01 Jun Barbara Hannigan
Barbara Hannigan
Como oidores ingenuos, simplones, legos en todo lo posible, llevamos décadas sufriendo a otros que diríamos que son como nosotros pero que se dan mucho pisto. ¿Pisto de qué? De entendidos, claro, pero no tanto de la ciencia de la música como de los protocolos petardos de los teatros y las funciones, que allá por los setenta ya se caían de mohosos, aunque todavía no sabíamos que los íbamos a seguir viendo en los ochenta, los noventa y hasta hoy: han dejado muy atrás eso de mohoso, pero no encontramos la palabra para lo que son ahora: ¿cretácicos? Petardos no está mal. Estos tíos, algunos incluso de nuestra edad o más o menos, pasaban a nuestro lado en las colas de entrada del Real los sábados por las mañanas (todos en vaqueros y todo eso: para el que no estuviera por aquí diremos que era el ensayo general de la orquesta, que dejaban presenciar cobrando una entrada muy baratita a estudiantes y greñosos en general) y se atrevían a mirarnos de arriba abajo como si fueran una chismosa del corazón o cualquier tonta de esas que critican a uno por los gritos de muy mal gusto que daba cuando le estaban metiendo en urgencias con un manillar de moto atravesándole el abdomen. Lo mismito, pero sin manillar. ¡Qué es Schubeeeert!, gritó alguno en alguna ocasión señalando las melenas setenteras de los oidores ingenuos, simplones, legos en todo lo posible: o sea, aquí bien vestidos y con corbatita y las señoras a ser posible con visones (como si Schubert no llevara melenas).
Hemos recordado estas entrañables situaciones algunos de por aquí, entre risas y aplausos a Barbara Hannigan, de la que uno nos ha traído unas grabaciones de sus conciertos, especialmente de lo que tiene tan consolidado con Ligeti y su Misterios de lo macabro o El gran macabro: una de las sopranos más excepcionales que hemos oído, que sale a escena con faldita príncipe de Gales más corta que el cinturón, camisita blanca ceñida, coletas y… haciendo pompas con el chicle que está mascando. Así se acerca hasta nada menos que Simon Rattle, que la espera en el atril del director, y que a continuación le reclama severo el chicle; ella se lo da, por supuesto reticente. Él lo deja en el atril y comienza la función. Y ella la hace completa (una especie de síntesis de unos diez minutos) como esa colegiala, suponiendo que las colegialas fueran capaces de cubrir con su voz cuatro, sí, cuatro octavas.
La habilidad vocal de Hannigan es espeluznante; se diría que es reencarnación de una antigua cantante Gagaku o Nagauta. Hay además un documental en algún canal de música en el que se la ve preparando su canto ante las partituras… ¡sola!; y tomando notas sola, y corrigiéndose sola. Afortunadamente, parece que tiene un entrenador vocal (ojo: no musical), una especie de foniatra, que la ayuda en la técnica para no quedarse muda de golpe y para siempre. Pone los pelos de punta lo que esta artista es capaz de hacer, y encima mirando para otro lado y mientras da un salto: sin exagerar. En la grabación con Rattle, llega un momento en que empuja a este y le saca del atril y se pone a dirigir ella (sin dejar de cantar). Rattle se lo tolera medio minuto (todo es parte de la función, no queremos dar otra idea) y a continuación recupera su puesto con una bofetada. En otra grabación que hemos visto dirige ella sola a la formación de cámara de la orquesta de Gotemburgo: la tarjeta de Hannigan pone «cantante y directora», sí. La hemos visto ensayar con la orquesta (a propósito, petardos de aquellos tiempos, niños de mamá cursi: en vaqueros, y con camisetilla de Decathlon, por supuesto, como todos menos vosotros) y luego la vemos en la función misma: corriendo entre un fragmento de Lulú (de la que es especialista), y el siguiente, este Macabro de Ligeti, para cambiarse en camerinos a toda pastilla y enfundarse en cuero reventón; algunos discutían por aquí que eso sería más de Lulú que del Macabro, pero qué más da, ¿no? Y así muy a medias vestida sale a dirigir-interpretar-actuar, y deja a todo el mundo boquiabierto: porque el personal no es tonto, y los que van a un programa de Berg y Ligeti tampoco, y no se deja engatusar por bobaditas espectaculares de vestuario, pero acaban todos desencuadernando la sala con sus aplausos (en esa grabación hasta sale Rattle, que está entre el público, a hacer reverencias a Hannigan), y los mismos músicos de la orquesta no saben cómo mostrar su admiración que no es la protocolaria hacia la solista, sino una cosa más cercana a la estupefacción.
Cantar esos picotazos de Ligeti dos octavas por arriba de las dos notas contiguas, y cantar estas dos contiguas antes y después, sin dejar de dirigir y señalar, mientras se mira al público y se interpreta el personaje, tiene algo de exagerado: pero es que también tiene algo de convicción, como descubrimos cuando conocemos el resto de Hannigan, la ciudadana tranquila, estudiosa y cocinera.
Con esa belleza del estilo de Samantha Eggar y esos modales canadienses, ese gesto algo miope e intrigante, pero jovial, sólo su presencia ya hace callar al público. Si encima sale empelucada, caracterizada y haciendo malabares, pues las gentes hasta se levantan de las butacas para ver mejor. Lo que pasa es que todo eso se queda en nada en cuanto empieza a dirigir o a cantar.
Hemos discutido mucho si son su voz y sus modos y sus técnicas, o son las composiciones que interpreta, lo que nos traslada a las más inverosímiles proezas vocales de algunas músicas orientales. Pero también acabamos concluyendo que, venga de donde venga, en cuanto Barbara Hannigan lo ha hecho suyo, automáticamente lo ha hecho de todos nosotros y es un caso solemne, como el de los compositores a los que canta, de… apropiación cultural, sí, para horror y desmayo de los puros. Nos importa sólo el resultado, y la velocidad con la que su voz nos traslada a mundos que antes de oírla ni habíamos imaginado.
Y acaba sus conciertos, claro, y parece cansada, naturalmente, y hasta desconcertada: tarda en dejar de dar vueltas y en centrar su mirada. Es que se ha ido muy lejos.