La verdad fantasma, la teoría fantasma, la ciencia fantasma

La verdad fantasma, la teoría fantasma, la ciencia fantasma

Steven Johnson: El mapa fantasma. La epidemia que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo moderno. Traducción de Cristina Mbarichi Lumu. Capitán Swing, 2020.

 

No, calma, no va sobre el Covid19 ni sobre la actual epidemia. Simplemente, ha coincidido. El original inglés, en realidad, es de 2006 (The Ghost Map: The Story of London’s Most Terrifying Epidemic and It Changes Sciencie, Cities and the Modern World), pero leído hoy resulta por supuesto algo diferente a lo que hubiera resultado en los inocentes años anteriores al actual. Está escrito en tiempos de aquella gripe aviar que, si recordamos, fue uno de los primeros candidatos a culpable allá por diciembre de 2019, hasta que se descartó. Gripe que sirvió, allá por 2004, para conocer el estado de las protecciones sanitarias occidentales: «(…) se puede decir que existe un riesgo mínimo de que emerja una pandemia global a causa de esos virus, razón por la cual, históricamente, a las autoridades de salud pública de Occidente no les ha preocupado la cuestión de si los avicultores del otro lado del mundo se han vacunado contra la gripe». Desde luego, riesgo mínimo cuando se trataba de una gripe que no se transmitía entre humanos, sino exclusivamente de ciertas aves a humanos.

El mapa fantasma es en realidad un libro de historia, un ensayo especializado, o casi una novela de época. Nos cuenta que la epidemia de cólera en Londres en 1854 fue diferente a otras incluso cercanas en el tiempo. Y eso fue así por diferentes motivos, y a la postre por uno principal: sucedió cuando en las cercanías del foco, en el Soho, ya vivía y ejercía la medicina John Snow, y también muy cerca ejercía su sacerdocio y sus aficiones científicas Henry Whitehead. Y eso fue una de esas circunstancias que de vez en cuando se han dado en la historia de la cultura que algunos se regodean en llamar «serendipias» pero que son simplemente casualidades de las que conocemos unas pocas, y de las que no conocemos sobre todo las que no se dieron, que quizá sea por lo que todavía un cáncer de páncreas sea esa putada que es en lugar de una simple enfermedad latosa, o no sepamos reconstruir del todo una médula espinal seccionada en ese accidente de coche, o… todo lo demás que no sabemos: porque a lo mejor alguna vez hubo algo que, de haber estado presente la persona adecuada, esta hubiera tomado buena nota y a continuación habría sabido cómo desarrollar la observación hasta llevarla a resultados… que hoy no tenemos. Y en aquel Londres se juntaron además la existencia de una profesiones inverosímiles (rescatadores de cadáveres en las alcantarillas, varias más de ese tono), la hartura de cierta parte influyente de la población y su expresión en la composición de ciertos órganos municipales, y un modo de vivir que hasta entonces no se había frecuentado demasiado, que facilitó como hecho a propósito el desparrame infeccioso. Entre otras cosas, edificios de viviendas con 7 plantas, en cada una de las cuales podía llegar a haber cinco o seis viviendas de una habitación, cada una ocupada por una familia de cinco o siete o nueve hijos. Y sin cuartos de baño, por supuesto. En el mejor de los casos, al fondo de la escalera, un cuartucho con agujero en el suelo desde el cual un tubo iba a parar al sótano del edificio, que ejercía de pozo negro a imitación de las viviendas rurales sólo que aquí sin salidas naturales. O, para empeorar las cosas, algunos sí tenían esas salidas, pero no construidas intencionadamente sino fruto de los desperfectos, en dirección hacia nada menos que las fuentes de las que todo el mundo se nutría directamente de agua en los cruces de calles.

«Toda enfermedad es un olor», afirmaba Whitehead, entre otras muchas cosas: la teoría miasmática estaba en su momento de triunfo a mediados del siglo XIX. Pero no debemos atribuir todo el combate contra eso a Pasteur, 40 años después. Como suele suceder, este recogió ideas y tradiciones de precursores (lo cual lejos de quitarle mérito, se lo agranda, según cómo se mire). Por aquellos mediados de siglo ya hablaban muchos de microorganismos, dándoles diferentes nombres, y desde luego sin poder probar de momento su existencia. Así que, como con otras epidemias (y de cólera había habido muchas; prácticamente una y a veces dos cada diez años; y además varicela, y sarampión), lo que parecía claro era que el contagio se producía «por respirar un aire» o «unos miasmas aéreos». Cómo se iba a dudar de ello, si con conocer la proximidad en cadena de los contagiados ya saltaba a la vista.

