01 Abr La luz de la noche. Los grandes mitos en la historia del mundo
Autor: Pietro Citati
Traducción de Juan Díaz de Atauri
Acantilado
San Pablo nos dejó montado un buen lío. Y no hace falta, desde luego, ser ni creyente ni fiel ni la versión más leve de afiliado a cualquier modalidad cristiana para ser consciente de ello, a la vez que afectado. Esta cosa hoy en día para algunos algo vaga pero en todo caso muy real que se llama cultura cristiana y, con protestas de algunos otros, también cultura occidental, se empieza a cocinar precisamente en sus epístolas. Que nadie se asuste: no sólo con sus epístolas, sino en. Y lo que tenemos entre manos en la actualidad delata suficientemente la complejidad de la noción ya desde sus mismos comienzos, en aquellas frases del apóstol como cabreadas, y más que cabreadas, y a menudo feroces. Así que menos mal que luego vino Agustín de Hipona, porque este abrió las esclusas que Pablo había cerrado en su enojo, y así nos permitió respirar un poco a los del futuro.
Pietro Citati nos pasea por muchos mundos en su precioso libro, pero nos ha llamado la atención en esta lectura el tratamiento que da en particular a su segunda parte, en la que san Pablo irrumpe tonante. Y no es que Citati busque excusas para lanzarnos de cabeza al mundo de los dioses antiguos y hasta modernos. La salida se realiza ya a la carrera en territorio y en tiempo escita y, vestigio a vestigio de los pocos que han llegado hasta nuestros ojos, podemos reconocer los orígenes de las narraciones sublimes que han fundado nuestras religiones; narraciones que fueron muy pronto atacadas, casi destruidas y luego reconstruidas por ese Pablo de Tarso tan excesivo. Citati pone frente a frente a Pablo y al platonismo, y desenreda esa madeja frase a frase; pero no deja de ser eso una paradoja más del de Tarso, porque si algo queda claro leyendo las mismas epístolas es que si hay un platónico por las cercanías, ese es él. Las cosas, como decimos, las trae Citati de antiguo: poco dios hay en el Antiguo Testamento que no esté ya en parte o a trozos en las mitologías de los Urales, y no digamos en las índicas. Pero cuando seguimos la pista a esos personajes todavía en formación, como el Jehová de Isaías o de Salomón, y llegamos al despegue de nuestra era, ese Pablo se va a encargar de devolver las ternuras de san Lucas o las precisiones de san Mateo a las escuelas primarias, porque aquí estamos tratando de eso mismo de lo que se está tratando desde 2.000 o puede que 3.000 años antes, que tiene poco que ver con morales o ni siquiera con éticas. Aquí lo que hay, lo que san Pablo impone, aunque no lo dice nadie y Citati tampoco, es metafísica de la línea dura, radical y se diría que hasta iluminada dado el grado de certeza y de rotundidad en las expresiones. Nada de lo que se desee o se obre o se ame tiene nada que ver con ese Dios paulino que la verdad es que, al final, y en contra de todo pronunciamiento expreso, se parece más al antiguo dios de los filósofos, o como mínimo a ese motor inmóvil aristotélico, que a otra cosa. Él y sólo él decide y asigna y sentencia, porque así son las cosas, y punto, parece decir el apóstol.
Pietro Citati nos ha regalado un libro de reflexión en su modalidad más pura y, por cierto, gozosa. No lo dice todo, pero deja al lector en situación de que lo termine de decir él. ¿Qué es eso de los mitos? ¿Acaso no habríamos podido desarrollarnos como especie sin ellos? Puede que sí: pero no seríamos diferentes de los rinocerontes, claro. Porque sólo si hay memoria mítica puede comenzar a haber a continuación esa cosa hoy en día para algunos algo vaga pero en todo caso muy real que se llama cultura. No hay para una sociedad posibilidad alguna de ascender al rango de cultura si no es apoyándose en un mundo de mitos que no forzosamente tienen que ser narraciones del origen, aunque naturalmente estas caben, pero que tienen que incluir inevitablemente esas descripciones de las mismas decisiones que tomamos hoy, pero de cuando las tomaron personajes cuya calidad no se discute y, además, es inalcanzable para nosotros. De los escitas a los micénicos y a los zoroastrianos y de estos a los hebreos y de estos a los cristianos hay recorridos mucho más cortos de lo que parece observados de lejos, y basta un agradable paseo por cada uno de esos mundos para percibirlo; ¿y el Tao y otras culturas del Este lejano? También. ¿Y los aztecas? ¿Y Dante? ¿Y Montaigne? ¡También! ¡Hasta Leopardi!
