Querríamos que fuese más música

Querríamos que fuese más música

Nos hemos pegado un atracón de pop-r&b chungo-trap-etc candil en mano, buscando, como Diógenes, pero duchados, un hombre o algo así, o sea eso que nos haga entender por qué, de modo general, el personal incluye esas cosas en el mismo campo de juego en el que habitan y juegan las cosas de Mozart, de Stockhausen, de los Kinks y de otros cuantos.

Tenemos hoy, a un lado, músicas como las que las plataformas llaman Indie, Slow Mellow, Soft Rock, y otras más difícilmente clasificables que acaban siendo tratadas de usted y con el título de pop clásico, incluso antiguo-aunque-se-haga-hoy.

Tenemos al otro lado ese pop-trap o trap-pop, variantes del rap, y mil fusiones de pop latino con r&b chungo, rap grosero y sobre todo un género o estilo o quizá hasta un arte independiente que quizá debería recibir un nombre nuevo, que sería algo así como insultón-barriobajero, y otro, que quizá es el mismo pero mirado por la parte de atrás, que podría recibir el nombre de desplante-bachatero culón, o bachatero-camelístico, o aullido-patata-atún.

Nos ha costado horrores llegar a la anterior y muy circunstanciada relación de estilos y grupos, así que antes de imprimir esto para tener algo que echar a la papelera, concédenos la oportunidad de suplicar por nuestra vida.

Hemos buscado más que Diógenes (pero duchados); mucho más, porque queremos que todo eso sea confirmado como lo que normalmente se le llama: música. La música de hoy. La música de los dos mil. Música: como lo que hacía Lionel Hampton, o como lo que hacía Ella Fitzgerald, dos que traemos aquí precisamente porque muchos de los que confeccionan cosas de insultón-barriobajero, o perreo-sacro-coxígeo, van y dicen que son los herederos de los herederos de ellos, y de otros como ellos, del be-bop, del cool, nada menos. Y que lo mezclan con «sus duras vidas», que, si hasta el momento no las han tenido tan duras, ya se encargan ellos (y ellas) de llegar a tener, porque en cuanto ganan un par de dólares ya la están montando a la salida de una disco, y si encima consiguen que les disparen mejor, y si acaban como Tupac pues no te digo.

Queremos que eso sea música. Nuestros conocidos jovencitos, criados cuando el ritmo patata-atún ya estaba pregrabado y como cimentado con hormigón en el fondo de tantas y tantas cosas que se oían antes por la radio y hoy a través de la suscripción de Spotify, suelen indignarse cuando los que conocimos un mundo con manzanas naturales (como el viejo de Soylent Green) musicales empezamos a sugerir la idea de que nos cuesta, como decimos aquí desde el principio, meter esas bachatadas y cosas similares en el mismo paquete de acciones humanas que, por ejemplo, The Police o Dire Straits o Schönberg. Los insultos caen como hojas de castaño en otoño, o más bien se lanzan como castañas sin descortezar, y se hace indigerible la sensación de los viejos de haber perdido el tiempo de su vida antes de que aparecieran en el horizonte ese Tupac, o incluso simplemente el blanquito Vanilla Ice (¿o no era «del todo» blanco?) o Eminem.

Sí, conocimos allá por mediados de los noventa a gente joven y llena de energía que afirmaba con toda seguridad que el cine había empezado con Asesinos natos de Oliver Stone. Qué se puede responder a eso. Cualquier cosa que opongas será tomada como clásico vómito de un aparato digestivo cinematográfico, o musical, ya disfuncional y avejentado.

¡Pero no! Reivindicamos mucho de lo nuevo que hoy mismo se está haciendo, así que esa respuesta es inoportuna e inadecuada, porque no contesta a lo que decimos, sino a algo que no decimos.

Patata-atún. Cualquiera, desde hace doce o quince años (serán más, seguramente) se ha parado en un semáforo y ha tenido que aguantar que a su lado se parara otro coche, en general de la gama deportivo-cutre-de-los-de-presumir con las ventanas cerradas pero la música audible como si estuvieran abiertas, que te metía hasta lo más profundo de tu tiroides ese ritmo patata-atún, patata-atún, continuo y sin alteraciones. Y como esos figuras de conductores oyentes suelen ser adictos a los tópicos, ponían y ponen sus aparatos a tope de graves, de modo que de melodía, si es que así pudiera llamarse, o de voz (o qué sé yo: pífanos), poco. Bajo eléctrico, probablemente de teclas, o ni siquiera de teclas, sino una cosa bien generada digitalmente, inalterable y continua, patata-atún, patata-atún. Hasta que acababas preguntando a alguien no tan viejo como tú: ¿es que todos escuchan la misma canción? Y tras las risas que te sueltan, y tras las explicaciones, por fin comprendes: no, es que todas esas «canciones» llevan la misma base rítmica, pero con los graves a tope casi sólo se oye esa base rítmica.

Acabáramos.

Porque resulta, y así se va entendiendo más paso a paso, que importa poco la creación musical. No, no vamos a caer en la trampa de definir eso. ¿Por qué tenemos que ser nosotros los que definamos lo que nadie ha podido definir? Tiene que bastar con que digamos: algo del mismo género de cosas que hacían los Pink Floyd o The Flying Burrito Brothers, o Debussy o Liszt. Estos no hicieron pasteles, ni casas, ni cuadros, ni esculturas.

Ni lo dejaron todo pendiente y dependiente del mejor maquillaje y la mejor iluminación para que saliera el mejor plano corto mirando a cámara e interponiendo el dedo corazón de ambas manos bien estirado, saludando así a la audiencia. No la mitad, sino a menudo tres cuartas partes de sus productos parecen ser «lo visual», el vídeo ese que han hecho para presentar… no se sabe muy bien qué: para presentar el vídeo mismo, se diría.

Que se saquen el dedo entre ellos, pues muy bien. Pero a mí que me dejen en paz: con eso no se justifica el patata-atún que intentan adornar con gorgoritos o melismas absurdos, o con cruces de brazos en perfil como de adolescente idiota desafiante de 40 años.