Pero saltaba a la vista, quizá, de lejos. John Snow, mil veces santo inventor de la anestesia moderna e investigador durante toda su vida de diferentes y nuevas modalidades de la misma, que ejercía como anestesista junto a colegas médicos en operaciones de todo tipo, vivía como hemos dicho por ahí cerca y tenía un ojo entrenado de otro modo. En ciertos domicilios sólo se infectaban dos o tres de ocho o diez habitantes, pero en otros lugares, incluso lejanos al foco central del Soho, eran todos los vecinos de un edificio los que caían infectados. En fin, El mapa fantasma nos lleva de la mano, como si los fantasmas fuéramos nosotros, por las calles del Soho, detrás de Snow, y nos hace presenciar sus conversaciones y sus pesquisas. El libro está ordenado, extremadamente bien documentado, y hasta tiene valor para detenerse en tres nociones, aunque sin subrayarlas, que son para nosotros las fundamentales:

1- Todas las pruebas que entonces se podían obtener avalaban la teoría miasmática. Y con ello se frenaba o se frenó hasta el bloqueo cualquier avance que empezaba a darse por otros caminos. Retrasó por lo menos dos o tres décadas la derrota del cólera, en particular.

2- Si se puede considerar divertido algún episodio de toda esta tragedia natural, lo sería el recordado de 2 siglos antes, cuando en el mismo Londres se extendía la peste, y todas las pruebas que entonces se podían obtener refrendaban la idea de que la peste la transmitían los perros y los gatos. El mismo municipio de Londres dio la orden formal de exterminar a estos animales, y así se hizo. Y con ello se consiguió que la peste se multiplicara, claro, porque las ratas portadoras de las pulgas con peste acababan de ver cómo sus dos depredadores naturales habían desaparecido, y proliferaron exponencialmente. Pero todo hacía pensar que se había adoptado la medida correcta.

3- Empezaba a verse, en aquella epidemia de 1854, en la que muchos sobrevivían a la enfermedad, que algo tenía que ver lo que se hacía con el agua en todo momento: al beberla, al evacuarla, al no beberla en absoluto o beberla mucho más y así alcanzar la curación… John Snow, educado en el campo antes de estudiar en la universidad, sabía reconocer bien una deshidratación, y en un momento dado le pareció que… Esa piel gris y esos músculos hundidos, los ojos perdidos, la atonía… Otros como él habían tenido parecida intuición y habían dado a los enfermos cuatro o cinco litros de agua, pero morían igualmente. No iba a ser deshidratación. Pero Snow sabía y además percibía: sí, esto es deshidratación. Casi nadie se muere de cólera más que por la deshidratación que produce. Sigamos dando agua, pero no esa cantidad, sino más, mucha más (un enfermo se empezó a reponer cuando llegó al litro número 17 de agua ingerida).

Todo lo que erróneamente se creía estaba clarísimo para cierta concepción de las cosas, naturalmente, y apoyado por teorías probadas de antiguo en otras situaciones, pero al final resultó que, ciencia en mano, lo que sucedía en realidad era prácticamente lo contrario a lo admitido. Hoy sabemos que el cólera, que por supuesto sigue entre nosotros, sólo necesita para su curación eso: hidratación de la que en clínica llaman «agresiva», o sea sueros y electrolitos y agua a lo bestia. Te añaden algún antibiótico por si las infecciones oportunistas, dado que te aflojas, pero eso es todo.

Eso, y seguir cada paso de los que iban a por agua desde las casas a las fuentes, y anotar sus horas y sus familiares y su condición médica, y establecer cuadros rigurosos, fuera de tus muchas horas de trabajo: ser John Snow. Es decir, aceptar que en asuntos científicos muchas veces la verdad está en lo contraintuitivo.

No es fácil, y este libro lo narra bien.