15 Abr Un occidente secuestrado, de Milan Kundera. Tusquets, 2023
Un oportunísimo anacronismo
Traducción actual de Mayka Lahoz
Encontramos recién salido del horno este librito, que es poco más que un folleto, y que reúne dos conferencias de Kundera leídas en 1967 y en 1982. Lo leemos de un trago, respiramos, y nos lo tenemos que volver a leer: porque el asombro que producen ambos textos no es fácil de digerir. Escritos en aquellas lejana y lejanísima fechas, sucede que a medida que avanzas en la lectura olvidas ese dato y vas asintiendo como al leer algo escrito ayer mismo sobre la situación de hoy mismo.
Así que lo primero que a lo mejor hay que dejarse claro a uno mismo es qué pasaba en el mundo en esas fechas. Desgraciadamente, nos basta con acudir a nuestra memoria para traerlo hasta aquí, y no tenemos que recurrir a archivos más que para el dato concreto y en general no muy relevante. Sí: 1967 en Praga, nada menos. Celebrando, oído al parche, la desrusificación de Checoslovaquia (recordad o anotad los milenials: entonces era Checoslovaquia, y creía por segunda vez en veinte años que se podía deshacer de la autoritaria presencia soviética). Y Kundera ya muy Kundera: por esas fechas ya había escrito nada menos que La broma y alguna otra de sus mejores. Y era tenido por muchos casi casi como un young angry man, que algunos hubo en esas fechas por Praga, si repasamos, y además por Polonia y por Hungría. Precisamente en esa Centroeuropa que en estas dos conferencias Kundera reivindica (¡pero en aquellas fechas!) como la olvidada por un occidente europeo al que sin duda pertenecían. Ya lo dice en algún momento: fijaos si su escritura es cirílica o es latina: esa es la división entre Europa del Este o Europa Occidental.
Impresiona, desde luego, que todo lo escrito y dicho en la primera de las conferencias está escrito y dicho en aquella Praga que todavía creía que era posible llegar a la democracia desde el estalinismo, y que de hecho estaba llegando. Se describe la actitud de algún gerifalte del partido (de ese Partido, claro, cuál va a ser) abandonando el Congreso de Escritores con amenazas algo menos que veladas, diciendo algo así como «estáis acabados». Como siempre, es admirable la serenidad de juicio que puede mantenerse aun en situaciones tan amenazadas y tensas como aquellos mismos protagonistas de la Primavera de Praga tenían a su alrededor: se limitan a satirizar a la autoridad estirada y arrogante. Pero, como ya sabemos, eso le costó la vida a alguno, y a muchos otros el exilio de larga duración, o hasta permanente. La segunda conferencia está escrita y dicha en otro planeta: 1982 fue para Europa, y puede que más para esa Centroeuropa kunderiana, un año del tramo final y agónico de ese mundo. Como siempre, el anacronismo (pero de los malos) amenaza por el fondo del escenario cerebral del lector: entonces no sabía nadie, nadie, nadie, haya dicho luego lo que haya dicho, lo que iba a pasar apenas 7 años después y cómo iba a cambiar todavía más el mundo entrando los años 90. 1982 es ya tiempo exhausto de descuento, pero ni los analistas más finos se atrevían a relacionar ese agotamiento con un final ni con nada que se pareciese a un final. La verdad es que mirándonos a nosotros mismos en aquel entonces, resulta difícil reproducir el estado mental en el que vivíamos con las cosas más horribles plenamente aceptadas; por ejemplo, conocíamos, veíamos y sentíamos esa agonía de esos sistemas «del Este» europeo, y suponíamos que esa agonía tampoco significaba, por otro lado, anuncio de un final, sino que iba a ser una agonía eterna algo así como hasta que vinieran los marcianos, más o menos; como parte de ello, en esas mismas fechas una persona-sucursal de algunos de esos «del Este», conocido como Gadafi (sí, el libio) tuvo a bien poner no sé qué ultimátum al «capitalismo» o a «occidente» así, en general, usando como palanca la amenaza de «arrojar unos misiles nucleares sobre Madrid» (sic), y por aquí leíamos eso en los periódicos y a continuación nos íbamos al cine o a cenar con los amigos. Los que lo vivimos entonces, hoy necesitamos cierto esfuerzo para percibir hasta qué punto aquel mundo y el actual no se parecen más que en los huevos fritos con patatas (porque hasta las