The violin’s voice. Documental con Frank Peter Zimmermann y Martin Schleske

De momento, en Stingray Classics.

¿Que Frank Peter Zimmermann se ha metido en un documental? Así que lo hemos visto: The violin’s voice, dirigido por Benedict Sulte. Y nos hemos pasado un rato embelesados.

Tenemos dos protagonistas: Zimmermann y, en paralelo y sin contacto con él, al luthier Martin Schleske, al que algunos llaman «el stradivarius de nuestra época», porque por decir frases que no quede. Y vamos viendo en ese paralelo cómo el violinista recupera y va volviendo a entenderse con su stradivarius, y el luthier va fabricando desde cero un nuevo violín con vocación, como dice en un momento, «de fórmula 1».

Por supuesto, eso de que Zimmermann tenga o tuviera un stradivarius no es una frase exacta según el código de exactitud de los literales petardos. Nadie, y menos un músico, que sepamos, «tiene» un stradivarius (salvo uno). Pero sí lo tienen algunos algo así como cedido. El violín es propiedad de cualquier matón árabe, o de un banco comehombres normalmente suizo y no árabe, o sea un matón no árabe, o instituciones y palacios reales y casas reales y eso. Esos procedimientos por los cuales se asigna o se gana o se declara que tal músico merece ser el adjudicatario de una cesión así siempre serán oscuritos para un simple oidor (y no sólo para nosotros, sino para casi todos los oidores). Zimmermann llevaba como doce años tocando barbaridades en ese suyo, apodado (todos los stradivarius tienen un apodo o mote) Lady Inchiquin, por una de sus antiguas propietarias. Ahora era propiedad de un banco, que cerró y para saldar deudas le quitó el violín al músico. Nos lo cuenta en retrospectiva él mismo casi a punto de no poder contener las lágrimas. Se ha tirado dos años tocando otros violines, algunos magníficos, pero no es lo mismo.

Mientras tanto, y entrando en la edición y alternándose con afinaciones de instrumentos, y sucediendo inmediatamente al gesto del director de orquesta en un montaje a corte muy ajustado, el luthier Schleske elige maderas crudas, recién cortadas con sierra en el bosque, junto a un maderero amigo: las tablitas de 20×60 resuenan como teclas de xilófono, y se las compara con diapasones, y se las vuelve a probar ahora en contacto unas con otras. La concentración y la compresión de objetivos en las conductas de estos hombres en la serrería del bosque lleva a pensar que el resto del planeta ha desaparecido. Por supuesto, hay mucho que recuerda a aquella preciosa película de Werner Herzog, también documental, titulada El gran éxtasis del escultor de madera Steiner. Qué envidia, esa capacidad para la disolución del mundo lejano.

Seguimos, alternándonos, la fabricación de un nuevo violín hasta su entrega, y la nueva acomodación del Lady Inchiquin y Zimmermann después de dos años y pico sin verse. La emoción de ambos es contagiosa porque es genuina. Qué placer contemplar a personas, en la era de Instagram, que no deben un solo gesto ni una sola postura a nadie más que a la verdad; gentes que, por decirlo casi en schopenhaueriano, están en contacto con lo real, consigo mismos, con su voluntad, el amor que sienten por la música o por su artesanía o por esa cuerda Sol que por fin va alcanzando el color de sonido que se le adivinaba.

«Tardará un par de días en despertarse», dice un amigo al violinista, también involucrado en la recuperación del violín poco menos que robado por el banco. Zimmermann recibe el violín y juega con él y le saca escalas y mucho más como el que vuelve a ver su perro (o quizá vuelve a ser visto por su perro) después de dos años de ausencia: tanteando, poco a poco, reconociéndose. ¿Es un fetichismo? No. Porque es funcional, y es dinámico, y es argumentado. El sonido de ese violín, inmejorablemente recogido por los sonidistas del documental, es de pasmo, y Zimmermann se lo sabe sacar. «He recuperado mi voz», dice casi sereno el violinista.

Si en esta web, y más en particular en esta sección, hemos sido en ocasiones acusados con crueldad y saña de sinestesistas o sinestésicos, porque ha habido de todo, cómo calificar lo que en un momento dado dicen del sonido de este violín recuperado: «dorado y cálido, denso, serio y sincero».  Esa forma de vivir y de conectar con lo que en el fondo es inefable es algo que este documental muestra como pocos antes. Los dos protagonistas y los pocos amigos que intervienen esporádicamente saben muy bien dónde están y cómo han llegado hasta ahí. Saben quiénes son, y saben quiénes no son como ellos. Pero hay lo que hay, que es lo primero que hay que aceptar, aunque muy pocos lo aceptan. Ellos sí, y es como si se dijeran: nos van a llamar de todo, pero nos da igual, y el que pueda que nos siga, y el que no allá él: este sonido es redondo con algún pico frío y su color va siendo poco a poco más parecido al del sol. Y se quedan tan anchos, porque han dicho lo que querían decir, y esa es forma de entenderse en ese mundo suyo, y lo que opinen los demás pues qué se le va a hacer.

Insistimos en ello porque nos ha parecido que el documental trata en realidad de eso, como los buenos documentales: hay mundos aquí mismo que no son lo que habitualmente se presenta en el ruido público como el mundo. No toda la población mundial se dedica a retocarse los pómulos y a hacer la V con los dedos en un selfi y a discurrir desafíos chorras para mostrar a otros y a tronar sobre política: hay muchas, muchas personas que no hacen nada de eso, y además hacen cosas muy lejanas a esas, y da la casualidad de que casi todas las cosas que no son esas chorradas son muchísimo más placenteras y bellas y divertidas, contra lo que los prospectos de venta acelerada de productos juveniles se atreven a afirmar. Y lo bonito es cómo el violinista y el luthier y sus amigos son capaces de hablar por completo y sin fisuras y sin peros de aquello que les apasiona, y además han decidido hablar como ellos saben que hay que hablar de esas cosas.

Y el documental es, pues, un empujón a que los demás estudiemos ese idioma y lo usemos.