15 Nov Refutación del páramo
Refutación del páramo
Castellano, de Lorenzo Silva. Ed. Destino, 2021
La «Guerra de las Comunidades» de Castilla es en nuestra historia, probablemente, el mayor desafío que ha tenido que superar rey alguno, o incluso la monarquía misma, puesta en cuestión ni siquiera por nobles de la nobleza de toda la vida, sino por simples caballeros y señores y alguna señora de los lugares, que tampoco aspiraban a ser ellos mismos reyes, como tan a menudo ha sucedido en otras revueltas. Aunque, gracias sean dadas a los programas de estudio, hoy esta Guerra de los Comuneros es prácticamente ignorada junto las raíces cuadradas, Ramón y Cajal y la ortografía, no por ello deja de ser un suceso que tendría que estar subrayado en todos los colores y señalado por todas las flechas en esos cartelones con «Líneas De Tiempo» que hoy se empeñan en sustituir a los libros y las reflexiones sobre la Historia.
Lorenzo Silva ha puesto su mirada en esa Guerra, y a continuación su prosa tranquila y en ocasiones casi notarial, y acaba uno la lectura de este libro conociendo hasta el número de calzado de Juan Bravo (no la calle, sino el otro), la talla de corsé de Padilla (ídem, María), y hasta los metros que separaban a Maldonado del patíbulo cuando empezaron a empujarle los funcionarios no tan fríos como hubiera sido de desear en su caso. Al ser Silva el escritor, no cabía esperar otra cosa. Parece que este libro pudiera ser considerado en el futuro la versión canónica de aquel conflicto, aunque el autor no tenga carnet de historiador ni de profesor ni de académico, y su talante personal, al que puede cualquiera asomarse en las entrevistas que le hacen o en sus secciones fijas en periódicos y semanales, le aleje seguramente de la posibilidad de serlo, porque es un tío de modales correctísimos, bastante frío, que tiende a sonreír, y que emplea un castellano casi arcaico de tan seco y despojado de vehemencias.
Bueno: eso, por lo que respecta a los capítulos pares. No es una forma de decirlo: exactamente, los capítulos pares. Son los que dedica a aquella historia que comienza con los funcionarios de Carlos I y acaba poco después de la reyerta de Villalar. ¿Qué pasa con los capítulos impares? Que los dedica a muy otro asunto: a «metaliteraturizar» por qué le ha llegado a importar esta historia.
Y lo decimos sin pizca de guasa: no es menos interesante para el lector el proceso por el cual Lorenzo Silva, castellano del sur de Madrid, habitante durante muchos años de Barcelona, donde hizo vida y familia, llega a sentir que tiene que indagar en primer lugar en sí mismo, y luego explicar al lector a qué viene esto de ponerse ahora a confesar tamaño pecado (ser castellano), aderezado de las peores circunstancias concurrentes (apreciar a Castilla, sus pompas y sus obras), rematado todo por la peor de las soberbias: que no se iba a tragar más, hombre, que ya no, tanta mierda (Silva es incapaz de decirlo así: dice «desajustes» o algo parecido) como la que en los últimos años por fin había tenido que reconocer que llevaba tragando casi desde que llegó allí. Al principio lo desdeñaba como si se tratara de bobadas de unos tontos; luego le empezó a parecer que era cargante la frecuencia con la que los tontos se pronunciaban (oiga, que él no lo dice así, estamos transcribiendo, meta-meta-metaliteraturizando); y llega un día en que se le revienta la cosa; transcribimos, ahora sí, al pie de la letra, unos cuantos de estos episodios: «había empezado a percibir señales que me generaban una incomodidad creciente» (página 52). (En las emisoras de radio) «empecé a oír comentarios condescendientes, desdeñosos e incluso despectivos hacia la gente cuya sangre corría por mis venas» (pág. 53). «Me hartó oír por enésima vez que andaluces, castellanos, madrileños y demás vivían sin dar un palo al agua a costa de la laboriosidad catalana. Lo decía un tipo cuyo acento y cuyos comentarios denotaban su pertenencia a la burguesía barcelonesa más acomodada (…) y no pude más y apagué con rabia la radio» (págs. 53-54).
Ya nos parecía por toda su obra anterior que había mucho parecido entre el buen Lorenzo Silva y aquel amigo del Dalai Lama que contaba, libre tras ser torturado por los invasores chinos, que toda su preocupación bajo los alicates era no dar abono al odio hacia el que los manejaba sobre su carne. Por decirlo de otro modo, todos los de cierta edad sabemos perfectamente a qué se está refiriendo Silva, y sabemos también que no habríamos despachado la cosa con menos de un centenar de palabrotas de las bonitas. Culmina el reventón cuando al día siguiente de una entrega de premios lee en un diario «de los moderados» que la presentadora, televisiva de Madrid, lucía «su sonrisa mesetaria». Aquí va cualquiera y hace jirones el diario, se caga en su padre, y a lo mejor hasta se va al juzgado a denunciar al redactor por gilipollas o figura penal que el juez, si despierto, tenga a bien equiparar con esa acusación. Pero Silva coge y escribe un libro tranquilo, como salido de una contemplación, cómo decirlo, floral de las de Martín Gaite. Pero ojo, con la calidad de un libro de Lorenzo Silva, no confundirse.
En fin, Castellano nos reivindica la castellanidad con mucha calma. Discute y niega todos esos tópicos que aunque son hijos de la ignorancia más palurda, o precisamente por eso, han arraigado entre los ignorantes más palurdos. Y el primero que combate es el de la abulia y la sumisión: qué abulia ni qué leches, el territorio y las personas que levantaron la primera revolución moderna de Europa. Cógeme tú toda la producción lanar y quítamela para cobrar tus impuestos de salida, y luego devuélvemela hecha tela por tus primos de casa real lejana y cóbrame de nuevo por tus arancelitos de entrada. Y así sucesivamente: mientras tanto, otros de otros lugares demandando, exigiendo, imponiendo proteccionismos entre sus puertos de mar y sus comercios de esclavos; pues claro, yo casi que me voy a una de esas regiones «proteccionizadas» y «vacío» esta Castilla, que sí que ha sido la verdaderamente castigada por la larga lista de reyes idiotas y abusones, ladrones por decirlo con su palabra, y encima cobardes, que no se han atrevido a robar a otros.
Hay algo de lamento por lo que pudo haber sido y no fue. Hay, cerca ya del final, especial cuidado en narrar esas propuestas de ser «ciudades-estado» a la italiana, repúblicas urbanas y… lo que hubiera venido al evolucionar estas, seguro que tan diferente de lo que realmente hubo. Pero hay lo que hay, y de todos modos resulta que no es tan malo, salvo a ojos de los que se han empeñado en consolidar esos tópicos insultantes y racistas: una Castilla muy frecuentemente esquilmada y expropiada para no expropiar a otros, y sin embargo renacida una y otra vez, y hoy la imagen de la prosperidad y el trabajo (¿o es que esos señores -y esas señoras- idiotas del Liceu siguen creyendo que el trigo se cosecha solo?) Y el viñedo le pregunta al trigal: ¿por qué nos llaman páramo?