15 Jun ¿El precio de la tranquilidad?
Todavía no hemos acabado la discusión con nuestros compañeros veedores, que son buenos tipos pero celosos de lo suyo, como debe ser; pero nosotros somos iguales, así que entre que se resuelve o no el pleito que tenemos, nos lanzamos a escribir este Oidor sobre una película.
Ese es el asunto: ellos no tienen claro de si es cosa nuestra comentarlo, al tratarse de una película. Pero ya veréis que sí.
Hablamos en realidad de dos películas, Un lugar tranquilo y su secuela Un lugar tranquilo 2, de 2018 y 2020. Ambas dirigidas por el actor-director John Krasinski y protagonizadas por él y por Emily Blunt. Quizá son lo que hasta hace poco se llamaría serie B, porque son muy de género, y movilizan medios evidentemente limitados, pero ese «evidentemente» no se refiere al resultado, que es de un acabado de serie A. La producción ha conseguido pulir cualquier aspereza pobretona, y además se ha conseguido en postproducción unos bichos-monstruos que ya los quisiera Spielberg para ET y otras. Sí, hay bichos: unos alienígenas llegan a la Tierra y, sin que nadie explique nada a nadie, y por lo tanto tampoco al espectador, se dedican a cargarse terráqueos. A ver si conseguimos cortarnos y no contamos lo que nos tememos que los compañeros veedores van a contar, y vamos a nuestro grano: los bichos malvados espaciales son ciegos, y localizan a sus víctimas, que son todo lo que se mueve y no sólo humanos, por el oído. Eso lo aprenden muy pronto los humanos, que no son muchos los que van quedando, y muy pronto la película nos sitúa al año y medio de la invasión, con las personas que quedan ya aprendidas y estudiadas, y haciendo su vida nueva y rara e intentando sobrevivir en silencio.
¡En silencio! la banda sonora es una obra de homenaje a los sonidos naturales. Estamos entre pequeñas granjas de los Apalaches. Dehesas y bosques, y campos de maíz, y prados, pero no animales, cobran de repente personalidad dramática, son personajes del drama y de la producción, y son todo lo que vamos a oír durante muchos segmentos de muchos minutos. Y el resultado es perfectamente comprensible, agradable, comunicativo, estético y hasta entretenido. ¡Qué miedo!, pueden verse obligados a gritar algunos de los ruidoadictos que nuestras escuelas y nuestras calles y nuestros bares fabrican cada día. Yo no veo una película de silencios. Como siempre decimos: allá ellos. Porque las películas son de terror. De hecho, de mucho más terror por ese silencio que por los bicharracos agresivos.
Conociendo un poco ese percal, de lo que estamos seguros es de que han grabado kilómetros y kilómetros de lo que antes se llamaba wildtracks, que a imitación del fútbol, con sus corners y sus orsays, los técnicos españoles llamaban «gualtracs»: grabaciones de sonido sin sincronía con movimientos labiales actorales u otros movimientos, en general de ambiente, aire, vientos, lluvias, etcétera, pero también de rumor de muchedumbre, mil conversaciones simultáneas de una fiesta, y cosas así. Sabemos que algunos lectores saben y que otros lectores no saben que si rodamos una conversación entre dos personajes en una fiesta, mientras los actores conversan y lo grabamos, los de la fiesta de alrededor están callados, y que esa algarabía de festeros bebiendo y riendo, que se añade después en mezclas de sonido, se graba aparte, en general después de conseguidas las tomas válidas de la conversación: eso es, en general, una wildtrack (y lo decimos con ese remilgo porque hay mucho tiquismiquis en ese mundo que inmediatamente dirá: pues yo vi una grabación de algarabía que no era una wildtrack, sino que era con sincronía -de los que aplaudían al ritmo, por ejemplo, o cantaban algo a coro; pues claro, hombre-). Es raro, o más bien rarísimo, que se graben sonidos de la naturaleza circundante en una escena sin que se trate de wildtracks, porque son contados, y complicadísimos, los casos que requerirán sincronía con la imagen.
Pues en estas dos películas, lo primero que hay (o que habría) es un descanso auditivo y auditivo-mental como pocas películas producen. Los actores prácticamente no hablan, y lo poquísimo que lo hacen, salvo en el prólogo, es con susurros. Lo demás es comunicación por signos más o menos del lenguaje de sordos del inglés norteamericano. Pero a continuación, podemos disfrutar, como buenos oidores, del poder de oír: ¡ya quisiéramos oír más cosas en ciertos momentos de la película en los que se te pega el corazón a las amígdalas del susto que dan! El poder de oír, y de no oír.
Da gusto tanto susto fabricado solamente con silencio: ese silencio que nos gusta, que no es el vacío completo, sino el soplo de la atmósfera, un casi inaudible roce del pie (siempre descalzos todos) sobre la hierba, el roce de la lana de un jersey consigo misma al caminar. No debe haber confusiones: esto no es cine mudo. Hay sonido, pero el que hay no es el que estamos habituados a oír como fondo en cualquier película. En realidad, no hay sonidos, por ejemplo, de aves ni de otros animales, salvo un par de perros en el prólogo: ¿se los han comido a todos? Sólo vemos de cerca el paseo de dos tejones, paseo como de unos cuatro segundos, porque llega un malo y se los carga y se los lleva en menos de un segundo (con un oportuno y seguro que muy estudiado ploch).
Estamos ante un mundo que ha renunciado, coaccionado, al ruido; no sólo al horrísono y al agresor, sino al ruido más amable y dulce, a cualquier sonido. Ha renunciado incluso a la conversación. ¿Alguien se atreve a hacer una película sobre eso? Este director, que además es guionista, se ha lanzado de cabeza al experimento, y se ha dado los medios al poner como excusa la confección de una película de terror, de bajo presupuesto y de taquilla fiel. Se siente, además, que no le dictan a uno, como espectador, lo que tiene que sentir. Hay una especie de respeto por parte de los creadores de esta banda sonora hacia los oyentes, a los que dejan a su aire exponerse a la acción y a los personajes. Y así se consigue, por lo que respecta a los oidores, más susto todavía que si chirriaran los violines o bramaran los trombones.
Hay más realidad, porque hay más realidad auditiva.