15 Nov Canciones para sábados de lluvia: los blues de Paul Simon (1)
Nadie va a descubrir a estas alturas a Paul Simon; ni para odiarlo ni para admirarlo. Ni va a conseguir que los de un bando se pasen al otro. Así que si eres de los que no lo soportan, con ese no soportar que casi nunca pide ni necesita argumentos, lo que vamos a ver aquí seguro que no te interesa. Nunca hemos podido saber ni entender suficientemente de dónde sale esa manía en contra: al principio, allá por los sesenta y sobre todo los setenta, como era un cantante y compositor de enorme éxito, de momento junto a su amigo Garfunkel, probablemente era sólo eso, ese sentirse obligado a hablar así del que tiene éxito en lo que sea, que es lo que para muchos define la mala baba española, que es más o menos no perdonar a quien triunfa (algo parecido sucedió y, estupefacientemente, comprobamos hace poco que sigue sucediendo con Don MacLean, por ejemplo). Además, en sus discos de dúo había algunas composiciones o adaptaciones de aire algo blandito, que algunos llegaban a acusar de cursi; normalmente era porque los acusadores buscaban rock duro o por lo menos metálico en Parsley, Sage, Rosemary and Thyme, que era algo parecido a buscar nieve en el desierto de Tabernas, y muy parecido a las manías esas porque sí de otras facciones. Y, sobre todo, porque se trata de un caso de los más puros de actividad artística que los pedantes llamarían «intransitiva», y que en el fondo consiste en que no buscaba la intensificación de la lucha de clases ni la liberación de oprimidos, viudas y huérfanos. Aunque mucho más tarde vendría el disco Graceland y otro gallo les cantaría, pero para entonces los de esa facción ya no escuchaban.
Tiene de todo Paul Simon, dentro de lo que es su macrogénero, ese que a veces se denomina folk-rock y a veces otras cosas como folk-pop, o pop-rock o algunas combinaciones más. Eso lo sabemos todos, aunque también sabemos que eso de ponerle una palabrita a toda una obra no es demasiado acertado, porque siempre faltará algo por incluir. Y en el caso de Paul Simon lo que siempre falta por incluir es precisamente su ingrediente blues. Que a menudo él mismo ha hecho deslizar un pelín hacia una cosa algo jazz del norte, o en otras ocasiones hacia el gospel. Pero a nosotros, etiquetas y erudiciones aparte, lo que nos gusta es la potencia evocadora de unas cuantas de sus composiciones (e interpretaciones) para el otoño. Aunque si te pones a oírlas en un perfecto mediodía estival y soleado ante el oleaje amable de una playa y la alegría de la chiquillería por ahí cerca también te van a multiplicar por mucho el placer del momento.
Hablamos de composiciones que cuando han sido interpretadas por otros no nos han funcionado tanto; es claro que la forma de interpretar del mismo Simon es parte de la composición final. Por ejemplo, los arrastres hacia arriba de las cuerdas de la guitarra en Armistice Day son propios de un virtuoso de este instrumento, y además de un perspicaz intérprete, que sabe que sin ellos esas sílabas de la canción quedan secas, casi faltas de transmisión. Recordad la canción, o pilladla por ejemplo en Youtube. Esta Armistice Day podría ser, en este conjunto de blues más descarados (casi todo Paul Simon es blues, pero en la mayoría de las canciones eso se camufla más), el representante del blues cabreado, de algo así como los blues furiosos que más que proponer o transmitir el dolor lo que hacen es protestar y hasta gritar. No nos olvidamos que de esta colección de blues del cabreo sale a gritos ese Paranoia blues, que no por casualidad es la canción de Simon en la que se oye más veces la palabra «no». A propósito, hay que recordar que Simon se llevó varias veces los más prestigiosos premios al cantante (que premiaban la técnica vocal) y al guitarrista (lo mismo, como intérprete de guitarra). Que no estamos hablando de un espontáneo o un cantante natural con dos o tres acordes de guitarra para acompañarse. Ni mucho menos: el tío era o es uno de esos vocacionales que primero oyen dentro de su sesera la música que quieren hacer, y a continuación se buscan la vida para encontrar cómo hacerla de verdad audible para los demás. Es decir, se va con tal profesor de canto para aprender a hacer nuevas modalidades de falsete o de gruñido. Otro Paul, el MacCartney, ha venido siendo adicto a lo mismo: que había que ponerse a gritar rascando la voz (pero cantando) para Oh Darling, pues se tiraba unas cuantas sesiones con el profesor Fulano, en la otra punta de Londres, hasta que lo conseguía sin romperse las cuerdas vocales. Simon igual, tanto en canción y técnica vocal como en técnica guitarrística, y además en voces e instrumentación de acompañamiento y, por supuesto, en instrumentos cuyo sonido él más o menos había discurrido pero no tenía en sus cercanías. Y entonces recorría medio mundo hasta encontrar el que sonara como él había soñado. Le pasó con las quenas de El cóndor pasa, y con muchos más casos menos ostentosos, por así decirlo, especialmente de percusiones de las que hoy se llaman «étnicas», llegando a esas famosas y muy polémicas excursiones sudafricanas.
Armistice Day incluye, para el que le interesen, estas virguerías técnicas que por sí solas deberían callar a los que siempre acusaron al cantante de ignorante (había un auténtico partido político con ese fin). Pero nos importa más que se trata de un blues que da a primera vista la impresión de que no lo es; para empezar, por esa especie de metrónomo que marca el 2/4 de su compás de principio a fin (a veces han sido bongós, o en según qué conciertos una simple caja china). Pero además por su aparente falta de repetición: falta de esa repetición de esquemas que todo lo que proviene del rondó antiguo, sabiéndolo o no, se siente obligado a incluir. Esto de no repetir frases o compases o normalmente más bien estrofas musicales, sino de sorprender con una tonalidad nueva, con un compás y un ritmo nuevos casi a cada frase de la canción, que desde luego no es algo que haya cultivado en exclusiva Paul Simon, sí es, por otra parte, característica que él ha regado con especial intensidad; y, más que en otras composiciones, en estas que llamamos blues para sábados de lluvia. Y que, además, nos parece que es algo fundamental para que sean canciones de lluvia: casi cada frase está en una tonalidad diferente, y te lleva y te trae, te sube y te baja, te zarandea como a él le da la gana entre tonos mayores y menores, entre séptimas amargas y simples arpegios mayores y se diría que soleados, o por lo menos con algo de esperanza. Y, además de todo eso, espérate a que te aseste sus interludios de guitarra, entre estrofa y estrofa, siempre agarrándote por donde menos te lo esperas, y a menudo con apariencia de punteo rabioso y casi violento, que hace brillar y restallar algunas cuerdas. Nos lo hemos hecho mirar por los psiquiatras y psicofantes más prestigiosos de Sant Andreu, Barcelona, y os podemos jurar que ninguno ha llegado a la conclusión de que estamos locos cuando decimos que estos blues, y Armistice Day en gran medida, van exponiendo el estado emocional de un duelo, o por lo menos de un transcurrir de emociones que se contradicen, niegan unas a las anteriores, se oponen, y en conjunto casi componen una especie de diálogo afectivo de uno consigo mismo durante un momento de reconstrucción dificultosa.
¿Cajas chinas? ¿Alguien ha hablado de cajas chinas? Recordamos, entonces, otro de los blues imprescindibles: I’d do it for your love.
(Continúa)