Mauricio Wiesenthal: Orient-Express. El tren de Europa. Acantilado, 2020

Mauricio Wiesenthal: Orient-Express. El tren de Europa. Acantilado, 2020

 

Pasan los años, nos adentramos en el siglo XXI como si fuera el nuestro (cuidado, no confiarse), y paso a paso y libro a libro va consolidándose entre otras una idea importante acerca de los trenes y el ser europeo. Así, tan casero como suena. Pues no es tan casero. Son muchos los autores de primera categoría que no pueden evitar tener que referirse a ese fenómeno del ferrocarril como uno de los principales cimientos de lo que ya desde hace tiempo se viene trabajando en la historiografía, en la literatura y hasta en la filosofía más de hoy como ser europeo. Hace poco algún compañero recordaba por aquí cerca a Tony Judt y su magnífico «trenes, fútbol y seguridad social» como definición de Europa. Tampoco podemos dejar de tener presente el librazo Los europeos, de Orlando Figes, del que no adelantaremos demasiado porque nos da la impresión de que querremos hablar más de él en alguna próxima quincena, y nos limitaremos a mencionar que aunque trata casi exclusivamente de la Ópera que a lo largo del siglo XIX, desparramándose por Europa, fue construyendo el continente, no se aparta en ningún momento del tren, de su invención, su difusión y su colaboración a la construcción de la moderna Europa y a la misma Ópera, que a lo mejor no son sino sinónimos. Pero no decimos más de esto, porque ahora queremos hablar de Orient-Express. El tren de Europa, de Mauricio Wiesenthal, que quizá es hermano de todo lo mencionado, y puede que además sean trillizos, pero sin perjuicio de que sigamos encontrando más y más hermanos, cosa que probablemente sucederá.

Wiesenthal, que está en ese reducido club de los expertos en historia cultural de Europa, se decide a ampliar uno de sus (incontables) libros anteriores, La Belle époque del Orient-Express, de 1979, y ahora nos sumerge, barroco, emotivo, algunos dirían que desordenado, en la revisión, el recorrido, el recuerdo y la degustación de ese casi mitológico Orient-Express. Muy pronto nos deja perfectamente claro que estamos hablando de la columna vertebral de Europa, esa nueva noción de Europa después de la de los conventos, que quizá fueron su padre, junto a la Ley romana, que quizá fue su madre; pero con todo eso ya cumplido, hoy, entre las convulsiones y las contracciones de lo que se diría que es un nuevo parto, el asunto exige reflexión, organización y verbalización. Sí, concedamos temporalmente que el ferrocarril, de dos siglos para aquí, se ha constituido en uno de los padres de esa Europa que queremos y cuyo parto no acaba de terminar. Hay suficientes indicios de que pudiera ser así.

Y no es que sea exactamente una historia de esa línea, aunque historias las hay de todos los colores y todas las épocas: a menudo perdemos la pista del narrador, porque el mismo que nos describe la recuperación del tren en 2005 nos narra con todo tipo de detalles la incomodidad que le producía coincidir con Leopoldo II de Bélgica; o nos describe los sabores de aquellos primeros Riesling mientras se acompañaban de langosta antes de que los nazis decidieran abandonar su demagogia obrerista y apropiárselo todo, y a continuación compara aquello con la invasión sesentera de parisistas desorientados que resultaba tan pringosa. ¿Y qué? A nosotros no nos molesta, porque no nos ha colocado Wiesenthal en tono de arco narrativo racional, ni mucho menos en novela romántica, aunque hay mucho de novela en todo lo que leemos, y seguro que en muchas ocasiones bien repleta de licencias: y así de divertida resulta la cosa.

Además de licencias hay leyendas, y chismes que contaban los chismes que circulaban, y alegrías revividas y dolores y penas por un perdido sentido del bienestar, del placer y, sobre todo y por encima de cualquier otra noción, un sentido superior a las fronteras.

En sus sucesivas ampliaciones y nuevos «servicios» (trayectos), el Orient-Express fue tumbando, rompiendo, despreciando y pulverizando nacionalidades, y muchos llegaban a sentir que desde París, o luego Londres, hasta Estambul, y luego Varna o Atenas, un europeo lo era de cualquiera de esos lugares y de cualquier otro que quisiera sumarse. Hoy rara vez, en viajes turísticos, puede alguien sentirse tan conciudadano de personas de otros idiomas y otros aspectos; sólo siendo muy selectivo y cuidando mucho las compañías antes de comenzar llega a ser posible vivir no el sentimiento, sino la convicción de que un islandés, un alemán, un español y un israelí somos conciudadanos. Wiesenthal recuerda, describe, retrata cómo aquel tren te proporcionaba esto de golpe, incontestable, y obligaba a todos a relacionarse por encima de las reticencias iniciales con las que casi seguro todos partían.

Hay mil detenciones en el lujo, en la madera de teca, en los vidrieros que construyeron cada vagón («wagon es para el ganado, nunca digas que vas en uno»); hay quizá un regodeo algo chic en la exposición de tantos conocimientos del grand monde: ¿del autor o de sus personajes? No hay mucha distancia entre ambos, y la mayoría de los personajes son ese mismo autor desordenado, imposiblemente pero literariamente longevo, que cuenta con un estilo y con otro, y enumera objetos y luego navega por sentimientos. «Mezclas los años como en una película (…). Alternas el color y el blanco y negro, cambias los escenarios en un segundo, haces travellings endiablados a través del tiempo, fundes los planos y, a veces, me cuesta seguirte. (…) Porque no puedes haberlo visto todo. No habías nacido», le dice su compañera de viaje, su  pretendida, irónica, informándonos de lo consciente que es el autor de lo que está escribiendo, por supuesto. «¿Crees que uno sólo sabe lo que ha visto?», responde él. Pero esto no es una novela; hay personajes y hay admiraciones personales, y hay diálogos, pero hay ensayo histórico y hay muchas más cosas. Probablemente es lo que hace falta: menos teoría de «el texto experimental» y más saltar al agua y escribir sin cortapisas, tal como expondríamos nuestras aventuras y las de nuestros anteriores quizá fundidas, o sucesivas, y a nuestros interlocutores ya no les importaría quién hizo o a quién le sucedió, sino qué se hizo y qué sucedió.

Y cayó el telón de acero. Y esa Europa murió; pero murió de momento.