15 Nov Lionel Hampton
Lionel Hampton
A muchos no les gusta el xilófono ni el vibráfono, pero les gusta el jazz. A veces se hace difícil entenderlo, porque es como si se afirma que te gusta el jazz pero no el saxo o la trompeta. Sólo podemos invitarles a que escuchen con calma y sin pretensiones cualquier cosa de Lionel Hampton. Si siguen ignorando su música se estarán privando de un placer al que tienen derecho.
El placer de dejarse atrapar por la espuma de esos baquetazos que a menudo entran en tecla casi pinchándola, pero dejando detrás una superficie curva de agua azul que se prolonga segundos y segundos y mece al oyente y se lo lleva sin que esta pueda remediarlo a una sala de Big Band de los años 40, seguramente iluminada en dorados desde una moldura del techo, llena de público que hasta hace un momento producía un estrépito de conversaciones y copas que ahora se ha visto obligado a acallar, y todo el día pasado se frena y se suaviza, y se vislumbra algo de paz allí donde los menos avisados sólo ven quietud.
O quizá en otros momentos Hampton ataca el archiconocido y multiversionado Flying Home y pone a todo el mundo, en efecto, a volar a mil revoluciones, y los amigos de lo dinámico y del swing rápido tendrán su dosis.
Aunque quizá lo más intenso de su música es lo que probablemente menos les gusta a los puristas que se mencione: que te transporta y te desencadena imágenes, te trae recuerdos de vidas que no has vivido y de lugares en los que no has estado, te crea un estado de ánimo y luego te lo va modelando a su gusto. Esos arpegios como tocados por dieciséis manos son túneles del tiempo en los que te ves arrastrado hasta sus grabaciones de 1935 o de 1947, hasta esos paseos de gatos del bebop por el Nueva York nocturno hablando de acordes raros (no eran espontáneos estos cats, ¡lo que sabían de música!) y de nuevos contratos, y de giras temidas por los estados del Sur. ¿Qué tiene que ver con los europeos del siglo XXI lo que un negro de Kentucky nacido en 1908 pueda expresar? Eso es lo que hay que investigar y lo que nos lleva a volver a oírle una y otra vez. ¿Por qué un sujeto de una minoría pisoteada del siglo XX en cierto lugar, que como muchos consigue sacarse del lodo tirándose a sí mismo de los pelos y a base de trabajo llega a un puesto acomodado en la profesión del espectáculo, pinta con colores audibles mundos que comprendemos o queremos comprender o como mínimo deseamos? Lo cierto es que en sus casi cien años de vida todos pasaron por él, desde Benny Goodman hasta Wynton Marsalis, que es en efecto hablar de un siglo, y todavía estaba con nosotros al empezar el XXI, de modo que puede que supiera mucho más de lo que creemos.
Para algunos es música de piscina, de ascensor, de dentista, esa cosa despectivamente llamada lounge music. También hemos oído en piscinas y en dentistas la Sinfonía de los Juguetes, la Novena de Beethoven y Let it Be. Así que ese reproche no significa mucho. Quizá hay miedo a las emociones. O hay miedo a las emociones moderadas, como sucede con otro de los grandes, Miles Davis, veinte años más joven pero muerto diez años antes, camarada en la ruta de los jazzmen del camino medio, de la expresión insuperablemente difícil de la emoción, del afecto o del estado de ánimo cuando no son de colores netos y chillones, sino mezclados, intermedios, a veces intermedios no de dos sino de cinco o seis. Esa es la trompeta de Davis, y ese es el vibráfono de Hampton cuando de pronto ordena al mundo que aminore el frenesí. ¿Cómo era capaz de esperar con las baquetas en el aire entre una percusión y otra al envolvernos con una melodía compuesta sólo con blancas, alguna redonda, y calderones que en ese aire, cayendo hacia la tecla siguiente, se hacían infinitos? En esos silencios, él lo sabía como nadie, vibraban todavía las últimas frecuencias, a menudo disonantes y apabullantes de pura belleza, y en ese pasmo nos tenía vencidos. Como si hubiera querido esperar diez compases de silencio, que le habríamos seguido igual.
Se cruza al otro lado de un espejo cuando se oye un rato a Lionel Hampton, algo parecido a lo que sucede cuando se escucha Samba Pa Ti en la versión original, o cuando se deshacen entre la lengua y el paladar las pochas de Casa Nicolasa o cuando se ve a un niño de 4 años sentado en la orilla frente al horizonte del mar, silencioso, mirando tranquilo después de un día de diversión.
Luego volvemos a la vida, pero a esta la soportamos porque sabemos que podremos volver cuando queramos a ese otro lado que Lionel Hampton tiene fabricado con sus vibráfonos para nosotros.