¿Hacían las películas «musicales» pensando que el público era idiota?

¿Hacían las películas «musicales» pensando que el público era idiota?

No es que vayamos a hacer toda una serie sobre cine musical, pero dos o tres comentarios seguidos bien podemos ponerlos aquí sin que pase nada, creemos. Porque el anterior, ese de Sonrisas y lágrimas, ha despertado al personal, que se ha puesto a gritarnos, unos, como si fuéramos Figo en el Camp Nou, y otros, como si fuéramos Pantoja chapoteando en la playa de Chipiona (o si lo prefiere la mitad de nuestros lectores, Schopenhauer en el aula de Hegel, o Wittgenstein con el atizador ante Popper). Así que iremos al grano que se nos solicita.

Sí, seguimos convencidos, aunque no lo diga ningún manual, de que tanto el teatro musical como el cine musical estaban llegando a su final en esos años sesenta. Probablemente habían llegado antes, como suele suceder, pero se estaba percibiendo algo después. ¡Pero cómo podemos decir eso, cuando estaba a punto de estrenarse el colmo que representó My Fair Lady!, braman algunos. Vale, vale. Una cosa es que afirmemos esa agonía, y otra es que no reconozcamos las virtudes que pueden tener algunas de las cosas de ese momento, y quizá My Fair Lady puede presumir de ser de las más virtuosas. Pero precisamente lo que decimos es que, ¿sabéis?, son virtudes que ya no lo eran tan claramente en los años 60. Eran virtudes «de otra época»; o quizá virtudes ya para unos pocos, los muy hechos en tiempos anteriores.

Esto sí que es enormemente delicado y problemático. Todo ese mundo que presenta My Fair Lady, y compartiendo muchas cosas con el que presenta Funny Girl, y hasta con Chitty Chitty Bang Bang y por supuesto Mary Poppins viene a ser una idealización del mundo anterior a la Guerra Mundial (a las guerras del siglo XX, en general y en grueso). Hay caballeros con frac o como mínimo levita por la calle, las señoras visten como salidas de cuadros de Toulouse-Lautrec (y los menestrales como salidos de Degas), los modales que se proponen como mejores son hipertrofiadísimamente arcaicos, y las ideas que se expresan son, en el más suave de los casos, reaccionarias hasta el estrangulamiento. Por eso se introducen elementos o personajes extravagantes, risibles, que representan lo contrario: la madre de los niños de Mary Popppins es una especie de señora casi casi loca o locuela, despistada, aturdida, que apoya a las sufragistas. No digamos las protagonistas de Funny Girl y de My Fair Lady, que son ambas «arrecogías» y «rescatadas», aunque no tengan nada de la galdosiana Mauricia la dura (una oportunidad que perdieron). Todo resulta como del tiempo de los abuelos (de los abuelos que lo eran en los años sesenta), como de fábulas de Grand Monde. Tienen esas películas y esas obras de teatro algo de enemigo del realismo, y la verosimilitud parece reducirse a menudo a que se cumpla la ley de gravedad y la de inercia (pero ni siquiera siempre: el tío de Mary Poppins flota sin control en el aire cuando se ríe; y no digamos lo que hace el coche ese de Chitty Chitty Bang Bang: pero esos quizá no son más que el extremo de sinceridad al que llegan los creadores, como diciendo si por nosotros fuera, dado que mentimos en todo lo demás también mentiríamos siempre en esto de la gravedad y las leyes físicas). Sí, My Fair Lady muestra una cierta parte del mundo cockney, pero este mundo queda autorrebatido por la estilización que la producción impone a todo, a cualquier interpretación, y al decorado y al atrezzo, incluso a la misma habla cockney, estilización tan extrema que quizá habría que llegar a llamar manierismo. Como el mundo menestral de la desgraciada Oliver, absolutamente autocancelado por los espantosos y antiestéticos bailes de cierta moda de la época (no la época de Oliver Twist sino la del rodaje de la película), que también pudimos sufrir en esa incomprensible obra titulada La mitad de seis peniques y en alguna otra.

¿A qué jugábamos? ¿Se puede hacer una obra y luego una película musical sobre La busca de Baroja? Por supuesto, por supuesto, ya lo estamos oyendo: sí, se puede hacer. Pero naturalmente nos importa si se puede hacer sin desvirtuar el contenido de la obra. Bueno, si se rebaja un poco la dureza, la crudeza y el sufrimiento tampoco pasa nada… ¿No pasa nada? pero, entonces, ¿por qué coges La busca y no otra obra del mismo o de otro autor que presente eso ya rebajado? ¿Por qué coger Los miserables (40 años en el futuro, sí: las chapuzas no son exclusivas de los 60) y perpetrar el pastiche postromántico y sensiblero, tramposo de tambores y marcialidad de salón de té (de la rive gauche, claro), despojado del verdadero contenido de la novela, y no coger otra novela como base? Desde luego, no lo ha hecho sólo el drama musical, pero ahora estamos hablando de este: a qué viene esa cosa de decir que coges una obra como base para transformarla tanto que por el camino te la cargas, porque hay que meter como sea esta canción, o ahora se llevan estos bailes de grupo y zapateado. Por qué no coges algo que te valga, en lugar de cepillarte y destrozar obras de otros.

