01 Abr Caminos del flamenco
Serie de documentales sobre el flamenco, presentada por Soleá Morente y Miguel Poveda. En TVE2.
Quién nos iba a decir que a estas alturas una cosa como TVE2 nos iba a arrojar a la cara y a los oídos una preciosidad como esta serie de documentales. Todo parecía ya secuestrado por ácaros del Serengueti o por leonas preparando ñus en pepitoria, y de pronto irrumpe este invento de Caminos del flamenco y consigue una de las cosas que la ONU ha clasificado en la cumbre de las cuatro o cinco más difíciles de nuestra época: dejarnos patidifusos.
Como se trata de flamenco, por supuesto que lo primero que ha hecho esta serie ha sido despertar las iras de algunos cientos de miles de entendidos, que han trompeteado desde la primera secuencia del primer episodio que (a ver si lo adivinas, lector) eso no es flamenco ni cosa que se le parezca (lo habías adivinado, sí). Pero ¿y qué? Siempre hay estas quejas en cuanto alguien señala en alguna dirección atribuyendo flamenquidad. Probablemente es de los signos más densos de que en efecto algo pertenece a ese indefinible universo del flamenco.
Pero cómo decir eso de esta serie, que empieza por ponernos de presentadores-conductores a Soleá Morente y a Miguel Poveda. Viene a ser como si hace algún tiempo nos hubieran puesto de presentadores de la tele de la época a Clara Schumann y a Johannes Brahms, por ejemplo (aunque con esto no sugerimos en absoluto cosas de cotilleos, por supuesto). A Soleá Morente se le nota que la familia es la familia, y que se le escapa el baile y el cante sin que ella pueda remediarlo. Y de Poveda no somos capaces de decir demasiado, porque debe de haber alguna conexión en el mundo de los númenes, o vaya usted a saber qué chorrada podríamos decir de ese estilo, porque el caso es que en cuanto abre la boca ya sabemos que se ha hecho con nuestras emociones y nuestra admiración. Y es que encima el tío es buen chaval (de 50 años ya, pero un chavalote). Se diría que ese pedazo de pan que todos afirman que es Poveda también se le escapa a él sin control, porque sólo quiere el bienestar de sus entrevistados, la alegría de su compañera de programa y el disfrute de los espectadores. Aquí y allá pasean los dos presentadores y conversan, y de pronto, porque viene a cuento, se paran y se marcan «un cantecito»: en mitad-mitad del puente de Triana, y con las gentes pasando, o nada menos que en la calle Preciados de Madrid (casi un peligro para sus vidas), o en sitios así, entre la gente. Fue un buen consejo de nuestro cardiólogo el que nos conminó a no coincidir con Poveda cantando por la calle, porque nos hubiera podido pasar algo desagradable (hay más gentes en esos planos de los que uno podría prever que se paran y se vuelven y los reconocen; qué bien).
Pero oímos. Sobre todo oímos. Y nos atiborramos de eso que nadie sabe definir, y menos ahora, que se ha extendido hasta el punto de que se han probado mil definiciones como flamenco-fusión, y por supuesto la ya antigua de flamenco-rock, y flamenco-jazz y otras y otras, y al final, como esta serie lo muestra todo (diríamos que todo, de verdad, no se corta) pues se está volviendo a aceptar que a lo mejor basta con esa palabra original, aunque siguen los tratadistas peleándose y sin llegar a una definición: flamenco. Quién sabe lo que es esto. Pero lo que sí está claro es que en cuanto lo oyes, oyes flamenco. Aunque tenga esas secciones de cuerda, que afortunadamente se han quedado (es de los pocos acuerdos entre los entendidos) casi solamente para las sevillanas y jolgorios afines, que también muchos consideran que no son flamenco sino simples bailes populares extra-flamencos, como podría ser la jota aragonesa (los tratadistas tienen unos colmillos muy afilados). Oímos flamenco de Jerez, de Sevilla, de Triana, de Granada, de Málaga y «la costa» incluyendo Almería… Alucinamos con las más secas y duras, las carceleras, los martinetes, las cartageneras… Pero nos asaltan a continuación guitarristas de esos que fuera de España tendrían pensión vitalicia y honores públicos anuales pero que aquí nos tomamos como si tal cosa. También hay escritores muy señalados y muy flamencólogos que echan pestes de estos guitarristas «que parecen aspirar a concertistas más que a acompañantes del cante» (más o menos sic, en varios autores). ¡Cómo se puede decir eso de estos virtuosos sobrehumanos que son capaces de 14 trémolos en el espacio de una negra mientras en los bordones llevan la melodía a pulgar suelto! Por eso vienen los jazzeros con regularidad, simplemente a sentarse delante de ellos y a mirar y a tomar pastillas contra las extrasístoles.
Soleá es una tía seria, aparte de su precioso nombre, que ha conseguido hasta sacarse una licenciatura en filología hispánica: no es ninguna tontería, porque se le nota la cabeza organizada y sabe poner en fila las cosas cuando hace falta. Canta como por herencia, en ese plan que se diría (por supuesto, injustamente) sin esfuerzo, y hace experimentos con sus grupos de música eléctrica y muy fuera de acordes: mejor así que un purista. A su lado, interpelándola, sufriendo y gozando y llorando con las actuaciones de los invitados (y no es una hipérbole), Poveda nos remite a las referencias que no hay que perder; ¿es que hay algo que no sepa? Y se ríe que da gusto. En ocasiones colabora con los invitados, que son unos cuatro o cinco por programa, que tras breve charla nos muestran su arte. Es Miguel Poveda, ¿recordáis?, aquel veinteañero que ya se ganó una lámpara en la Unión, nada menos. El Miguel Poveda que conoce y reconoce de lejos formas, palos y variantes, y además las canta todas, y que además sabe salirse del carril para hacer discos de simplemente cantar a poetas y colaborar con cantautores y poperos. Y luego vuelve y te suelta un martinete y tiene que venir una brigadilla del SAMUR a desclavarte de la silla y a resucitarte. Nosotros, que tuvimos la enfermedad de no poder llorar, nos curamos oyendo a Miguel Poveda y recuperamos las lágrimas de la belleza y la felicidad.
No se trata de hacer relación de la cantidad de invitados que pasan por el programa. Seguro que algunos se han negado, porque el mundillo está revuelto, como siempre y como debe ser, de piques y rencillas. Ya saldrán en posteriores entregas, seguro, los que ahora han dicho que no.
Caminos del flamenco no es exactamente una guía del flamenco, ni un manual para entender y clasificar, cosa que además da igual porque ni los manuales ortodoxos se ponen de acuerdo entre ellos más que en dos o tres cosillas. Han conseguido una serie para que grabemos y nos pongamos una mañana de sábado con el aperitivo y nos dejemos querer por ella. Se te van a llenar los oídos y el espíritu de verdades para decir las cuales no hay otro vehículo en el mundo más que el flamenco. Déjate llevar, déjate oír.