descartamos que este texto no exprese todo lo que piensa Dávila), todo aquel que se pronuncie como partidario de la paz, o amigo de la paz, o que prefiera la paz a la guerra (o unas cuantas y numerosas variantes más), es un ingenuo ignorante que sólo en algún caso, hipótetico por desconocido, podrá librarse del insultazo de «buenista» (sic). No da cuartel el autor a quien no piense como él, y nos deja claro que sólo se puede no pensar como él si se es un idiota.

Y no da materiales el autor para que los lectores comprendamos cómo es posible que no sepa ni conozca ni alguien le haya avisado de que es posible aborrecer tanto ese buenismo como la práctica real de la guerra, esa que consiste en matar a lo bestia, en destrozar cosas y casas y personas mucho más allá de las instalaciones y el personal que a su vez está intentando destrozar lo tuyo, porque la guerra en su realidad externa a los manuales y a las ensoñaciones es eso siempre, y no se conoce guerra alguna que se haya limitado a cargarse al personal militar enemigo y al material y a las instalaciones militares o siquiera civiles pero «estratégicas». Y lo cierto es que el autor no niega esto, e incluso se podría decir que lo reconoce. Pero es que lo que reconoce va mucho más allá.

No hay alternativa: están él y los que piensan como él, y luego estamos el resto, todos iguales y agrupados bajo ese epígrafe de idiotas buenistas, como decimos, y no existen más modos de pensamiento, ni matices, ni posibilidades. Se trata de un texto blindado, que expresa, se diría, una convicción completa, esférica e inaccesible no ya a la duda sino al más leve matiz, texto, entonces, con el que no se puede dialogar. Pero me parece que somos muchos (uno se sentiría tentado de decir que somos legión) los que, sin gustarnos la guerra, sabemos, entendemos y decimos que hay guerras que se tienen que llevar a cabo, y que en muchas, muchísimas ocasiones históricas los «buenistas» (en la versión de cada momento: los pacifistas de 1914, los despistados de 1939, los hippies de 1963, los partidistas de 2004, etcétera) no han hecho más que incordiar, y se han puesto, sabiéndolo o no, del lado de la opresión y la injusticia, y han retardado todo lo posible la buena solución de los conflictos y en definitiva el reequilibrio de la vida colectiva alterada por las acciones del matón, del dictador, del enemigo de la mayoría.

Claro que estas calificaciones también da la impresión de que a Dávila le parecen ingenuas y pueriles. Algo le ha hecho sentir al autor que, sea cual sea el título del capítulo de su libro en el que estamos, lo que tiene que hacer es repetirnos una y otra vez que no lo vemos pero que la realidad es que la paz nunca ha sido otra cosa que una ficción: que siempre estamos en guerra. Siempre hay guerra, todo es guerra, hasta la paz es guerra porque es todavía más guerra porque sigue siendo guerra pero oculta y engañosa por tantos idiotas que se creen que es paz. Y esto lo toma alguno y lo traduce a filosofema y nos lleva, como en busca de una corroboración, a la dialéctica, a Demócrito, a Heráclito y no muy expresamente pero si muy detectablemente a las clásicas hegelianadas. Y Hobbes por todos lados.

El empeño es admirable. No hay una sola página que no contenga esta didáctica, hasta tal punto que en ocasiones parece un libro enfadado o, desde luego, militante. Además, como decimos, hobbesiano (quizá sin pretenderlo, quién sabe) y desde luego darwinista. Por todas partes brota, entre las palabras, el manantial de la noción del más fuerte (no el más preparado), el más recio, el más duro que será, además, el que merece la victoria. Por un lado, nunca se sabe qué determina el curso de una batalla; por otro, si alguien la gana es que se lo merece. ¿Y cómo se merece? No está del todo claro, pero parece que no habiendo aceptado idea alguna de ese «buenismo», que en esta obra, como hemos dicho, abarca todo lo que no sea asentimiento ante la idea de que «todo es guerra, y negarlo es estar ciego».

Está claro que no cabe la conversación, porque esta sólo se podría dar si el libro no hubiera dejado tan claramente sentada su posición de simplificación a priori y desprecio de las posiciones no idénticas a las que expresa. Probablemente es sólo no querer renunciar a toda esperanza lo que nos llevaría a no dejar de decir que está muy lejos de ser tesis general de la filosofía esa de que todo es guerra en todo momento, y que quizá merece la pena examinar a los (buenos) autores que sostienen que la paz es posible, incluyendo en ese examen el descubrimiento de que no todos los autores que lo dicen son unos ignorantes simplistas, sino que saben de qué hablan y reconocen las complejidades de esa paz que se propone. Y a lo mejor también es absurdo enfrentarse a la postura del libro intentando que este entienda que hay muchas nociones de sociedad y de entendimiento que incluyen, oh, sí, la convicción de que todo en la existencia es conflicto, pero que no es obligado reducir la noción de este conflicto a la noción hobbesiana, ni mucho menos a la militar y artillera, y que en la misma vida en paz ese conflicto sigue siendo conflicto; no es necesario partir de ese Hobbes (se sepa o no) y acabar concluyendo que es necesaria una jerarquía. Hobbes puro: porque si no hay ahí alguien que nos suelte un garrotazo, nos matamos a garrotazos entre nosotros. Vaya una solución.

Tiene mucho de regaño enojado este libro, y eso hace que no esté del todo claro cuál es su público, porque el que se mete a leer cosas así desde luego no se va a dejar regañar. En todo caso, sugiere la quizá fértil idea de que no sólo son los buenistas los que simplifican las cosas.