15 May Sobre Una oda al tiempo de María Pagés
Sobre Una oda al tiempo de María Pagés
Oídor y mucho Veedor, claro, porque se trata de baile; pero si hasta el INAEM se hace un lío, como su nombre indica y su complejidad sugiere, y ni él ni nadie sabe si clasificar las danzas en las cosas que se comentan en música o en artes visuales. Por eso se han liado todavía más, y seguro que la cosa no acaba aquí, con las historias de «performing arts», o sea artes representativas: ¿y si son, según antiguas categorías, funciones presentacionales y no representativas, entonces qué decimos? (Kenneth Loach y algunos otros siempre andan peleándose consigo mismos: por qué no me metería yo a documentalista, maldita sea, en lugar de dirigir a estos obreros para que se comporten como obreros).
El caso es que Una oda al tiempo te secuestra en el minuto uno, y ahí sólo empieza la cosa. Cuando ya estás entregado a tu suerte, porque si ya estás secuestrado ya no te pueden secuestrar, pues resulta que te secuestra todavía más, y todavía más, y se inventa nuevas cosas que te dan más y más vueltas de tuerca cuando creías que ya no era posible ninguna (como las medidas contra la pandemia, pero en bueno). Qué maravilla de espectáculo.
Qué libertad. No esa cosa que la sustituía allá por los ochenta cuando se presentaban cosas que se decían «heterodoxia flamenca», que no era más que añadir a los jipíos el clarinete de moda en cierto pop, y por supuesto el bajo eléctrico. María Pagés, con sus décadas de sabiduría (ya estaba en aquel Bodas de sangre de Gades-Saura, por ejemplo: ¡40 años ya!) mezcla, revuelve, deja en estado puro, luego lo filtra con otra cosa, y nos da al final… ¿qué? ¿Flamenco puro de la veta tradicional? No. Pero también. Danza sobre composiciones barrocas, y sobre ritmos africanos también. Y danzas sobrecogedoras sobre el silencio más cerrado. Esto no es heterodoxia flamenca ni es nada de eso: es libertad de creación con mil disciplinas y sabidurías de sustrato, y el que pueda que me siga, y el que se queje allá él.
A lo largo de la hora y media de función mueve a su compañía de todas las formas imaginables y consigue, como se diría hoy, todas las «configuraciones» posibles. Hay algunos momentos (no: hay muchos) antológicos, que se deberían quedar de modelo y de capítulo en libros para los aprendices de este arte, se llame como se llame. Por ejemplo, toda la compañía, bailaores-bailarines, cantaores, guitarras, sentados en taburetes bien agrupados en el centro de la escena, pero no comprimidos, siguiendo a la recitadora (la misma Pagés, y luego otra) con sus palmas y sus zapateados, y girando todos al unísono a medida que ella recorre el perímetro: si eso no es una tesis sobre la proyección y el contacto en escena, que venga Grotowski y lo vea. Algo después, el conjunto de bailaores hombres colocados también algo así como en círculo, pero también llenando el espacio del modo más natural, consiguen que todos los espectadores vuelen hasta el escenario con ellos y comprendan qué están diciendo con sus zapateados, y se incorporen a esa sintaxis, esas pausas, esas entonaciones corridas, esos puntos que, por otro lado, ellos fabrican como si estuvieran conectados a un mismo reloj y a una misma mente.
Eso que el flamenco da al que no lo baila ni lo canta ni lo toca pero lo siente, lo da este espectáculo de Pagés por completo. Además da más cosas: como decimos, hasta un capítulo de ella sola con un violonchelo que trae al escenario un fragmento de El verano de Vivaldi. Algo después, como en respuesta a los párrafos de los hombres solos, las mujeres forman grupo, o más bien se agrupan en organismo, y cuadran sus brazos y los enlazan, y salen de ahí, lo menos flamenco posible, en movimiento y disposición de la más pura ortodoxia flamenca. Más adelante, de nuevo lejos, lejos de los puristas, se buscará la composición visual con los colores muy pastel de los faldones y las refaldas, y todo eso en danza: no hay nada «ensayístico» aquí, contestando a los intentos de heterodoxia de antaño, que siempre fracasaron porque se dejó siempre el espectáculo y la emoción en el camerino, en favor de espectáculos que dejaban de serlo, porque casi todo era ensayístico.
Aquí todo eso se ha dejado atrás y estamos en lo que se diría que es el deseo del espectador de una representación artística: por detrás, al comienzo, en el subsuelo habrá toda la reflexión que se quiera, toda la erudición que se pueda acumular y esgrimir (los programas y las publicidades del espectáculo llegan tan lejos como ya es costumbre: Picasso, John Cage -que tampoco inventó el silencio, diríamos nosotros-, Borges, cualquiera), pero da igual: ya está Una oda al tiempo en escena, y todo eso no habría ni por qué mencionarlo, porque la obra artística se ha desgajado de sus orígenes, y por eso es obra; y el espectador, que no tiene por qué estar avisado de esas referencias, va a sentirse transportado a un lugar quizá cercano al que transportaba un buen concierto de Sabicas o de la Paquera, o ahora cualquier fragmentito de Miguel Poveda que te pille pasando ante una puerta abierta -no hay palabras para describir si lo que te pilla es un concierto entero-, pero cuidado, que esos espacios a los que te transporta están al lado de los espacios de Bach, no digamos de los de esas armonías de Telemann, de las galaxias inagotables de Miles Davis o de esos universos por los que volaba Callas antes o Netrebko más recientemente.
Es lo que parece que siente Pagés, que, además de bailar, firma la Coreografía, y probablemente lo que siente también quien firma «Dramaturgia y letras» (hay buenos recitados al ritmo del tacón, momentos soberbios), su marido El Arbi El Harti.
Luego, o antes, muchos quieren «incardinar» la función artística en «la dialéctica de partidos», en «la historia», en lo que sea, en cualquier invención, y redactan y redactan y sueltan peroratas sobre este intelectual o aquel y su relación con el eterno nosequé… Ante espectáculos como este Una oda al tiempo no le cuesta a uno dejar todo eso a un lado, tan terapéutico que resulta dejarlo, e incluso incorporar a su lenguaje esa expresión que tanto le cuesta, remilgado, urbanita, rockero, post-post-moderno; pero atrévete y dilo: arte.