01 Mar Cole Porter
Cole Porter
Con sus canciones, ¿Cole Porter describía el mundo que veía o proponía un mundo que quería ver? Se dice que no hay quien no se sepa una canción de Cole Porter, pero que no sabe que es de Cole Porter; naturalmente, es exagerado, porque salvo tres o cuatro que han sido deshibernadas por algún grupo pop, el resto las conocen los aficionados a esa música, y al cine, por encima de cierta edad. Esa música, que es una expresión que tampoco está muy claro qué designa.
Lo que sí parece claro es que entre dos o tres contemporáneos, como Irving Berlin, un poco menos Gershwin y algún otro, prácticamente se inventaron una nueva cosa que era diferente a todo lo anterior, aunque conservara de ello todo lo que los tratadistas suelen afirmar. Pero es que hasta las obras musicales para escenario, es decir, las comedias musicales anteriores tenían también canciones, pero estas eran diferentes. Estas comedias habían llegado a tener un molde, y lo siguieron respetando durante las décadas posteriores, pero con Cole Porter su tono cambió. Casi siempre estas obras habían venido siendo algo así como vodeviles un poco evolucionados, prácticamente algo como lo que aquí se llamaba «teatro arrevistado», en el que a un libreto muy tontorrón sin apenas argumento se le pegaba un frenazo para introducir casi siempre con un calzador de talla grande una canción que había que introducir porque se había compuesto aparte y sonaba bien y seguro que sería un éxito. Esa forma, de un éxito popular indiscutible, se había hibridado en según qué lugares con otros géneros. A menudo se ha dicho que la zarzuela era la ópera española (fuera de España la llamaban y la siguen llamando «opereta», independientemente de que llamen opereta también a otras formas de representación). Algunos discuten que eso sea correcto, dada la presencia española en la ópera europea, y la presencia de la ópera europea en España desde la segunda década del siglo XIX y sobre todo desde la tercera, que es precisamente el momento en que esa llamada zarzuela despega como género diferente mientras se seguía cultivando la ópera.
A nosotros nos ha parecido a veces que esa comedia musical norteamericana, que en casi todos los tratados e historias aparece como «género norteamericano por excelencia» es algo muy parecido a la zarzuela, y de hecho algunas de ellas son zarzuelas sin diferencia alguna; pero también sabemos que decir esto crea úlceras y bruxismo en algunos lectores, por aquello de los argumentos populacheros, el folklorismo, la afición a la degradante majeza y todo eso, y no queremos que se nos pidan indemnizaciones, así que lo dejamos. El caso es que, en aquellos momentos, esa comedia musical de Broadway está algo empantanada en argumentos repetitivos (y a ver quién se atreve a decir que no eran también, puestos a calificar, populacheros, folkloristas y, si no con majezas, desde luego con su equivalente anglosajón de una primaria brutalidad) y sobre todo en músicas que apenas despegan desde sus orígenes británicos aguardentosos (está ampliamente denunciada la falta de gusto musical en la Inglaterra del XIX, de donde procede el teatro musical para los inmigrantes en Estados Unidos), cuando llega Cole Porter y lo cambia todo.
¿Por qué se interesó alguien como Porter por este género teatral que se podría pensar que estaba tan lejos de su estilo de vida? Porter venía de una especie de clase media muy acomodada, pero sólo eso, que había podido llegar a Yale. Tampoco era la aristocracia neoyorquina (además él era de un pueblito de Illinois) ni nada que se le acercara. Destacó inmediatamente por su elevadísimo cociente intelectual (y lo enrolaron en esas asociaciones para ultrasuperdotados a las que tan aficionados son por allí) y por una facilidad para la composición poética y musical casi, por lo que cuentan, estilo bertsolari. Compuso canciones para la universidad, para sus equipos deportivos y para las fiestas. Y eso fue muy divertido, pero además encontró en ello algo que le conmovió.
