Miles Davis, la música antes de la individuación

Miles Davis, la música antes de la individuación

 

No podemos seguir evitando a Miles Davis. Casi deberíamos confesar que huimos de mencionarlo como el exfumador que no quiere ni ver una cajetilla de tabaco, o el alcohólico una botella de whisky. Muchas veces hemos empezado a escribir sobre él, pero todas nos hemos detenido, porque son demasiados años y demasiados mundos los vividos por su causa, y enfrentarse a eso es algo abrumador y puede que hasta imposible. Pero, como se ve, seguimos intentándolo. Y eso desde algún momento, ya lejanísimo, que, si la memoria no nos falla, fue en el colegio mayor Chaminade de la Ciudad Universitaria de Madrid, o puede que en el San Juan Evangelista. Muchos años, muchas músicas y muchos mundos.

Y eso que llegamos algo tarde a Miles Davis, desde luego después de tener bien aprendidos, en primer lugar, a Charlie Parker, y a uno muy posterior (pero para nosotros, entonces, más o menos igual de «viejo») como Oscar Peterson, y a algún contemporáneo de Davis como Stan Getz y, por encima de todos, a Dizzy Gillespie. De modo que cuando por fin nos expusimos a ser secuestrados por la música de Davis (y nos secuestró), durante un tiempo estuvimos en esa incómoda situación en la que no dejas de preguntarte: ¿esto me suena como aquello de Gillespie, o más bien aquello de Gillespie suena como esto? Durante un tiempo, en la vida de un oidor, estas cosas le comen el tarro a uno, hasta que por fin consigue abandonarlas, y aprende a «oír a bulto», o con perspectiva quizá: el cool desde el 60 hasta mediados de los 70: qué más da si este hizo aquella virguería cuatro o cinco meses antes que aquel otro; casi desde el día siguiente toda aquella música es como un todo congruente y, por meternos en territorios más misteriosos, todos aquellos músicos son el mismo músico si lo vamos a ver, aunque ellos, uno a uno, creyeran estar siendo personas diferentes con vidas individuales y separadas; pero, si lo ves desde hoy, no. A veces eran todos a la vez, a veces algunos descansaban y otros eran los portavoces: desde luego, no en un sentido literal, porque en la mayoría de las ocasiones se llevaban fatal, lo cual es parte necesaria del fenómeno. Pero no importa lo que ellos sintieran o supieran; sólo importa y sólo importaba lo que hacían, y adónde nos llevaban con su cool. Eran como un grupo de exploradores locos que se habían metido en un territorio nuevo, cada uno en una dirección, y ahora volvían para llevarnos a él, cada uno a la parte que mejor había recorrido.

Y en según qué temporadas, Miles Davis fue el que expresó todo. Ya desde algo antes de Kind of Blue su sordina nos remolca, como una tirolina hacia arriba, a regiones del mundo que al parecer estaban ahí desde siempre, pero nadie había visto antes que Davis. Y, por esas cosas de los músicos, Davis se había propuesto enseñárnoslas; y nos las enseñó, y nos las sigue enseñando con recovecos nuevos una y otra vez, cada vez que le oímos. Admiramos y volamos con muchos, pero el vuelo que te produce Miles Davis sólo te lo produce él. Es diferente a todos los demás. Estas cosas no se pueden resumir, naturalmente, pero quizá sí toleran que se dé un titular (no como amenaza de futuras brasas, o sí): Parker nos envuelve en las realidades embarradas del mundo, y nos hace mirar a ese barro de otro modo: organizado. Peterson teclea con la misma elegancia un My Favourite Things alterado de compás que la más desgarrada de sus soledades: ¿es que todo puede ser elegante?, y parece respondernos: sí, por más horrible que sea, se puede mostrar elegantemente. Gillespie es el solfeo hecho sorpresa, la erudición musical inagotable (en realidad, todos ellos la tienen, pero Gillespie la usa como ninguno), los acordes inesperados a menudo combinando frecuencias allá por los 15.000 herzios (esto lo tiene en común con Davis, claro) que, aun con esos extremos resulta que consigue que se nos salten las lágrimas como si estuviéramos oyendo a la más emotiva de las contraltos.

Y lo que le tocaba a Miles Davis, como dejó claro en el famosísimo Kind of Blue pero ya había avisado con anterioridad, era mostrarnos lo que se podría llamar el territorio más allá del nacimiento del sol. De esa exploración que hicieron estos superdotados por ese continente raro, la región que cogió Davis fue la que extendía su lengua de tierra mucho más allá que cualquier otra; mucho, mucho más allá. A veces da la impresión de que nos describe tiempo y no espacio, pero queremos decirlo en un sentido muy de cosmología física. Parece que él ha encontrado algo, y luego ha vuelto aquí y se empeña en que le acompañemos de nuevo hacia allí, y nos muestra cómo recorrer el tiempo del universo hacia atrás, y consigue traerlo al presente para describírnoslo.

Esos hilos infinitos por los que nos guiaba desde Miles Ahead los volvió a encontrar, para pasmo de todos, en Sketches of Spain: resulta que estaban ahí esperando a que él los descubriera. Y siguió tirando de ellos, recorriéndolos, como quien ha descubierto que toda la materia está formada por diversas combinaciones de quarks y toma como misión ir enseñando esos quarks a los demás. Y se derrumbó, entre drogas, accidentes y agotamientos. Y luego volvió y ya estaba en otro lugar, y nos lo mostró: resulta que en esas tierras finales del tiempo original a las que había llegado, rock y funky y blues y cool y bebop todavía no se habían separado, y sonaban así.

Casi todos los tratadistas afirman que fue Davis un personaje principal en esa cosa de los 80 que se llamó un poco indiscriminadamente «fusión», y a menudo «jazz rock». Pero si repasas sus conciertos extremos de esa época, con él ya cascado y sesentón, te cuesta luego mucho volver a hablar, porque sabes que no ha fusionado nada, sino que nos ha mostrado su descubrimiento, que es que alguien los había separado, pero que en esos tiempos anteriores al pasado más remoto eran una sola cosa. La música a la que nos lleva es lo que algunos llamarían brutal. No es para todos los oídos, por supuesto. Es todos los sonidos a un tiempo, y todos los compases, y todos los timbres.

Eso es haber ido muy lejos, y en ello se dejó la vida.