Alerta: Villancicos

Alerta: Villancicos

 

Déjate de erudiciones, de literatura, de zéjeles y de muwasajas (vale, es mejor la transcripción de Rodríguez Adrados, o no, por Dios, la del otro), no hay defensa ni salvación ni modo de que evites lo que sabes que es el asunto, por más que quieras mirar para otro lado, de ahora mismo: estamos en diciembre, ya mediado incluso, y ya estamos atiborrados de campanitas, panderos y cascabeles, cuando no, y probablemente además, de violines que caen en lánguida y amanerada cascada hacia la voz de Bing Crosby, maldita sea mi sombra.

Pero aquí tenemos la tarea de no dejarnos arrebatar, así que vamos a ver si ponemos orden en este basural lleno de gaviotas trinantes, que a veces sólo esa dedicación ya nos distrae de los dolores.

Vamos a no mirar a lo que hubo o quizá hubo antes de nuestras vidas. Nos limitaremos a lo que venimos recibiendo (había escrito sufriendo, pero ay, la autocensura navideña) desde que nos enteramos de que lo recibimos (ídem) en cuanto los árboles empezaban a clarear como cráneo de senador y los fríos barrían nuestra Calle Mayor con motocarros a la busca de pobres para traer a la cena. Había en España, desde ese entonces, gran afición a volverse a mirar, y recoger, cancioncitas que los locutores del NO-DO se regodeaban en llamar «del pueblo» y que, como casi todas estas, se dividían en A) las graciosas y genuinas, si bien ya con léxico que pedía investigación por arcaico, y B) las gangosas e insoportables, más comprensibles por su letra, pero en general bestias y didácticas de lo peorcito mientras, eso sí, cambiaban los acentos a casi todas las palabras: «Ha-ciá Belén váuuu-na burra…», «Que el chocó-latilló se lo están comiendó…», y así, tan adecuado para los oídos infantiles como la banda sonora del clásico italiano de la época Orgía bajo el Vesubio, por poner algo a mano.

Pero organicemos, que nos desviáis: eso de tradicionales habría que verlo, después de la transformación que los (supongamos) mejores de cada barrio (los villancicos, decimos) sufrieron allá en la Era de las Discográficas, a finales de los 50 y a lo largo de los 60: ¿qué extraña enfermedad les atacó, qué síndrome maligno les dominó? Tenemos por aquí varios LPs (sí, nada menos que en vinilo) de esos «villancicos» y ¿sabéis qué? Que en primera escucha dan la impresión de ser más bien de música militar de la rancia que cosas normales para que los niños canten.

Oye, y ya puestos, ¿a qué viene eso de los niños? Una cosa es que ellos sean los destinatarios de las toneladas de juguetes que tíos y abuelos se empeñan en colocarles, por ejemplo; pero, al otro lado, lo de que la idea de «villancico» tenga que ir pegada a la de «niño»… pues no se ve tan claro por qué. Pero estos discos de los 60 de los que hablamos resulta que han sido el pozo del que todos los que hoy son menores de setenta años han sacado agua villancical; y se diría, por lo que el Oidor tiene recogido por bares y locales de alterne (que incluyen las casas ajenas), que estas generaciones siguen tirando de ellos, de los discos aquellos, en la actualidad cada vez que se les pasa la sidra en la panza o en la redecilla o en alguno de los estómagos. No está tan claro eso de que los villancicos son para los niños, salvo porque en esos discos ponían a cantar a regimientos de actores y cantantes adultos especializados en imitar voces de niños con mocos, diciendo, quién sabe por qué, «torre de guardia» y cosas así tan poco navideñas; suponemos que la imitación infantil es para que los niños lo oigan y exijan a sus papás la compra del disco, pero tampoco estamos seguros de que sea eso.

Que las cosas villanciqueras son tres, caramba, a ver si hay modo de entenderse:

1) Las cancioncitas que se empeñan en llamar «tradicionales» y «populares», pero por lo que hemos podido investigar al ir envejeciendo son tan «tradicionales» como, por ejemplo, las de C.Tangana. Sí parece de algunas que vienen de antaño. Los peces en el río, pero mira cómo beben: fijaos que, como por casualidad, no cambian los acentos de las palabras al cantarlas con su musiquita. A lo mejor eso es buen signo de autenticidad. ¿Las demás? ¡Vaya usted a saber de dónde salen! Un poco de verso tradicional cogido de una canción de unas abuelas de Carrión de los Condes, otro verso más allá de otra cancioncilla de jota manchega de Almansa, y le meto por en medio dos o tres topicazos con palabras-código de las que venden seguro (en estos días de amoooor, a cantar al niño dioooooos). Y arreglado.