De modo que tras algún primer tanteo neoyorquino con la composición para el escenario, decidió marcharse de Grand Tour a Europa, y principalmente a aprender de verdad música con los grandes. Recibió clases de alguno de estos, y lo pretendió también de Stravinsky, que decidió cobrarle más del doble de lo habitual (y Porter desistió). Vivió el París de los años 20, se codeó con lo más finolis del arte europeo, y de pronto heredó, así que hizo lo que todos haríamos: se alquiló sucesivas villas en Venecia, en las que dio fiestas descomunales. Se situó definitivamente en algo así como la «alta sociedad» muy en plan demente, se casó con una aristócrata a pesar, o a causa de, su (de él) homosexualidad, y exprimió la vida en esas capas, digamos, estratosféricas.
Y de pronto está de vuelta en Nueva York y muy poco después en Hollywood y le llueven peticiones de partituras de comedias y de canciones.
Hoy oímos esas canciones en sus versiones más templadas, o quizá canónicas, y del conjunto obtenemos una sensación de elegancia que ningún otro repertorio de canciones nos transmite: son elegantes por encima de todo, y lo pueden mostrar porque todas hablan del dolor, de la pérdida del amado, del recuerdo a veces inevitable y a veces indeseado, y del deseo de morir… pero de morir con elegancia. Las canciones de Cole Porter son como unas instrucciones para suicidarse con champán y ostras, y casi siempre, al final, el abandono de ese suicidio porque cómo nos vamos a perder el placer de la siguiente botella.
Discuten los entendidos acerca de si escribía sus propias letras o no; parece que más bien sí, salvo alguna excepción. Y que lo creaba todo a la vez, letra y música. Lo interesante es que con sus canciones daba lugar a una obra alrededor, como si los argumentos de las canciones fueran tan densos que necesitaran de explicaciones en prosa: algo parecido, entonces, a lo que se hizo con muchas zarzuelas, creadas a menudo desde una canción popular previamente existente que parecía pedir desarrollo.
¿Hizo musicalmente algo definitivamente nuevo? Como era de esperar, entre los entendidos, unos dicen que sí y otros que no. Sí es innegable que, frente a su colega, amigo y a veces rival Irving Berlin, que era prácticamente ignorante de todo lo que no fuera un solfeo elemental, Porter introdujo armonías, arreglos y orquestaciones se diría que de esas que aprendió con los maestros europeos, por su carácter avanzado y su complejidad (durante un tiempo algunos discutieron si los arreglos se los hacían, pero se descubrió que él los daba con claves alfabéticas a sus ayudantes). Tomó todo lo que supo, que fue prácticamente todo, de esa nueva cosa que se estaba desarrollando y que todavía no sabía nadie si llamar «música negra», «canciones populares negras», «jazz», o cómo; pero lo tomó no de sus bases americanas sino, se diría que paradójicamente, de los jazzeros americanos de París, que era donde de verdad estaban desarrollando ideas y trabajando y viviendo con libertad. Y a veces nos ha parecido notar en algunas de sus músicas el rastro de algunas de esas chansons francesas de la primera época, muy aficionadas a los finales en larguísimo fundido (que se dice hoy por influencia del cine: redonda con regulador, o incluso calderón); como también oímos notas y cosillas francesas por detrás en Porgy and Bess de Gershwin, justo cuando todos dicen que sólo oyen música negra (pero es que ya nos dicen que somos raros). Lo curioso es que entre galicismos, jazzismos y vodevilismos, Porter consigue algo que se reconoce de lejos como suyo. Será difícil que a estas alturas haya algo de lo suyo que no hayamos oído, pero si lo hay, que seguramente lo hay porque compuso unas 300 canciones, seguro que nosotros y cualquiera dice muy pronto: «Eso es de Porter».
¿Por qué?
Pues habrá que darle vueltas en cualquiera de esas sesiones porterianas a las que hay que someterse para revisión y mantenimiento cada pocos años. Quizá porque consigue que esas soledades y esos dolores se iluminen con la luz tenue y dorada de ese bar de perfectos dry-martinis. O que los desengaños mortales se atenúen con staccatos de cuerda. Que en la peor de las situaciones, abandonado y mentido por quien menos querrías que te abandonara y te mintiera, lo que desde luego no vas a hacer es soltar esa copa o descomponer el gesto. Eso de la elegancia.
Hay un decoro en la expresión musical de Porter que a lo mejor es lo que consuela.