ensaladas eran distintas); los que no lo vivieron tendrían que estudiar y preguntar mucho, porque es muy informativo conocer cuánto pueden llegar a cambiar las cosas que a menudo damos por permanentes. El comunismo, tan deseado hoy por muchos que entonces tenían 3 o 4 añitos, o incluso no habían nacido, era ya nada más que una momia infecta con sacerdotes oficiantes y beneficiados a su alrededor y todo muy arrugado y muy sudado. Y eso, que a algunos hoy les podría parecer en consecuencia inofensivo, es todo lo contrario de inofensivo. En realidad, fue algo parecido a aquel terrible tardofranquismo: ese tardocomunismo arreció en sus sevicias y sus ofensas contra las personas y la razón, y esos años 80 puede que fueran la segunda peor década de opresión del siglo XX sobre esas naciones pequeñas (Kundera le da muchas vueltas a este concepto), algunas poco más que lenguas, a las que se empeñaban en exprimir y prohibir todo lo prohibible y lo no prohibible unos dirigentes corruptos, retóricos, rancios, delincuentes y crueles y, por encima de todo, una cosa que nunca se ha dicho: catetos, provincianos, rústicos camuflados tras sus palabrejas y sus lecturitas muy escogidas por su mentor cateto, provinciano, rústico, retórico. En esta segunda conferencia se ve a Kundera, ya en París, puede que menos «alegre» o, como mínimo, menos «optimista» que en la de 15 años antes. Y se sumerge, se ve que tras haber reflexionado como pocos europeos sobre ese tema, en el tratamiento de ese tópico literario que se formula como «alma eslava». Trae varios autores, algunos de mediados del XIX, que reflexionaron sobre esa supuesta «alma» para ilustrar su convicción de que bueno, habrá «el alma» que quieran, pero que no se tiren el rollo, porque de lo que de verdad hablan los que en el 82 todavía hablan de eso es del comunismo neto y chungo, camuflado bajo versitos y poesías como esa cosa del eslavismo. «Los rusos se empeñan en demostrar que estos y aquellos y los de más allá tienen alma eslava y son eslavos, como los rusos, pero sólo para decir a continuación que, como son eslavos, también son rusos», cita Kundera de un antiguo, haciendo a su vez, para los lectores de hoy, un muñeca rusa de anacronismos oportunos. Desde luego, a ese Kundera de 1982 se le ha cocinado mucho más cierta percepción o quizá cierta convicción cercana a una especie de rusofobia que, aparte de que pudiera ser un sentimiento adecuado y proporcionado a la realidad, en casos como el suyo es más que comprensible. Hasta el punto de que, dibujando un camino paralelo a la cita de ese antiguo, sugiere que tantas maldades que solemos atribuir al comunismo expansivo, ladrón y opresor verdugo de naciones centroeuropeas a lo mejor son maldades que más bien habría que achacar a «lo ruso», porque son cosas que el imperio ruso viene haciendo desde por lo menos tres o cuatro siglos antes de que quien fuera inventara eso del comunismo. Ahora «lo ruso» utiliza como retórica esa retórica cursi y moralizante del comunismo, pero, antes de comunismo alguno, «lo ruso» se comportaba igual, si bien adornaba sus saqueos con otras retóricas.
No está mal: ¿a nadie le dice nada acerca del primer aniversario que se ha cumplido este febrero pasado?
París, Kundera, Polanski, Milos Forman y tantos otros. Creo que fue este último, ya asentado en París e ignorando todavía que daría el salto a Estados Unidos, el que se enfrentó a un periodista en pleno mayo del 68, que le buscaba la solidaridad con los manifestantes sobre una especie de sobreentendido digamos progre: un cineasta y de vanguardia seguro que tiene que estar del lado de las revueltas. Pero él contestó, da la impresión de que algo asombrado de la estupidez del periodista: ¿Pero cómo me voy a poner de parte de los que piden el comunismo sin saber lo que piden, si yo estoy aquí exiliado de un país comunista que no permite la escritura ni el cine ni el arte?
Al leer este librito se diría que «de cosas antiguas» de Kundera, el lector no podrá detener el ejercicio automático de comparación con el presente. Y a lo mejor le apetecerá preguntar algo como «¿quiere alguno de los lenguaraces de hoy conocer de verdad lo que es el fascismo?» Claro que por qué llamar fascismo al comunismo. Bastaría con llamarlo comunismo.