Eso del cine musical. Suma y sigue

Eso del cine musical. Suma y sigue

 

No deja de ser una queja típicamente infantil que desde siempre se manifestaba ruidosa en las salas de cine abarrotadas cuando empezaba una nueva canción que interrumpía la acción: jolín, qué rollo, se oía como rumor general. Sí, infantil, pero se diría que muchos de los cineastas hacían lo posible para que fuera también adulta, y justificada. La pretensión de «adornar» o «entretener» una obra para que el público no se te aburriera, introduciendo canciones y bailes, tendría su justificación en esta obra  o ante ese público; pero la sensación es que eso derrapó; y se dejó de calcular con tino si cierta obra no lo merecía ni lo necesitaba, o si cierto público era de otro carácter y no iba a depender su aburrimiento o su entretenimiento de que alguien se pusiera a cantar. Y cuando personas sensatas o razonables manifestaban su parecer en contra de la musicalización de cierta obra, a menudo (un ejemplo muy denso de esto sería lo que ha  pasado con Los miserables) se defendía esa musicalización sobre la base de que la partitura era «excelente»: lo cual se parecía y se parece a defender un fusilamiento porque el tirador tiene muy buena puntería. ¿No se puede contar la desventura de Funny Girl sin esa musicalización hipertrofiada? ¿No era suficiente que la muchacha fuera cantante, y quizá entonces pudiera limitarse la película -o la obra previa- a asestarnos las canciones que canta cuando está en la escena de ficción?

Ah, es que eso es lo que hizo Cabaret.

Cabaret: la película que cambió definitivamente el cine musical.

Después de darle mil vueltas, y discutirlo con unos y otros, y de recibir los improperios de los que no están de acuerdo, no nos queda más remedio que rendirnos a lo que de verdad opinamos y observamos: Cabaret fue la película que cambió todo esto.

Eso no quiere decir que después de ella no se cometieran esos errores antañones de los que venimos hablando. Pero el nuevo camino ya estaba iniciado.

Seguro que se nos olvidan algunos antecedentes parciales; ya lo sabemos. A lo mejor, los recordamos luego. Pero en la memoria se alza deslumbrante, y eso no lo podemos negar, como si fuera única y primera, la película Cabaret.

Probablemente se ha escrito de ella casi tanto como de 2001, y no vamos a competir en análisis y sesudismos. Pero cómo no vamos a mencionarla y hablar de ella, aunque sea sólo un poco y para dejar constancia de que no se nos escapa.

¿Qué es lo primero que llamaba la atención de Cabaret? Que hablaba de un mundo sórdido, encabronado y canalla pero sin los amaneramientos del cuartel de Fagin en Oliver o esos callejones atrezzados en Harrod’s de My Fair Lady. Los espectadores burgueses y mojigatos no tenían modo de invitar a su mesa a la protagonista: una cantante arrastrada, que se prostituía a horas libres, tolerante y más bien participante de todo tipo de chanchullos, estafas y timos, y colaboradora necesaria de las maniobras turbias del jefe de pista del cabaret donde canta. Nada parecido a esa Eliza Doolittle encantadora y monísima absolutamente imposible, inverosímil y mentirosa que no le quedó más remedio que encarnar a Audrey Hepburn.

Claro, está por debajo el inacabable debate de si queremos verismo o incluso verdad o si dejamos que el «arte» sea arte, y lo valoramos por otras cosas. Un problema que no se suele mencionar cuando se abre esta discusión es que como una obra artística haya renunciado, por «ser artística», a la verdad, y maquille, decore, estilice y amanere la realidad para mostrarnos algo que no existe, pero luego esa obra no funcione por otros conceptos, pues se ha caído con todo el equipo. ¿Y qué es eso de que una obra «no funcione»? Pues lo que para muchos sucede con, por ejemplo, My Fair Lady. Para otros no, desde luego: qué maravilla, qué belleza, que hermosura de película, dicen. Esos señores (y señoras) que pasean así, con ese estilo, en las carreras de caballos, o esas viviendas tan bien puestas, o esas criadas, o la misma Eliza, que te trae las zapatillas ¡Las zapatillas! Menudo signo de lo que pasa en My Fair Lady: ¡el tío quiere a Eliza y se acostumbra a ella porque la ha adiestrado para que le traiga las zapatillas! Y reconoce que la echa de menos cuando las pide al aire, porque ella ya no está allí. ¿Habrá mayor expresión de sometimiento? Así que tenemos un hipódromo de fondos nacarados y vaporosos, que flota en el éter, con cientos de figurantes vestidos como condes también flotando en el éter, pero tenemos a un tío, nada menos que el protagonista, que lo que quiere es una mujer que le traiga las zapatillas.

Lo que pasó es que cuando llegó Cabaret ya estábamos cansados de esas cosas. Y puede suceder que fuera esa época, sí, y que luego viniera otra, y luego otra, y hasta hoy vete a saber cuántas variaciones. Pero cuando Cabaret irrumpió sucede que lo que hacía falta era Cabaret. No por dar este sobresaliente a Cabaret vamos a decir que todo lo que no sea como él es malo o feo: pero no podemos, por más vueltas que le damos y más discusiones que tenemos, dejar de aprobar con aclamaciones y de pie la llegada de Cabaret a las pantallas: porque todo lo anterior en el cine musical estaba ya agotado, cuando no podrido de tanto lamerlo, o mohoso de tanto llorarlo, o sordo de tanto cantarlo.

De pronto, sin eufemismos ni disimulos, una cantante de Cabaret en el Berlín de los años 30 es en realidad una buscavidas bastante caradura, con pocos escrúpulos, que se mueve entre bambalinas tanto de ese cabaret donde canta como de la ciudad y la sociedad donde ha acabado cayendo. Eso era un personaje nuevo en el musical cinematográfico, que ya aparecía, por supuesto, en teatro y cine no musicales.

¿Y por qué el musical tardó tanto en atreverse a mirar al mundo tal como era? Quién sabe. Algunos afirman que por la herencia del vodevil idiota anglosajón; o la cosa que en España llamamos «arrevistada», que parece exigir buen rollo y problemas fuera «porque aquí la gente viene a pasarlo bien»… Pero eso no son explicaciones: porque, en primer lugar, qué es eso de que en Cabaret «se pase mal»; y, en segundo lugar, si lo que se quiere es no tener que ver callejones y nazis facinerosos, lo siguiente a Cabaret fue nada más y nada menos que All That Jazz. Que «a lo mejor» por estar concebida, escrita y dirigida por el mismo Bob Fosse comparte con Cabaret varias características, entre las cuales nos limitaremos a señalar de momento que se encuentra la de la incorporación de los números musicales con naturalidad a la historia del guión. Que no quiere decir lo que habitualmente se entiende, sino más bien lo contrario: los números musicales ESTÁN FUERA de la historia en cierto sentido: son los que el cantante canta en el escenario, o los que la compañía de baile o la familia del protagonista ensayan en la sala de ensayo o en su casa. No son los mismos personajes que siguen siendo personajes mientras se arrancan a cantar en mitad de un tiroteo o de una acción de apareamiento o de la contemplación de un accidente o mientras roban carteras a los transeúntes. Da la impresión de que aquella queja infantil será todo lo infantil que se quiera, pero las gentes no infantiles agradecieron masivamente y en todo el mundo que cierto modo de entender estas cosas de la escena cambiara por fin.