01 May El sonido de la tele en directo
Habría que estudiar por qué es tan general que incluso entre los más cinéfilos (lo cual incluye a estas alturas a los locos por la tele) se sepa tan poco del sonido, y de cómo se fabrica una banda sonora, y de los oficios que están implicados. No tiemble el lector, que no nos vamos a tirar el rollo y a dar un cursillo, que suficientes y buenos libros hay para eso.
Nos quedaremos en subrayar, para el que no haya caído, que el sonido se recoge, por un lado, o se crea, por otro: sí, se inventa, se fabrica allí donde antes no sonaba ni se oía nada. Extraña menos al personal que eso se haga con las imágenes. Todo el mundo está ya perfectamente habituado a tragarse imágenes de mundos inexistentes fuera de la pantalla, e incluso imposibles en el mundo físico en el que se desarrolla nuestra vida, pero rápidamente comprensibles y estupendas si se admiten las coordenadas de esa película o de ese programa de televisión. Todos saben que hay eso que se llama «postproducción», que va más bien de eso, pero resulta que también va de «postproducción de sonido», sonido que incluso tiene una «producción» previa, que no es sólo la de elegir estos músicos o aquellos instrumentos para la música, sino muy otras cosas.
Por ejemplo, hay un «diseño de sonido»: así como Giger y Moebius o tantos otros se pusieron un día a mirar al infinito y a visualizar (dándole caña a la corteza cerebral) esferas, prolongaciones, miembros, cosas, y por fin vieron como si estuviera ahí y acabaron dibujando como quien copia del natural a un tipejo como Alien, del mismo modo hay quien mira más o menos a ese mismo infinito, y no sólo Jerry Goldsmith con la música, y se pone a oír sonidos que no están ahí pero que él va oyendo, va construyendo, va imaginando como quien imagina imágenes. Hace falta una zona auditiva cerebral, pero además alguna otra, muy especial para ser capaz de concentrarse hasta ese punto en oír un sonido que no está ahí, y no digamos ya para analizarlo, descifrarlo, y acabar comprendiendo cómo puede producirse con la tecnología que se tiene a mano. En realidad es lo que hacen muchos músicos (no sé si quizá más bien hacían o hicieron: no sé hasta qué punto esta ambición y este trabajo es cosa del pasado, si lo hace alguien hoy) cuando «buscan un sonido» para su grupo o su orquesta, o simplemente sus sintetizadores y ordenadores. Lo «buscan» porque casi lo han oído, aunque no procedente del exterior de su aparato auditivo, y ahora andan zurrándose con el mundo material de ahí fuera para conseguir que todos lo oigan. Esa película tonta de Anthony Mann protagonizada por James Stewart, titulada Glenn Miller, cuenta quizá como única virtud el modo en el que transmite la pelea de Miller con los instrumentos de su big band hasta que encontró su famosísimo sonido, que él había «oído» antes, pero que no estaba claro con qué combinación de saxos o trompetas o trombones se conseguía; hasta que lo consiguió y, en efecto, era nuevo y hoy se identifica cualquier cosa suya por ese timbre peculiar. Resulta que un diseñador de sonido hace lo mismo pero con todos los demás sonidos que no son música (y a veces también con las músicas). Por ejemplo, por seguir con Alien, sólo con que lo pensemos un segundo nos daremos cuenta de que ese ruidillo de fondo que hay durante toda la película no se ha puesto él solito ahí. Alguien lo ha puesto. Alguien se ha preguntado qué se oye de fondo, qué ruido o qué ruidos hay en una nave así: ¿zumbidos? ¿Sonidos de motores de explosión? ¿Chirridos? ¿El rugido ese, algo tapado, de un avión actual de pasajeros? Eso se tiene que decidir, por supuesto de acuerdo con el director; pero este tiene muchas otras cosas de las que ocuparse, así que el diseñador de sonido está para eso. Y a continuación toda su estela: eso que en España se llamaba «efectos sala», por ejemplo, que eran todos los ruiditos naturalistas de cualquier escena, desde las pisadas de zapatos (sobre madera, sobre tierra, sobre mármol, todas suenan diferentes) hasta el sonido del culo del vaquero al caer sobre la silla de montar, y no digamos los cascos de los caballos, los relinchos, los ladridos, los sonidos en general de animales y pajarillos, pero también el mismo y casi indetectable bufido de la atmósfera, ese en el que hemos nacido y que está todos los segundos de nuestra existencia a nuestro alrededor, salvo, quizá, esos de una sala de cine en cuya película no ha habido un «efectos sala» demasiado fino, y no lo ha puesto, y vemos el mundo hueco y falto de ese sonido que es su respirar.
