Pero hombre, por favor, ¿y West Side Story? ¿Y el brownfacing?

Pero hombre, por favor, ¿y West Side Story? ¿Y el brownfacing?

Volvemos del box de urgencias, en el que nos han tenido que poner algunas tiritas a causa de la pelea que se ha desatado aquí por nuestro anterior Oidor. Eso sí, tendríais que ver cómo han quedado los rivales.

La cosa se ha referido, por supuesto, a la injusticia, al olvido, a la memoria, histórica o no, y a esos líos con los que algunos andan siempre enredando: West Side Story.

¿Ya está todo dicho con esto? Algunos seguro que ya se imaginan lo que viene, pero vamos a intentar aclarar conceptos por si las moscas.

Nos encanta, nos deleita, nos seduce y nos extasía la película West Side Story, menos alguna de sus escenas, que quitaríamos en la moviola sin dolor alguno (por ejemplo, la baladita María, a la que por otro lado reconocemos sus méritos tanto composicionales como taquillacionales). Y eso es así desde la primera vez que la oímos: sí, antes de verla la oímos en vinilo. Todo ese jazz (y es lo más esquemático que se puede decir) que te inundaba el pecho desde el tocadiscos monoaural, ¿cómo se representaría en escena o en pantalla? La imaginación se disparaba, además, por esas fotos de posturas y vuelos inverosímiles de los bailarines que venían en la carpeta del vinilo.

Ya de mayorcitos, fuimos reconociendo a los maestros Schönberg, Kachaturian, Prokofiev en estas o aquellas frases musicales, en una combinación de timbres o en un contrapunto de un breve tramo: Bernstein y sus maestros. Y nos sucedía una cosa que no sucede a menudo: ese descifrado y ese desatornillamiento eruditístico no nos aminoraban las sensaciones, sino muy al contrario. Ese baile en el aparcamiento de los Jets, esa rabia y ese desconcierto, la violencia que se les escapa, individual en cada ocasión pero sin romper el movimiento del grupo, desesperados todos después de la muerte de su líder, no puede superarse ni apagarse, por más que se sepa reconocer cada acorde y cada instrumento, y aunque se pueda reconocer alguna sucesión de notas que vienen directamente desde una partitura de Shostakovich. 

En efecto, si sólo fuéramos a escribir lo que ya tenemos escrito en anteriores oidores sobre el cine musical, habríamos sido injustos y horribles. Pero es que no habíamos acabado, como veníamos advirtiendo desde la primera entrega: que este es un asunto muy enrevesado y muy lioso, al que además queremos mucho, pero que nos hace sufrir más de la cuenta (o sea como una copla de las de verdad). Hemos llegado a execrar así, en conjunto, el camino al que llegó el, a nuestros oídos, moribundo cine musical en los 60. Sí, y lo repetimos. Pero eso no nos impide localizar, señalar, reconocer y hasta, como decimos, alucinar con West Side Story. 

Un West Side Story del que tampoco nos gusta todo, por supuesto, como esa baladita que ya hemos mencionado. Y alguna otra. Pero es que lo que nos gusta de él nos gusta como muy pocas cosas más de este género.