Pero eso sí: entre esta canción y aquella, o a veces dentro de una misma canción como separando estrofas o estribillos, ¡un cornetín militar de órdenes! Fijaos, y reconocedlo, y, si lo lloráis suficientemente, se os perdonará: al cantar a vuestros hijos o sobrinos estos villancicos (?) habéis metido, como si fuera parte de ellos, ese «¡Tararíiiiiiiii!» de la corneta o el cornetín. Que no está en la canción, ni en la tradición ni en lo popular. Que lo pusieron en esas grabaciones discográficas porque…, porque…, no caemos; así que preguntamos, y nos responden: porque…, porque…, nadie lo sabe. Para fastidiar. Para «militarizar» un poco ese trozo de la vida que se escapaba de la militarización general cutre de aquel entonces, dice algún retorcido. Nadie lo sabe. ¿Alguien lo sabe? ¿Por qué pusieron cornetas militares en las grabaciones de LPs de villancicos de los años 60?

Ahí tenemos una de las tres categorías de villancicos. Y vamos con la segunda:

2) Los igualmente (?) tradicionales villancicos (?) norteamericanos de la postguerra mundial (no se nos escapa que alguno viene de la pre-guerra, pero se consolidan después), y alguno incluso de más tarde, y todos muy como «de allí», pero asimilados «aquí» como si nos cantaran cosas nuestras: «Santa Claus is Coming to Town», «I´m Living on a White Christmas», «Jingle Bells». Los cascabeles suponemos que vienen de esto del carro-trineo con «bells». ¿O no, quizá? ¿También hay cosas de cascabeles en los peces que beben en el río? El caso es que estos arreglos norteamericanos infectaron todo lo anterior, y lo posterior, y lo del chocó-latilló tiene esos cascabeles, y hay versiones hasta con banjo. A nosotros qué más nos da, oye; pero que luego no nos los llamen tradicionales-populares-españoles. Esas cascaditas de violines que suponemos que se nos notará que no nos gustan demasiado inundan y conquistan estas cancioncillas como navideñas con origen en Bing Crosby, y desde ellas empapan todo, las cosas y las personas, los suelos y el aire, en cuanto tienes la ocurrencia de entrar en estas fechas en una cafetería o en un centro comercial a comprar un imperdible. ¿Por qué tienes esa mala idea y no te esperas a febrero a comprar ese imperdible? ¿Tenía que ser justo ahora? Pues toma Bing Crosby.

3) Una cosa reciente que ha llenado todo: Mariah Carey y, quizá, «All I Want For Christmas Is You». Hemos oído por ahí que es algo así como la canción pop más vendida de la historia, ¿es posible? ¿Más que Pajaritos o Macarena o Els segadors? ¿No será simplemente el «villancico» más vendido? ¿Qué ha pasado con esta canción y con la antipática Carey (mandaba vaciar los platós de Prado del Rey incluso de otros artistas cuando grababa una sola cancioncita ella, la diosa) que ha tenido este efecto de invierno nuclear?

Recordamos, para fastidiarla, una cosa kitsch de Boney M titulada, creo, «Feliz Navidad» con el muchacho contorsionándose por delante de las autómatas cantarinas: y nos viene a la memoria que esta también anda por esas clasificaciones de «lo más vendido». Que bueno, que muy bien, que vendan lo que quieran, pero es que no es eso lo que nos preocupa ni nos deja de preocupar.

Tenemos pues esas tres categorías de esas cosas llamadas «villancicos». Una, panderos; dos, violincitos; tres, pop algo rockeado. No nos olvidamos de una que no llega a ser cuarta categoría, pero que aspira a serlo: los extravagantes o simplemente Los Ignorados Tanto Justa Como Injustamente (a la mejor correctora editorial que conocemos tenemos que aclararle que tantas mayúsculas que hay ahí lo son porque todo eso es un nombre propio, oye). Hay villancicos más o menos flamencos, o aflamencaciones de villancicos anteriores; hay por supuesto villancicos jazzeados, orquestados a la Schubert, rapeados… quizá; y desde luego los hay gemidos, gangoseados, carraspeados y, casi lo peor de todo, sonreídos.

Quedas avisado, y hasta organizado. La primera categoría sólo tiene un remedio para ti: huye, vete, aléjate, no la oigas. La segunda más o menos lo mismo, pero si insultas un poco a la cursilería Metro Goldwyn Mayer no sobra, y te ayuda. La tercera pues qué sé yo: a bailar, supongo. Pop normalito. Ponte a bailarlo.

Y cuando todo haya pasado, cuando algunos hayan sobrevivido, estos, saliendo de entre los escombros humeantes de renos y trineos y mulas y bueyes, todavía tendrán en sus oídos, sin poder despegárselo como un maligno esparadrapo, un sonsonete que contiene las palabras mariá mariá ven acá volandó y otras, pero sobre todo, por encima de todo lo demás, como secuela eterna e incurable, lleva su chocolatera, rin-rin, su molinilló y su anafré. ¡Anafré! ¡Y lo hacían cantar a niños en el cole!

Y nunca explicaron que era eso de un anafré (el acento es de la canción; se siente).