La última rosa del verano, novela gráfica de Lucas Harari. Dolmen Editorial

Probablemente hay que estar atentos, en la medida en que se pueda y sin menoscabar otros placeres, a la evolución de la novela gráfica en esta época en que algunos popes ya han declarado que ha llegado a su madurez y ya es lo que es y siempre será, mientras al mismo tiempo y en la sala de al lado, otros han sentenciado a muerte y como mínimo al cubo de la basura (azul) a cualquier objeto que se haga llamar novela, con el adjetivo que se quiera y si es «gráfica» mucho peor, y que no sea lo mismo que A la busca del tiempo perdido. Eso dijeron del cine cuando Intolerancia, la de Griffith, y en tantas otras ocasiones similares. Pero a poco que lo mires te darás cuenta de que el asunto no está ni mucho menos terminado de hornear, y que surgen cosas nuevas, ideas originales, técnicas o enfoques que no se habían visto antes, cada poco tiempo.

La última rosa del verano es una novelota (gráfica) que se presenta al lector con un formato atractivo de los que hacen que la boca de uno se haga agua, pero incómodo como sólo puede serlo un tochazo de tamaño mayor que el A3; de hecho, abierto, a lo mejor resulta que tiene más superficie que The Times. Y eso, además, es un peso, aunque en este aspecto se ve que los editores han pensado algo en el estado de la sanidad en España, o así, y se han lanzado a imprimirlo en lo que hasta hace poco se llamaba «papel volumen», como tirando a hinchadito de aire, de modo que no pesa demasiado, o por lo menos no tanto como el comprador se prepara para arrastrar cuando coge el ejemplar en la librería.

Ilustración de tapa. Ojo al contraluz. Ojo a la chica sola en la playa. Y al color del cielo. Y a la casa racionalista.

Pero sucede que en cuanto lo abres (a ser posible sobre una mesa y con un café humeante al lado), todo eso se te olvida, y quedas secuestrado por el trabajo de Harari.

Hablamos de un dibujo de lo que, de haberse confeccionado hace treinta años, estaría reclamando la etiqueta de «línea clara». Y que da la impresión de haber absorbido todo lo que de bueno se puede absorber de una ensaladilla cuyos ingredientes principales fueran el más evolucionado Hergé (aunque ya tenemos regalos por adelantado de esa estética hasta en los contraluces de La estrella misteriosa), probablemente el último e incluso el exterior a los últimos Tintín, y desde luego, en proporción algo mayor, Franquin, el mejor Franquín, el de los Espirú más tildados entonces de modernistas, los de Zorglub e incluso alguno un poco anterior como El refugio de la morena, que es un tratado futurista no sólo de diseño de interiores y de tecnologías sino de diseños pictóricos y de estilos de comic que estarían vivos, y están hoy, como se ve, cincuenta y sesenta años después. La osadía cincuentera de dibujar una villa en la Costa Azul «de las modestas» (encalada, con dos arquitos, tejado a dos aguas cubierto de tejas españolas, apenas un jardinillo con tres cactus) desde arriba, algo así como desde lo alto de la ladera a cuyo pie está la construcción, en la orilla misma del mar, y hacerlo con apenas ocho o diez líneas y unos planos de color plano, y sólo con esa sencillez conseguir hasta la sensación de calor y de sesteo estival, es una virguería, una gollería, una delicatessen visual que lleva al lector a quedarse unas cuantas horas simplemente contemplando, y poco a poco hasta oyendo el pequeño oleaje y las cigarras acaloradas y hasta oliendo el olivo que asoma por un lado. Luego, al emerger, se preguntará uno por qué está recordando algunas cosas del cubismo amable, desde luego de Cézanne, y hasta algún Miró. La última rosa del verano trae todo esto por debajo, pero desde luego no trae sólo esto.

