15 Abr Naturalismo sucio: el xilófono
Hemos estado viendo y sobre todo oyendo cosas de Emmanuel Séjourné, y eso nos ha llevado, cuando volvíamos y nos daba la bajada, a preguntar a un lado y a otro y a todos los que nos cruzábamos por la calle por qué los xilófonos y los vibráfonos y los metalófonos se siguen considerando todavía invitaciones especiales y hasta algo exóticas y extravagantes en la mayoría de los conciertos con orquesta de inspiración, por agarrarnos a algo, en la orquesta romántica. Como es natural, ni nos hemos aclarado, ni hemos hecho amigos ni sabemos más que antes, pero nos hemos divertido y sobre todo nos hemos dado excusa para seguir oyendo, y escuchando, xilófonos y metalófonos, y eso que hemos disfrutado.
Nos ha llamado la atención que muchas de las respuestas (de verdad que hemos preguntado a muchas personas, no es un recurso de escritura), pero muchas, han hecho referencia al sonido «natural» de los xilófonos como motivo de que las orquestas hayan sido en general reticentes para aceptarlo. La verdad es que han sido y son más que reticentes; pero, como a menudo sucede, hasta en ello se da una paradoja. A los músicos con plaza en orquesta en general les encanta todo esto de tener un concierto con instrumento inhabitual, y en particular la familia del xilófono parece agradarles de los que más. Su colega, tan fijo en nómina como los violines o los oboes, el de percusión es, aunque no lo quiera, xilofonista al fin y al cabo. No estamos hablando de un instrumento hecho con huesos de ballena y de sonido chirriante propio de ese pueblo antártico de vida subterránea de origen denisoviano desconocido hasta este momento. El xilófono: probablemente uno de los instrumentos primeros de la primera música de la humanidad. Dos maderas y una tercera para aporrear (y la segunda madera tardó en consolidarse, seguramente, porque con una bastaba). Creo que todos notamos a qué se refieren las gentes cuando subrayan el carácter «natural» del sonido del xilófono. Estas cosas tienen nombre, porque recordamos haberlo estudiado hace años, pero no recordamos mucho más. Pero sí: hablan de las sensaciones que cierta escuela llama «orgánicas», es decir, los sonidos que a menudo oímos, aunque no escuchemos, procedentes de la naturaleza de por ahí e incluso de nuestro propio cuerpo. El caso es que, salvo algún recio militante, el sonido del xilófono y afines y similares gusta a casi todo el mundo. Otra cosa (y la hemos observado con extraña frecuencia) es que no gustan tanto las composiciones para el instrumento o la inclusión del instrumento en una partitura para orquesta clásica. Esto no lo entendemos tanto; peguntando por ello, uno de nuestros interlocutores nos dio una imagen pegajosa y quizá útil: la orquesta clásica o romántica ha hecho del sonido del salón doméstico su horizonte: las porcelanas de los violines, los muebles de madera con algunos vientos, los cristales de las ventanas con otros vientos, y quizá el estrépito que procede de la cocina o la tormenta que golpea las ventanas está en las percusiones y en los vientos cuando se ponen en plan fuerte. Pero el xilófono sólo procede y sólo nos traslada a un bosque, muy lejos de ese ambiente de alfombras y teteras y tazas y cucharillas y sillones en el que escuchamos el trío el Archiduque. A lo mejor se trata de una ilustración algo bestia, pero nos ha dado en la nariz que toca, aunque sea con dedazo y no con precisión quirúrgica, algo que tiene verdad.
Por supuesto, seguiríamos con las tradicionales sinestesias y comparaciones y atribuciones indebidas, así que vamos a ver si conseguimos refrenarlo un poco. Pero eso no nos hace retroceder. Desde la txalaparta hasta el carrillón pequeño, y con los grandes xilófonos y metalófonos de cuatro y cinco octavas presidiendo en el centro, todos los instrumentos de esa gama forestal, pero afinados, no han hecho otra cosa que triunfar cuando se los ha llevado a las salas de concierto clásicas. Hay decenas de casos de apretarse todos al fondo o para un lado para que quepa el tubáfono, o incluso artefactos sin nombre como una especie de tabique de madera de unos tres metros de alto y dos de ancho cuya percusión quería llevarnos a las mil tragedias de aquellos sonidos de cuerpos impactando al pie de las torres gemelas de Nueva York, que pudimos ver y sobre todo oír en directo en el Auditorio Nacional hace unos años; y no han dejado de estar en esos escenarios. ¿Por qué no iban a estar los de teclas de madera?
Hace ya tiempo que hay que ser un cazurro cursi para insistir en que el orden de la clásica-romántica no se toca, desde luego. Está más que aceptado e introducido el uso de instrumentos y configuraciones diferentes a las beethovenianas, y bien que lo disfrutan todos. Pero los programas y las agendas de las orquestas se construyen sobre todo manejando lo más numeroso, como es natural, y no son las más numerosas las composiciones que incluyen xilófonos. Se trata de uno de esos sucesos en los que la historia general se impone casi como si se tratara de una ley matemática a la historia particular de la música: porque nos van a tener que insistir mucho para convencernos de que de Gibraltar para arriba no hubo en tiempos tantos xilófonos y similares como luego los coloniales europeos del XIX querían convencernos que había al sur del estrecho. Aquí fueron quedando relegados (lo de la txalaparta es caso aparte) y al final, después de todo un rodeo, el siglo XX empieza a traerlos, como si fueran novedad en estas tierras, sobre todo de la que entonces se llamaba «África negra». Y con su carga, entonces, de exotismos más o menos bobos. ¿Exotismos? Simplemente, que volvían a despertar la conciencia de ciertas partes de nuestros cuerpos que habían olvidado en ese siglo XIX de, como dice ese historiador, negar el cuerpo y con él negar casi todo: el sexo, el disfrute de la comida, pero también envolver las enfermedades en papel-tabú, y todo eso. No es que los instrumentos de la formación clásica no aludieran a nuestros cuerpos; sólo los oímos, claro, con nuestros cuerpos. Pero con una cosa creciendo al lado de la otra, sólo con esas partes de nuestros cuerpos que resultaba quizá noble reconocer que se poseían. Pero cosas como los xilófonos atacaban directamente a las tripas, dicho sea en el mejor de los sentidos. Hay algo por el fondo del cráneo que se remueve y a veces hasta sale del letargo cuando se oye un buen concierto de xilófono. Desde las cosas calmadas y serenas de aquel Lionel Hampton del que ya hablamos hace tantas consultas médicas como de este Séjourné, por ejemplo, entre tantos otros, que a menudo despiertan más actividades y amplían el catálogo de sus influencias.
Seguiremos, siempre que nos dé por ahí, haciendo campaña a favor del xilófono.
Sólo como muestra: https://www.youtube.com/watch?v=ix-QW-BShPY