Escribir el sonido de las olas

Escribir el sonido de las olas

 

Hemos oído muchas olas al romper, unas violentas y otras amables. Llevamos décadas oyéndolas, y hemos aprendido a distinguir unas de otras, a reconocer sus familias de procedencia y a saber cuándo podemos acercarnos a ellas y cuándo alejarnos. Y reconocemos que hay pocos sonidos que puedan llegar a un oidor que nos parezcan más bellos.

Y simultáneamente hemos conocido que las olas que hemos oído y que podremos oír son una mínima fracción de las que están rompiendo en el mundo y van a romper, y nos gustaría oír.

¿A quién despertará la sonrisa el silbido del único mirlo de un bosque que nadie ha oído ni oirá jamás?

Tenemos que acabar, inevitablemente, deseando haber oído el rumor de las olas al romper sobre las playas de aquella Grecia apenas habitada por unos miles de personas en la que a alguien se le ocurrió poner letras, registrar, y no sabemos hasta qué punto petrificar, fosilizar, los cantos que celebraban la vuelta de Ulises a su reino. El roce de la espuma sobre la arena, el aire que escapa con estruendo, las burbujas que estallan en sales, y luego el siseo de la retirada para volver a empezar: todo eso que nadie oyó ni oirá jamás porque nadie lo escribió.

Podemos conocer muchas cosas de antes de nuestro nacimiento; hasta hace poco sólo por la escritura. Desde hace pocas generaciones, por la fotografía, y luego por el cine y el vídeo y otras formas de grabaciones. Pero nos gustan las olas, todas las olas de todas las épocas, y querríamos oír las que oyó Ulises, las que oyó Platón en sus viajes a Siracusa, las que anunciaban en las playas de Salamina la batalla que estaba teniendo lugar ahí enfrente.

¿Acaso ha habido alguna vez en la historia de nuestro planeta dos olas que sean iguales, que suenen igual al romper y al retirarse?

¿Son igualmente «música» una obertura de Haydn y un recitado de un gansta rap? ¿Edward Hopper y el grafitero Banksy se han dedicado a la misma actividad? ¿Fidias y Chillida han creado mundos conmensurables? Si hacemos depender las respuestas de los órganos de los sentidos con los que percibimos esos mundos, quizá sí. Pero sentimos que con eso no lo hemos dicho todo.

Ya hace tiempo que en los auditorios entraron los sonidos del mundo, y de la mano de los más sofisticados compositores. Quién puede negar que esa atribución de belleza ya no es privativa de los productos de la Academia. El mismo Kant nos dejó claro que la estética no es sólo cuestión de fábrica, de poiesis, porque la naturaleza misma nos muestra a menudo modelos que luego intentamos reproducir más o menos torpemente con nuestras herramientas.

Por qué contentarse con una imitación, sin embargo. Por qué no desear de verdad el mismo sonido original, y no otra cosa. Que sea imposible recuperarlo es una cuestión, que lo deseemos es otra. Tenemos, tanto para despertar y alimentar ese deseo, como, en el lado opuesto, para satisfacerlo en alguna medida, la conjetura de que las olas de hoy suenan al romper igual que las olas que acompañaron a Aristóteles camino a la isla. Aunque, cuidado, es sólo conjetura: nadie supo escribir aquel sonido para que hoy pudiéramos oírlo aunque sólo fuera aproximadamente, como aproximadamente igual que entonces suponemos que suena oikós cuando lo decimos en voz alta.

Yo quisiera que, sea cual sea el resultado en cualquier otra discusión al respecto, la escritura me pudiera transmitir el sonido de las olas cuya llegada a la orilla no presencié, y sobre todo las que no presenciaré después de mi muerte.

No podemos dejar caer en el olvido uno de los sonidos más perfectos que pueden llegar a nuestros oídos: el de una ola rompiendo a mediodía sobre una leve pendiente de arena caliente de una playa mediterránea. Es uno de los más perfectos porque contiene casi todos los sonidos, y quizá también porque no significa nada de nada. Tiene en sí todos los sonidos que podemos oír en nosotros mismos y a nuestro alrededor, y hasta nos deja un silencio para recuperarnos antes de reproducirse.

Y porque no hay forma de escribirlo.

¿Será acaso indiferente que los griegos arcaicos rezaran mirando al mar, y sólo cuando llegaron hasta ellos esos pueblos del norte comenzaran a rezar mirando al cielo, donde por cierto se produce ese otro sonido casi perfecto que llamamos trueno? Podemos ver esos rezos en la orilla, rezos a las olas, sin escrituras, o apenas con grafías que hoy algunos llamarían señales, e imaginar idiomas apenas de sustantivos y deícticos; y empezamos a oír un rumor de miles de voces que se acercan a la costa desde el interior, que discuten y enseñan y critican y se mofan y riman y ponen todo ello por escrito

Pero todo eso, en el mundo de las cosas, no será tan importante: porque las olas seguirán rompiendo y regalando su sonido perfecto sin significado alguno, y no podremos oírlas.