Una especie de manía perfectamente propia del cine musical.

Por el camino hubo rarezas, como Un americano en París, que precisamente por su excepcionalidad, como suele pasar, no creó escuela. Quizá las gentes fueran a verla más por su protagonista, Gene Kelly, que por el deslumbrante y fascinante e inesperado mundo visual que Minnelli, artista cultísimo e intelectual, supo sacarse de la manga y estrenarla como reptando bajo las zarzas de los musicales folkloristas, bobaditas de Zigfield, y genialidades para la historia como Cautivos del mal o Los jóvenes caníbales que él mismo había hecho (y por entre la masa pegajosa y oscura de barbaridades como Gigi, con sus 9 óscars y todo). Pero eso: no hizo escuela. O quizá un poco, lateralmente, y para mal: ese nuevo baile también muy estilizado del Gene Kelly vestido de personaje de Degas, de una especie de estilo Marta Graham evolucionado, con toques de espasmos imaginarios de caverna existencialista ideal, fue un paso tan osado, tan avanzado, que no dejó de seducir a mil y un coreógrafos, y lo hicieron suyo, lo procesaron, lo trabajaron, y les hizo parir cosas como esos horrores de culo respingón+tórax adelante+codos arriba a la altura y delante de los hombros de los mencionados bailecitos del lamentable Oliver y algún pariente de este. Ya se sabe que a menudo las grandes mejoras científicas traen como efecto secundario armas de destrucción masiva.

Es que lo que nos molesta de este cine musical es que tratara al público como idiota. La verdad es que igual que venía haciendo el teatro musical. Emociones, tres, en los casos más «intelectuales»; normalmente dos y ya son suficientes. Situaciones, pues las cuatro del manual, empezando por aquel infeccioso resumen de «chico busca chica» (sí, con esos géneros, claro). Y luego sobetear el espíritu castigado de los espectadores ancianos (ojo: en los 50 y 60 no había demasiados espectadores treintañeros, se entenderá por qué, y por qué tantas obras de teatro y cine se dirigieron a los viejos) recordándoles sus tiempos de juventud, o más bien representando los recuerdos falseados de su juventud pre-guerras, antes de que todo, modales, pintas, aspiraciones, lenguaje y relaciones cambiaran irreversiblemente.

Esos viejos, es lo que tiene el asunto, es que no eran idiotas. Lo que sí pasaba es que estaban cansados. Esto de la pandemia es una fruslería como para hablar de que salimos cansados de ella, comparada con lo que fue sobrevivir a todo el infierno del siglo XX, normalmente con la mitad de la familia espachurrada bajo la cadena de un tanque por algún barrizal de las Ardenas o, ya puestos, de Belchite o de Brunete. Así que podemos comprender que no quisieran meterse en zarandajas y tener sólo un poco de entretenimiento. ¡Pero mentirles! Y quizá no es menos grave que consiguieron que esas mentiras se las creyeran también los «hijos» de esos «abuelos», «hijos» que empezaban a ser fuerzas vivas, y que retuvieron y frenaron la evolución de tantas cosas, y en tantas ocasiones hicieron cosas tan feas para que todo siguiera igual: todos tenemos las primeras cinco respuestas fáciles a la pregunta «¿Por qué los grises pegaban a tantos y con tanta saña a las salidas de los conciertos de pop o rock en los que nadie había cometido agresión alguna contra nadie, ni, por así decirlo, se había hecho temblar al régimen?» Eso, al final, no era más que expresión de lo que pasaba en un nivel muy general y por supuesto no solamente en España. La rabia del envejecer y, sobre todo, de que envejezcan las ideas y los modos a los que te apegaste. Pero de la mentira en el cine tenemos por aquí algún compañero de web que está preparando cosas interesantes y no queremos pisarle el terreno.

El público que se iba despertando, o iba creciendo, en los sesenta y primeros setenta ya no era un público criado en cervecerías inglesas ni en el cuplé ni en los bailes regionales (de Arkansas). A su alrededor, fuera del cine musical, se estaba creando y difundiendo música inimaginable sólo diez años antes; pero algo tendría esta música nueva, que nada más nacer ya se asentaba. A este nuevo público no le valía Varietés ni El último cuplé en la misma medida que no le valían los bailes de deshollinadores o de siete honrados y perfumados leñadores en busca de siete novias.

Y, oh, sorpresa, de esos ambientes vendría el nuevo cien musical.