15 Sep El antipático señor de la música
Nos hicieron llegar hace tiempo, y nos hemos dejado esclavizar por ellas, unas antiguas y antiquísimas grabaciones televisivas de conciertos, protagonizadas y protagonizados por nada menos que Herbert von Karajan; hemos añadido a ellas una reunión de vinilos que hemos puesto entre unos y otros, y os podemos comunicar que el resultado de todo ese empacho ha sido que estos humildes oidores se han sumido en la confusión mental, la agitación anímica y la ofuscación que por lo visto son habituales en los viajes en el tiempo.
O sea, que lo que queríamos era re-oír las cosas de nuestra infancia y nuestra juventud, y ponernos en plan muy de oír y sólo oír, pero tenemos que confesar que hemos tenido que dejarlo para una quincena de más adelante, porque nos ha capturado el puro y simple fenómeno von Karajan, que hoy no es pero entonces fue, y mucho mucho, hasta extensiones e intensidades a lo mejor hoy desconocidas. Ríete de Dudamel y de quien sea. Música clásica y fenómeno mediático = von Karajan.
Bueno, es verdad que hemos apreciado de nuevo, tras tantos recorridos por carreteras y senderos posteriores a aquella juventud, ciertas cosas que ya entonces nos pareció que estaban, pero que hoy ya no nos parece, sino que sabemos seguro, que están ahí. Por resumir, lo dejaremos en el énfasis von Karajan. Y por no ponernos muy finolis, que ni nos apetece ni sabemos si podríamos, referiremos ese énfasis a un par de cosillas que ahora recordamos que a lo mejor ya hemos mencionado de pasada en quincenas anteriores: la velocidad y los fortes o en general los reguladores. Desde aquellos años setenta en que nosotros, que somos jovencillos, conocimos las cosas de don Herbert (que llevaba batuteando desde los años 30, agárrate) hemos oído, por poner un ejemplo, Novenas de Beethoven en número no menor de, pongamos, veinte. Queremos decir veinte directores y a lo mejor casi veinte orquestas diferentes interpretando la Novena. Y algunas, incluso, anteriores a las karajianas, como grabaciones de esas hechas a regañadientes por dioses como Karl Böhm y poltergeists (bueno, vale, poltergeisten) de ese estilo. A propósito, una de Böhm que tenemos por aquí probablemente llega a durar una vez y media la que acabó siendo considerada «canónica» karajiana, creemos que marcando ambas un extremo y el opuesto del espectro del tacómetro. En fin, que con estos videos que hemos estado viendo hemos vuelto a aquel entonces, y resulta que no se nos ha atenuado la sensación, sino que además se ha convertido en convicción, de que von Karajan exageraba una cantidad. Que no decimos que para mal, aunque tampoco que para bien, pero que exageraba. Y que luego vengan, como vinieron, esos de los que a continuación hablaremos, y griten lo que quieran. Nosotros no gritamos: simplemente, hemos alucinado al comprobar que nuestros recuerdos eran certeros, y que incluso hoy mismo, después de tanta distorsión y tanta lluvia, que incluso parece exigir a los montajes de las películas ritmos de ráfaga de subfusil, como unos 50 planos por minuto, volvemos a oír las sinfonías de Brahms dirigidas por Herbert, o las 9 de Beethoven, o un preludio de Tristán e Isolda que andaba por ahí… y todo nos ha seguido pareciendo aceleradísimo.
¿Qué le pasaba a este hombre? ¿Era todo fruto de un estudio y una sabiduría tan profundos como parecía querer comunicar con su histrionismo al dirigir? ¿De verdad ese 60% escaso del tiempo total para una Novena del empleado por Böhm (y por otros) era porque él había llegado a la conclusión, a través de estudios que sólo él podía realizar, que era esa y no otra la forma de hacerla sonar? ¿Y cómo se las arreglaba entonces para ese acelerón súbito, ese disparo de la traca final de esa Novena, por no hablar de otras obras, cuando ya tenía a todos los músicos agotaditos y en plena experiencia extracorpórea? Ah, es que esto nos lleva a la segunda observación.
