01 Dic Leer lo que no está escrito
LEER LO QUE NO ESTÁ ESCRITO
Hilary Mantel es la única mujer que ha ganado dos veces el Booker Prize, y lo ha hecho con las dos primeras entregas de su trilogía sobre Thomas Cromwell, En la corte del lobo y Una reina en el estrado. Hace pocos meses publicó la tercera entrega, titulada en español El trueno y el reino (en el original inglés, The Mirror And The Light; las dos primeras se titulan Wolf Hall y Bring Up The Bodies). El esfuerzo de documentación y la comprensión que ha puesto en movimiento la autora para sumergirse en aquel mundo de los Tudor (y de los personajes de alrededor, sobre todo) son notables. El trabajo que ha invertido para escribir cada una de las tres novelas se hace admirable. Y ha sacado de todo ello una lectura que, si por un lado intenta ser popular y proporcionarle ingresos de best-seller, es a la vez (como tan habitualmente sucede con la novela histórica, para enojo de los exquisitos y los aristocratizantes) seriamente informativo.
Sí, traslada al lector a las calles apestosas de aquel Londres de 1520, y también a los salones pequeñoburgueses o quizá preburgueses atufados de chimeneas con mal tiro, y a los inciensos de sacristías que son aparentemente oficinas civiles, y de oficinas civiles que oficialmente son sacristías. Algunos adjudican a aquel revolcón que Enrique VIII le dio a la jerarquía de la cristiandad el carácter de «integrismo», cuando en realidad se puede defender igualmente que se trató (y formalmente se sigue tratando) casi de lo contrario del integrismo, porque no consiste exactamente en que las sotanas se hayan metido a gobernar lo «temporal», sino más bien que las autoridades «temporales» consiguieron se diría que definitivamente gobernar sobre el mundo de las sotanas. ¿Hay, al final, alguna diferencia? Habrá que pensar en ello.
Plantea la autora con toda claridad, y se diría que hasta con esquematismo, el cisma anglocristiano muy pronto, en los primeros capítulos del primer libro: «Mostradme dónde dice purgatorio en la Biblia. Mostradme dónde dice reliquias, frailes, monjas. Mostradme dónde dice papa.» Buen compendio para un primer acceso a la fe anglicana (aunque se olvida del «Tú eres Pedro etcétera»). Buena muestra de construcción con ladrillo hueco. De todos modos, podemos contestar los que no estamos en ningún lado de religión alguna, qué dios ha dicho que en la iglesia, o en la doctrina, o en la fe sólo puede haber lo que dice la Biblia.
Creemos que estos libros tratan muy de eso, y se ha trasladado al mismo estilo expositivo de la autora, que a pesar de ser escenario de erudición histórica admirable, tiene algo que recuerda a Dashiell Hammett o incluso a Raymond Chandler (ahora podemos pensar también que quizá a la Biblia): la aventura, la acción, las reflexiones, la novela avanzan mucho más por lo que no se dice que por lo que se dice. La novela negra hizo de esto virguería, y fue tan consciente de ello que hasta llegó a pasarse frecuentemente: del hecho de que el protagonista pasee ahora con una pata de palo tenemos que inducir hacia atrás que le amputaron la pierna. Por todas partes hay pudores en estos autores, se diría, que les impiden decir claramente que ingresaron al personaje en un hospital para amputarle la pierna, y es el lector por su cuenta el que tiene que poner eso.
Pero hay además otro elemento que es de pura y prescindible elección de la autora, y probablemente el que más discusión ha causado de este lado de la pantalla en la que lees: ¿recuerdas, lector, la novela experimental francesa de los 60 y 70, se diría que envidiosa del éxito de la Nouvelle Vague cinematográfica, rescatando aquel antiguo vicio francés ya casi perdido de escribir todo sólo en presente (sí, hay más vicios franceses, pero nos referimos sólo a este)? Antiguo vicio convertido en moderno, para algunos en modernísimo, y por supuesto heredado por la ensayística francesa hasta el día de hoy. Así como el gusto de la prosa francesa por los sintagmas nominales: frases enteras a base de sustantivos y adjetivos sin verbo alguno (muchos aducen: con verbo elíptico, que es lo mismo que tener verbo). No ha explicado en lugar alguno la autora por qué ha optado por estos, cómo llamarlos, estilemas, quizás, tan propios y reconocibles de cierto lugar y cierta época, y que, sin duda, van a crear dificultades a muchos lectores cuyo reconocimiento desea.
El lector tiene que poner mucho en estas tres novelas; es posible, entonces, que ese sea el mismo argumento verdadero, y toda la corte Tudor y sus líos no sean más que una excusa.
Porque en ocasiones nos sorprenderemos de llevar un rato asistiendo a conversaciones de cotillas cortesanos que intrigan para colocar a esta o a aquella joven entre las candidatas a esposa; pero esta autora es seria. También echaremos en falta algo más de rigor al tratar las inevitables cosas españolas que siempre tienen que salir en las ficciones históricas anglosajonas (nos sentimos tentados de investigar la siguiente hipótesis: tal como se dice que mucho de esa entidad llamada «España» se hizo «contra el moro», igualmente mucho de esa entidad llamada «Corona Británica» se hizo «contra el español», pero esa no es la hipótesis, porque es bien conocido que es así, sino la siguiente: la novela o el cine españoles no han necesitado desde hace siglos seguir hablando de lo malos que son los moros porque, por decirlo suavemente, ya ha dejado atrás el mohoso asunto; pero en mucha novela y mucho cine y mucha televisión actual anglosajones mencionan y dan vueltas a la luminosa idea de lo malo que es el español porque quizá no está tan hecha esa entidad llamada «Reino Unido de Inglaterra y etc. etc.» y, por decirlo también suavemente, siguen buscándose a sí mismos. Lo anoto.); pero esta autora es seria.
En cualquier episodio de las tres novelas, en cualquier acción y en cualquier diálogo hay sobreentendidos, o lo que la autora quiere que sean sobreentendidos que a menudo, nos tememos, van a exigir demasiado del lector medio, que no tiene por qué saber quién fue Jane Seymour, y que va a encontrarse con ese personaje como si la autora ya se lo hubiera presentado y caracterizado; y con tantos otros, y con (o sea sin) sucesos «elípticos» y con silencios.
Una forma en el fondo platónica de comunicarse (recordemos aquellos profesores de ontología que trabajaban con especial regodeo el mundo de las erratas de texto, lo que falta a un texto y cómo y por qué el lector lo rellena), que con dos trazos de pincel picassiano, largo y muy adiestrado, o como una mirada del gato Silvestre muy de lejos hacia Piolín, hacen innecesaria cualquier otra aclaración, porque todos sabemos que eso es parte de algo mucho más complejo, pero con eso nos basta para verlo todo.
Pasado en presente, acciones sin verbo y, para remate, lo que no hay como signo de lo que hay. Vaya. Continuaremos con ello.