La tregua, de Primo Levi

Pues (quién sabe por qué) nos dio por coger una tarde de estas La tregua, si, la de Primo Levi, y volver a leerla. A lo mejor estaba el día lluvioso, o plomizo, o a lo mejor soleado pero las cosas de la vida estaban atascadas; no hay forma de recuperar lo que pasaba alrededor de esa novela, o más bien no novela, desde el momento mismo en que la abrimos por su primera página. Como todo es muy complicado, no pudimos terminarla en esa misma tarde, sino que tuvimos que esperar a la siguiente para poder cerrarla y, como las veces anteriores, quedarnos como tontos sin poder salir de un estado algo así como meditativo, o más bien degustativo, todo lo contrario de pasivo, aunque cualquier pedagogo que nos viera desde lejos sólo percibiría que no nos movimos de la butaca durante una hora y se pondría a gritarnos «¡Ocio activo!» Eso te lo producen unos cuantos libros, quizá con La tregua a la cabeza (y, sabiendo lo que todos sabemos, nos ahorramos circunloquios y la llamaremos novela por abreviar). Y, como es natural, cada vez que la lees se te queda pegada una música diferente de todas las que hay en el texto.

En esta ocasión, por causas descontroladas, nos ha resonado una y otra vez ese final aterrador. Cuando vuelve, por fin, después de un año y pico de campo de concentración, después de treinta y tantos días de tren absurdo por una Europa devastada tras casi cinco meses de vagabundeo, a su no tan lejano Turín, lo que sucede es que «me costó trabajo que mi familia me reconociese». Esos tres o cuatro meses que habían pasado desde la tregua bélica inicial en la zona de Polonia donde estaba, y el posterior armisticio, y luego el descontrol desorganizado de viajes y destinos, ya le habían dejado reponerse en cierta medida de las enfermedades y el hambre infernal. Pero, por supuesto, no era el mismo que su familia recordaba, y no por la barba y los cambios físicos. Tuvo que forcejear. Nos dice, muy formal: vi que mi casa estaba en pie, y en mi familia no faltaba nadie y estaban bien. Y luego: me costó trabajo que… Después de todo lo pasado, del campo de concentración de  Monowitz-Auschwitz, de todo lo innombrable vivido; y después de acabado todo eso, y la prolongación diabólica del alejamiento ya sin autoridad alguna que se responsabilizara, tiene todavía por delante el trabajo de que su familia acepte quién es.

Siempre hay dos problemas cuando una persona es devorada por un sistema penal arbitrario, sea el estatal, el social, o el mismo familiar: el problema de esa persona y el problema de su familia. El detenido sabe en cada momento qué está siendo de él, dónde está o, como mínimo, si está vivo. La familia no lo sabe, claro, y, si conserva algo de lucidez, empieza a despedirse del secuestrado para siempre. Esto sucede incluso en la actualidad y en circunstancias triviales, no traumáticas, quizá habituales: el hijo que trabaja a 2.000 kilómetros y del que hay que despedirse tras cada visita; el que se va a un viaje lejano e inhabitual de esfuerzos físicos inciertos; cualquier separación que contravenga los impulsos, aún vivos en los mamíferos más evolucionados, de custodia y protección de las crías, por ejemplo. Cuánto más sentirían, si conservaban algo de inteligencia, los familiares de un detenido en Turín en 1943 por las milicias fascistas (fascistas de verdad, no eso que se dice por aquí), y encima judío. Me parece que ese esfuerzo porque le reconocieran, que, con su elegancia indespegable, Primo Levi deja sólo en esa frase, tuvo mucho que ver con que, simplemente, reconocieran que estaba vivo. Sólo se puede pensar que, desde la detención de su hijo y hermano, los familiares casi no tuvieran otra cosa que hacer cada día más que acostumbrarse a la idea de que no lo verían más. Sucede que  se ha impuesto en décadas recientes la idea de que los que vivieron en el tiempo mismo de la Segunda Guerra Mundial no sabían, por ejemplo, nada de la existencia de los campos de concentración; y eso es una mentira fácilmente desmontable sólo con atender a los relatos de los que en efecto lo vivieron. Se ha ampliado la idea de que quizá muchos no conocían la práctica del exterminio sistemático de judíos, homosexuales, gitanos y todos los demás, y se ha acabado extendiendo que no sólo no se conocía eso, sino que no se conocía ni siquiera que esos campos (o muchas otras cosas) existieran. A lo mejor eso es una pieza más de la excelente propaganda pro-nazi post-bélica, o puede que sea sólo cobertura de colaboracionistas con sentimiento de culpa (más probablemente). Pero se desmonta en cuanto se lee (hasta hace poco todavía había algunos a los que incluso se les podía escuchar de viva voz) cualquier libro de memorias de los contemporáneos de aquello. Nadie dudó en casa de Primo Levi de que su destino iba a ser, si sobrevivía a las primeras horas, un campo de concentración. Y que en este, su destino iba a ser, casi con toda seguridad, la muerte (lo cierto es que de los seiscientos que fueron con él sólo regresaron a su casa tres). Y eso se sabía. Y muy afectada mentalmente tenía que ser una familia para no despedirse para siempre de su hijo detenido en esa época y en ese lugar. De modo que, a la vuelta, más que aquilatar calvicies o barbas, delgadeces o gorduras, lo primero tendría que ser el choque de la contradicción de lo que a esas alturas ya se podría llamar orden natural: ¿cómo, pero sigues vivo? No es posible; no es posible que seas tú. Ya nos habíamos acostumbrado a que estuvieras muerto.