Segunda observación: aquellos años juveniles no sólo lo fueron nuestros, sino también de las televisiones. En Europa sólo había televisiones públicas. Quizá empezaba algún experimento como la ITV en Inglaterra, pero poca cosa. De modo que no se consideraba un apocalipsis grabar conciertos de lo que muchos llamaban «música culta» (?), e incluso series de conciertos. Entre otras series, se grabó mucho de von Karajan, que se emitió en cada país a su aire y en sus fechas, que por aquel entonces en absoluto solía ser con la inmediatez a la que en la actualidad nos hemos acostumbrado. Pero, tardaran lo que tardaran, esas grabaciones se veían, las veíamos, y nos dejaban atónitos por su calidad (hasta en nuestro blanco y negro se notaba que las imágenes originales eran en color, por los contrastes y los brillos) y por la calidad del sonido y, en este caso que tratamos, por la extraña personalidad del director von Karajan. Este oscilaba entre el mayor arrobamiento místico y los más acerados modales militares. Los que por entonces nos sabíamos y nos queríamos aprendiendo, mirábamos, tomábamos nota, paladeábamos, y hasta la siguiente. Pero había, por supuesto, una amplia masa de autodenominados melómanos, entre los cuales todos teníamos algún conocido, que casi sin excepciones se mostraba en contra de don Herbert con expresiones que variaban entre la mofa condescendiente y la condena político-bélica. Hay que decir que quizá la mitad o por ahí de esos melómanos no eran tales, sino más bien odeómanos o sociómanos o ya veremos si discurrimos alguna palabra mejor: no sólo en Barcelona con su Liceo (ojo: con O, para todos, en aquel entonces) se tropezaban los visones unos a otros y las chequeras industriales de bolsillo a bolsillo; aunque en Madrid quizá la cosa era más de clase media algo menos hortera, porque aquel Teatro Real, a base de desangelado y muy abandonado y en definitiva pobretón no se prestaba a esas ostentaciones, salvo en fechas señaladas, en las que los melómanos de verdad lo abandonaban en manos de los artrópodos melófobos de la variedad concejales, procuradores y luego diputados, directorcetes generales y cosas así. De modo que cuando se metían con Herbert, la mitad sabía por qué lo hacía, pero la otra mitad no mucho, y se notaba porque todos repetían frases demasiado iguales, acusaciones demasiado vacías, naderías. Pero, eso sí, había que hablar mal de von Karajan. Pronto se fue viendo sin dudas que lo que pasaba es que le achacaban, pero no lo confesaban abiertamente, «haber descendido» a mostrar su arte a la plebe, y que esto era una vergüenza y un derroche, y además, total, lo hacía sólo por su vanidad diabólica (Böhm y Furtwängler y todos los demás eran por lo visto hermanos franciscanos). Qué era eso de dejarse fotografiar de perfil con la mano izquierda bien adelante y en garra hacia el cielo mientras la derecha seguía, como de otra persona, haciendo su win-wan-win-wan de un amable dos por cuatro: ¡una vedete! ¡Qué decepción! ¡Mira que ya lo habíamos advertido cuando empezaba! ¡Este muchacho sabe y puede llegar mientras no se deje seducir por las bambalinas! (pero había empezado prácticamente con el uniforme nazi, y ese era el punto en que ese discurso se cortaba).
Hemos revivido todo esto, lo del tempo, lo del ataque, lo del stretto, lo de los idiotas pedantes y los idiotas meramente clasistas (esa clase media madrileña era, como hemos dicho, menos hortera que aquella otra, pero no le faltaba estupidez conservadora provinciana), lo de tantos y tantos opinando sobre su dirección de orquesta digamos que con la misma pinta con que poco tiempo después opinarían airados de las terapias anticáncer de Rocío Jurado, los sistemas de frenado del Opportunity o la liquidez de la caja estatal de las pensiones. Hemos recordado que muchas veces don Herbert nos cayó bien y que muchas otras veces nos cayó mal; que parecía en efecto una divazo con foulard y luego un sargento endiosado. Ninguno queríamos llegar a publicar disco alguno en su Deutsche Grammophon, ni caerle bien a nuestra conservadora mamá, de modo que éramos libres para ser sinceros.
Y hoy, ya viejos y muy adiestrados, disfrutamos, cuando nos da por ahí, con estas velocidades; y a veces al contrario, y rabiamos, y mandamos a Herbert a paseo. Lo que hizo ha quedado. Y nadie, que sepamos, lo hizo como él. Así que nos ha dejado una posibilidad más de escucha y disfrute. Así que gracias, tío antipático.