Bueno, ¿y qué? Eso no quita para que sigamos diciendo lo que veníamos diciendo de esos años sesenta ya como cansados o envejecidos en el musical de cine. Todos sabemos que las rupturas no lo son nunca tanto como ellas mismas dicen serlo, y que aun la que parece más inesperada venía cocinándose desde tiempo antes. Y algunas de estas rupturas habían empezado a darse sobre los escenarios de Broadway, mucho antes de que ninguno pensara en pasarlas al cine. Pero como tal cine, en el conjunto de sus iguales rodados y revelados y montados y sonorizados y proyectados, West Side Story supuso tanta ruptura como la que hemos afirmado (y seguimos afirmando) que supuso Cabaret más o menos diez años después. El hecho es que Cabaret no rompió con nada representado por West Side Story ni con mundo alguno que este representara, porque este no representaba nada más que a sí mismo. Una vez más teníamos una obra sin secuelas ni escuela, ni seguidores ni estela, a fuerza de original y de desconcertantemente novedosa. Puede alguno, si fuerza mucho la cosa, considerar que son de la escuela De West Side Story, por ejemplo, Grease, si es que 17 años de distancia no le parecen mucho o, por algunos conceptos parciales, una cosa tan bonita y tan rara tan rara como el ignorado Principiantes (en el original Absolute Beginners), la preciosa extravagancia de Julien Temple (Sade, Bowie, los mods, los Kinks en una misma película: tiene tela), si es que en este caso 25 años no le parecen demasiados. No, eso es mucho forzar las cosas. Por qué buscar descendientes, si ni siquiera hay herencia que repartir: ni West Side Story, de 1961, ni Cabaret, de 1972, ni, ya puestos, Principiantes, de 1986, hicieron escuela.

Bueno, West Side Story, que es de lo que hablamos hoy, rompió; vaya si rompió. Pero los de entonces no supieron qué hacer con esos retales que dejó detrás. Si lo cogemos por el lado del nunca muy precisamente definido «jazz», alguien con tanta preparación como Bob Fosse sí que supo, para lanzarse a hacer Cabaret también con partituras de fuera, y lejanas a más no poder del folklorismo vodevilesco semialcohólico de los, digamos sin mala intención, musicales western-catetos. Que luego, muy tardíamente, algunos dieron signos de haber comprendido el cambio y las lecciones de Bernstein, pues es verdad; pero eso: muy tardíamente. Como Bob Fosse, que en realidad fue el único que se sucedió a sí mismo (lo de Rob Marshall y Chicago, nada menos que del año 2002, no es escuela: es continuación de un alumno, que es otro asunto).

De modo que sí, sí, de acuerdo: desde lo más profundo de nuestros hematomas, cubiertos por gasas y antisépticos, ni siquiera reconocemos, sino que afirmamos por nuestra propia voluntad que en los 60 no todo fue decadencia en el cine musical, ni vejez, ni esclerosis, porque ahí estuvo siempre, desde el principio de la década, West Side Story. Por supuesto. 

Pero cuidado. Que ahora va Spielberg y ha caído en que le quedaba una parcelita en la que demostrar su etnobondadosismo: los hispanos. Porque ya era incomprensible en el 60 que a Natalie Wood, bellezón, por ucraniano en definitiva mediterráneo, le enmarronaran la cara (qué escándalo en la actualidad, con todo eso del brownfacing y yellowfacing… ¿o no, al tratarse de hispanos?); pero en 2021 0 2022…, ¿por qué volver a romeos y julietas con el lío wasp-hispanos? Resulta que «hispanos» en esa industria ya van saliendo en pantalla, pero como subinspectores (o «detectives») «ayudantes del forense» y desde luego camareros… O sea casi nada, comparado con la presencia real y estadística de esos «hispanos» en los números demográficos estadounidenses, y en las profesiones de todos los niveles (y no digamos en comparación con los más o menos autodenominados «afroamericanos»). ¿Va habiendo alguien que se da cuenta de que lo único digno que se ha hecho al respecto es, dese La Bamba, nada más que esa serie de minorías titulada Penny Dreadful City of Angels y para de contar?

Así que un nuevo West Side Story. No nos vamos a enrollar ahora con eso. Ya veremos dentro de dos quincenas. El que avisa… (Y sólo por malicia no perderse el Being The Ricardos con una catastrófica Nicole Kidman intentando hacer de Lucille Ball frente a un magistral Javier Bardem haciendo de Desi Arnaz, pero este último, parece que para el gusto de Sorkin demasiado madrileño de tez, brownfaced hasta el punto de que parece untado de aquel mejunje que estuvo de moda unos años en las playas, que era de zanahoria o algo así, y que si no servía para tostarse daba igual, porque el que se lo daba parecía tostado inmediatamente. Aun con ello, el trabajo de Bardem roza lo magistral, pero… ¿brownfaced por qué?)