Bueno, que hay mil y una especialidades en el mundo de la creación de sonido, que no es sólo música, ni mucho menos. Pero irrumpen en esto los programas en directo de la televisión, y aunque pareciera que ahí no hay posibilidad de «diseñar» un sonido, y que te tienes que tragar lo que el mundo te dé, resulta que nada de eso. Mucho se decide al respecto, y en ocasiones por supuesto para bien, y en otras, que queríamos señalar ahora, para confusión y náusea de los espectadores. No hay que descartar que en algunos casos esto de la náusea sea el objetivo perseguido, claro, porque hay mucho perturbado por ahí.
Las tertulias televisivas parecen definitivamente arrojadas al departamento de lo inútil, porque se ha diseñado un sonido para ellas que no sólo no descarta lo inaudible, sino que se diría que lo busca, por supuesto con la inestimable colaboración de los tertulianos. (Apetece decir «esto en el programa La Clave no pasaba», pero no lo diremos para no quedar tan viejos.) ¿Qué es eso de dejar todos los micrófonos de los tertulianos permanentemente abiertos sin dosificación ni jerarquía, y abiertos que siguen cuando todos se están gritando unos a otros y a la vez? ¿Quién ha decidido que eso es divertido, y que es lo que quiere el público? El problema es que esto se da incluso en tertulias de contenido razonable y a veces hasta racional, y no simplemente en un comentario colectivo y sanguinario del último modelo mostrado por Felipe Juan Froilán en no sé qué cóctel, que allá él, y ellos con sus gritos si de eso se trata. No: esto del griterío colectivo y simultáneo se da también en tertulias sobre la estrategia rusa en Ucrania, y desde luego en programas colectivos sobre la eficacia de la inmunidad vacunal en epidemias de mayor gravedad. Alguien ha decidido que cuando se den esas situaciones (que, para empezar, dicen bien poco de los tertulianos) los micros sigan abiertos y nadie coja una bocina de spray y meta un mugido semiasesino que calle a todos y ponga orden. Eso es diseñar el sonido de un programa en directo, y los que lo diseñan así se equivocan. Y esto lo comenta media humanidad, pero no lo escribe, y por eso lo hemos escrito aquí, porque se trata de un asunto de oír.
Otro caso, muy diferente pero de los mismos padres, es el de los partidos de fútbol. Cualquiera que haya ido a un estadio a ver un partido se ha felicitado, al ver y oír de lejos esa zona de la grada en la que han decidido imponer su voluntad los de aquel grupito con tambores y bombos y hasta trompetas que están amargando la vida a los que tienen por las cercanías, como mínimo impidiéndoles hablar. Esos ruidos son muy celebrados y festejados por cierta parte de los parroquianos, pero muy visiblemente no son celebrados en absoluto, sino aborrecidos, por otra parte, y no minoritaria. Resulta que en la época de los grandes cambios de las televisiones, a principios de los 90, se planteó rebatir la acusación de que la tele era un medio «frío», que se decía entonces, y especialmente la acusación de que el fútbol nunca funcionaría bien en la tele por esa causa. A algunos se les ocurrió que la solución a esa frialdad estaba en las gradas, y concretamente en eso que se llama «el sonido ambiente», que es todo eso que se oye en una transmisión futbolera que no es lo que dice o dicen el locutor o los locutores. Así que más micros de ambiente repartidos por el estadio, y menos «silencios» de fondo. ¿En qué iba a resultar inevitablemente esto? En que se ha conseguido un fútbol todavía más frío por tele, porque «hay un diseño de sonido» que decide tener en primer término del sonido ambiente, durante las casi dos horas que dura el partido o el programa: cualquier sonido que sea «más sonido» que el mero rumor de grada, es decir, esos trompetazos y sobre todo esos bum-bum-bum-bum de bombos que algunos alunados consiguen estar produciendo durante esas dos horas (o será que se relevan los de la pandilla, suponemos). Un horror pre-jaqueca que, además, falsea el verdadero ambiente del partido, porque no en todo el estadio se oye así ese bombo, sino solamente en las cercanías de los perpetradores. Así que si uno no quiere estar con dolor de cabeza las siguientes 24 horas, lo que hace es dejar el sonido de la tele a cero, con lo cual se traga al final (si es que se lo traga) un partido más frío que una final de curling.
Diseño de sonido, sí: como el de esos ingenieros de sonido jovencitos, educados en los más extremos berridos musicales, que en los doblajes de películas ponen los diálogos españoles por debajo de la banda internacional de músicas, derrapes, frenazos y tiros. ¡A ver, esas escuelas de sonido!