No se pone Citati en plan didáctico. No nos explica la composición química del mar en que navega, ni los vectores de fuerzas que se suman empujando el barco: nos pasea, simplemente, por él. En realidad el lector va a tener la impresión de que le enredan, porque la reflexión seduce y envuelve, da más vueltas a su alrededor y alrededor de las ideas que recorremos, y pronto parece que no hay más mundo que el de las páginas de este libro.
Parece que no quiere el autor dar el paso de decirlo con toda claridad, o que a lo mejor lo está diciendo pero tan en clave que pudiera no ser percibido: se diría que ese Pablo tan protagonista de la segunda parte de las cuatro de esta obra es al mismo tiempo el héroe y el villano de nuestra cultura (esa cosa quizá vaga que algunos llaman occidental cristiana, y otros sólo con uno de esos dos adjetivos, y otros incluso con otros adjetivos de catálogos de adjetivos extravagantes): porque en un momento histórico de una intensidad quizá sin igual todo confluye en él, y todo pasa por él, y él y no otro es el artesano de todo; pero no deja Pablo de ser esa cosa vaga que otros llaman ser humano y se diría que hay mucho, pero mucho, de persona problemática y hasta perturbada en la proyección que hace de sus propios problemas a esa metafísica que, en efecto, no admite respuestas pero tampoco copias, de tan dura que le sale: casi, incluso, ni ontología, porque aquí, en esa abstracción que recibe el nombre de mundo, todo es degeneración, corrupción, degradación, erosión y hediondez. Curiosa adaptación de la idea aristotélica hecha por un platónico que nunca se termina de permitir del todo serlo (ni algunas autoridades posteriores, hasta el día de hoy, permiten con tranquilidad que se le llame tal). ¡Si el ser humano no tuviera cuerpo serían diferentes las cosas! Pero, ¿acaso hay alguien que no perciba el camino de horrores al que esa noción nos ha llevado?
Pero luego vino Agustín. ¿Otro platónico? A este sí que se lo llaman siempre sin problema. Puede que lo sea, pero gracias a él a los humanos se nos volvió a permitir tener cuerpo. Dice Citati: Agustín trata a Dios con una corporeidad, hasta con una sensualidad, para las que no hay igual hasta santa Teresa. Ya lo conocemos: y todos los mitos amolados por Pablo hasta la pulverización reviven en Agustín ahora si no del todo comprensibles, por lo menos inofensivos. Puede que aún tengamos una oportunidad. Agustín es nuestra duda, nuestro desamparo, nuestra desesperación, y a continuación nuestro deleite en las alegrías, nuestro regreso a la vida. Con ser, según esas autoridades, la idea de Agustín una especie rara de aquel griego «mundo de las ideas», resulta que no se puede apartar la impresión de que Agustín escribe literatura, describe en metáforas, mientras que Pablo, por desdeñar, parece que desdeña hasta la escritura misma. Hay que tener cuidado de no resbalar: Pablo puede ser el apóstol del amor, pero ese amor es agàpe; ¿y acaso Agustín no es el patriarca del amor humano? Desde luego: pero ese amor es eros.
No es ociosa la diferencia: la tensión entre agàpe y eros ¿no nos recuerda nada de nuestras propias vidas del siglo XXI? Y de pronto nos descubrimos buscando conexiones con esta actualidad nuestra en que casi está a punto de estar penalizado eso que llaman sexualizar con la mirada (o lo está de hecho), pero es obligatorio querer a quien es obligatorio querer a causa de sus menores posibilidades económicas o de su procedencia geográfica lejana; y los que imponen las penas y las obligaciones son los mismos. Quizá de momento el partido lo va ganando san Pablo, y por eso sentimos que hay algo en la actualidad que no es demasiado compatible con la supervivencia de lo mejor de nuestra cultura.