Se trata de una historia quizá policiaca, aunque más bien lo policiaco cubre o nos introduce a otra historia o a otra realidad, muy al estilo clásico de los policiacos sociales de los Ross Macdonald y de aquellos años cuarenta. No importa quién robó o quién mató a quién, sino el mundo que la investigación de todo eso nos descubre. Y en este caso partimos del París canicular de algún año de los cincuenta, y las circunstancias nos llevan a esa villita destartalada (esta, además, está destartalada) de la costa y, sobre todo, a las excelentes vistas que desde ella se obtienen de la villa cercana, ultramodernísima, en la que pasan cosas intrigantes normalmente en la oscuridad de la noche o, como mínimo, en el contraluz de los ocasos. Y nuestro protagonista, un pringadete al que su primo encarga que vigile su casa mientras los obreros la remozan, se va a ver enredado por la joven de esa casa cercana y por la pandilla de esa joven, que nos van a trasladar con su comportamiento y sus modales y sus juicios y mucho, mucho, con su aspecto, a esa época retratada sólo desde arriba (y un poco desde abajo también, es verdad) en la hitchcockiana Atrapa a un ladrón, o quizá en Y Dios creó a la mujer , o en Bonjour tristesse, o en esas lluvias y esos soles portuarios de Pierrot le fou, y otras que a lo mejor sólo con estas pocas menciones ya empiezan a bullir en la sesera del lector. Vaya referencias raras, distantes unas de otras y además frikis, ¿no? Pues esta novela gráfica sale de ese caldo. Y a lo mejor, como si no lo hubiéramos hecho en quincenas anteriores y fuera esta la primera vez, puede que sea otro momento más de reivindicar, ya que estamos en esas batallas, el trabajo de Franquin en sus infravalorados espirús, como una referencia digna de ser mencionada al mismo nivel. Si el lector no conoce todavía esos títulos de Franquin que hemos mencionado, échele valor y acérquese, y verá.

Pero entonces Harari hace de su capa un sayo, y dice: si ya tenemos todo esto, ¿por qué simplemente quedarse aquí, por qué no seguir adelante, y avanzar pintando lo que pienso y no lo que veo (por ejemplo)? Y ahí es cuando la fascinación del lector-contemplador sube de punto.

Cuidado, son 7 viñetas: del Plano General, arriba, jump cut a corto de esa habitación con acción en secuencia. A este lado no está James Stewart con su cámara, pero casi.

Pero, a todo esto, decíamos lo de Intolerancia y eso, ¿verdad? Es que hay algo en la novela gráfica más avanzada, y de línea clara, y de color, que inevitablemente, aunque no sé si esto les gustará a sus autores, va derivando hacia el cine. Todavía no nos meteremos en el detalle milimétrico de si los planos primerísimos de cosas y su eje con los del personaje son así o asá: simplemente, parece delatarse esa vocación, o por lo menos esa tendencia, en las páginas en las que se suceden las viñetas sin palabra alguna, mostrando la narración y su progreso se diría que… como el cine (con perdón). En ocasiones estamos más cerca de un storyboard de los buenos; en otras ocasiones no es eso, sino narración visual directa. Antes y después de esta especie de interludios meramente visuales hay páginas en las que, por el contrario, lo que predomina es el diálogo y hasta la acotación o la narración de autor. No vamos a ser nosotros quienes prescribamos a la novela gráfica lo que tiene que hacer o dejar de hacer, claro. Solamente anotamos lo que vamos viendo y leyendo, porque lo que sí sabemos es que es un medio que (ahora sí opinamos) no está ni mucho menos terminado de configurar, y que a menudo da la impresión de seguir buscando y buscando su propio material expresivo. No sólo algo tan sencillo como «más imagen y menos palabras» ni lo contrario (aunque también), sino…

Pero lo bonito es que mientras busca o no busca, podemos deleitarnos un rato, o varios ratos, y hasta repetir el deleite, con obras tan bien trabajadas y con fundamentos tan bien asimilados y luego de tan bonito procesado como esta novela.