Es difícil suponer qué haría uno en esa situación en el lugar del que vuelve. Quizá rendirse inmediatamente. Luchar por demostrar la propia identidad, o simplemente la propia verdad, en ocasiones puede ser lo más agotador concebible. Hay que ser muy despierto y muy capaz para entender por qué tus padres o tus hermanos no entienden o no se creen que tú eres tú, y a continuación saber combatir esa creencia hasta vencerla. Pero quizá lo más trágico es que los otros también tienen que ser muy capaces para aceptar que tú eres quien dices ser, y no ese muerto, muerto orgánico o quizá más a menudo metafórico, que ellos mismos o alguien les había acostumbrado a pensar que eras. Podrán acomodarse mecánicamente, quizá (a veces no), a tu presencia; aceptar, más o menos, que vuelvas a caminar entre ellos o a consumir cierta parte de la comida que a lo mejor ya tenían presupuestada y repartida entre ellos. Aun con eso, será una casualidad que consigan dejar de atribuirte características de muerto, o características que no son tuyas pero que fueron deformando en el recuerdo mientras creían imposible que volvieras con ellos.

Cuando se viven sucesos de gravedad extrema, de los que quedan en la historia, lo que hace uno es simplemente vivirlos, negociar con ellos, remar para donde se pueda, evitar que la ola te revuelque, y salir adelante. Probablemente son los que no los han vivido los que después atribuyen y fijan la escala, la gravedad, la grandeza de esos sucesos. Muy posiblemente todo depende de cómo se formule. Los europeos nacidos en la segunda mitad del siglo XX no tenemos que pararnos a pensar, ni previamente a elaborar, reacción alguna a la mención de «campos de concentración», «Auschwitz», «nazismo» y «solución final»: son todos sinónimos del Mal en cualquier idioma. Muy diferente es el significado que tienen esas palabras para los que de verdad vivieron en ellas. Primo Levi es una de las muestras probablemente más puras, porque ha sabido ser dos hombres a la vez, el que lo vivió en sus carnes y luego el que lo contempló desde la distancia. Sabiendo que estaba contando historias del imperio del Mal del que él era protagonista por víctima, al mismo tiempo nos contaba las sencillas y triviales historias de la venta fraudulenta de gallinas hinchadas con agua a cambio de más cantidad de huevos de la habitual (y esto no es una metáfora ni nuestra ni de Primo Levi). Me parece que los ciudadanos de esta época ya tenemos suficiente leído y oído como para saber que el Mal no se va a presentar entre nosotros con forma de Darth Vader ni de un gran macho cabrío precedido de fanfarrias sino, probablemente, con forma de burócrata adocenado semiconsciente, o de tik-toker banal, o de cantautor con sonrisilla.

Primo Levi nos deja advertidos. La asimetría entre las fuerzas del Mal y las que lo combaten es notable. Los esbirros del nazismo son idiotas y vacíos pero perfectos en su idiotez. Sólo en La tregua, que transcurre íntegramente una vez que se ha acabado la guerra para él, ya nos describe la minuciosidad perfecta con que los nazis, en su retirada, no han dejado en los cuarteles que iban abandonando ni una bisagra, ni un grifo, ni un clavo en la pared. Pero son miles y miles de soldados intercambiables, grises. Las unidades más o menos descontroladas del Ejército Rojo que le liberan junto a sus compañeros son un desmadre de desorganización y de falta de autoridad. Al acercarse el día de su repatriación, tras cuatro o cinco meses de vagabundeo casi onírico por las estepas bielorrusas y polacas, las autoridades soviéticas, o más bien los rusos que de vez en cuando deciden algo a falta de tener superiores que les den órdenes, comunican de viva voz: dentro de 10 días juntarse todos aquí en el patio, que por fin hay tren. Levi comenta preciso: y dejaron que la orden se transmitiera de unos a otros, de unas personas a las de al lado, sabiendo que así todos la conocerían; si hubieran sido los alemanes lo habrían hecho mediante carteles en los que se clasificaría al personal en grupos, se daría un lugar del patio a cada grupo, una hora exacta y una advertencia de ejecución al que no fuera puntual. Sin embargo, esa guerra la había ganado la «desorganización». Luego, como sabemos, esa Alemania «del Este» que se quería la más enemiga posible del pasado nazi no fue más que la continuación más perfecta posible de la Alemania nazi; y esa Unión Soviética que a día de hoy, más o menos con otro nombre, sigue casi sin reconocer que algún otro país participara en esa guerra, estudió, aprendió, asumió y mimetizó, como si le hiciera falta, una enorme cantidad de vicios y miserias de ese país derrotado. Por ejemplo, su cuadrícula organizativa. Y a lo mejor eso ayudó a que aquella Unión Soviética rígida y prácticamente nazi del 92 terminara de caer.

Muchos han alabado, clásicamente, esa especial mezcla de esperanza y de oscuridad de Primo Levi. Puede que no sea tanto, sino que cuenta sencillamente lo que vivió, que fue muy oscuro; pero es que lo cuenta sin gimoteos, con lo cual la oscuridad es más visible pero al mismo tiempo algo así como más serena. Pero es que parte de lo que vivió fue precisamente ese compulsivo querer vivir de un veinteañero inteligente. Quizá se quedó siendo para siempre ese veinteañero. A lo mejor si le pilla todo eso cincuentón no hubiera corrido detrás de esos huevos medio fósiles o de ese pan medio de arena que al final le hicieron sobrevivir. Quién sabe. Lo que sí está claro es que nos da un ejemplo de cómo hablar de la vida sin catequesis ternuristas ni tremendismos enfáticos. Esto es lo que me ha tocado vivir, así lo he manejado. Si eso no es literatura, no hay forma de saber qué es literatura.