Ciencia sin naciones, cuidado con las vacunas

Ciencia sin naciones, cuidado con las vacunas

Paca Maroto

 

Todavía hay quien se cree la tontería esa de la ciencia por naciones. Esto de las vacunas del covid lo ha puesto muy a la vista. Además ha hecho ver que quienes más creen en eso han sido los que más han metido la pata: esa vacuna rusa express parece que no salió demasiado eficaz, por decirlo suavemente. Pero no debemos caer en la trampa que nos tienden y hablar demasiado, nosotros también, de vacuna «rusa» o «española» o de algo que ojalá existiera para poder pronunciarla, «vacuna transnistria» (qué farde): es verdad que ya tenemos aquí cosas parecidas, y si todavía no las tenemos las tendremos a no mucho tardar, como «vacuna del Penedés», seguramente una «vacuna vasca» (aquí no nos pondríamos sutiles de comarcas: vasca, para qué quieres más), y probablemente, teniendo en cuenta el caudillo que tienen al frente, una «vacuna valenciana» (que digo yo que en este plan podría considerarse tal a la paella, que si no lo cura todo, lo previene casi todo).

En fin, que no afloja la tontuna, como decían hace tiempo los mayores, y no es broma, sino verdad y seria, que algunos hablan de vacuna de Venezuela y cosas parecidas. ¿Y los virus también tienen nacionalidad? ¿Y las bacterias? Por supuesto, ya sabíamos lo del «primer neandertal catalán» (no, no es de los que se llevó su dinero a Andorra o a las Caimán). ¿Los neandertales llevaban barretina? ¿O quizá más bien traje de chulapo? ¿O cachirulo? Lo del ITER, del que algo hemos comentado, y más que comentaremos, tiene algo de intento de dejar estas cosas atrás, aunque también de no poder dejarlas: mira que es ejemplo de colaboración «trans-» o «super-» o «supranacional»; pero al mismo tiempo no sale su nombre sin que alguien añada la lista de los «países» o «naciones» que aportan y colaboran al asunto. Lo mismo con algunas cosillas espaciales. El mismo hecho de denominar «internacional» a la estación espacial ya hace mención a naciones; claro que los chinos, que son unos tíos muy a lo suyo, ya tienen la estación suya sólo de ellos. No sé: a veces se levanta una y ve más cosas de la ciencia que dan esperanza y hacen pensar que esta gilipollez va a acabarse, pero hay otros días en que más bien la apariencia es que se retrocede hacia un estado digamos británico de la ciencia: británico del siglo XIX, que quizá habría que llamar «estadounidense de los siglos XX y XXI», o sea «Esto es mío, sólo mío, nada más que mío, y si quieres que te lo enseñe me pagas la patente». A propósito, o más bien al propósito contrario, qué lección no por lejana menos edificante nos dieron y podrían dar hoy a todos nada menos que Jenner y Balmis allá por 1795: el inglés, carteándose con el cirujano español acerca de esas inoculaciones de viruela de vacas, ambos cotejando experiencias y probando sugerencias, incluso con sus países en guerra y buscándose la vida para conectar a través de una red complicada de corresponsales en cadena a través de Francia. Y no te digo luego Balmis y sus ayudantes (sí, la enfermera Zendal, esa misma, entre ellos) llevando la vacuna en portadores vivos, o sea niños, a toda América y luego a Filipinas, Japón y China, pensando mucho, pero mucho mucho como se ve, en si la vacuna era española o no lo era o de qué país o más bien de qué comunidad autónoma era (esto último es ironía, por si no se ha notado).

Ahora viene siendo noticia que desde el mes pasado la Unión Europea ha donado (creo que es la palabra empleada oficialmente) 350 millones de vacunas a países algo así como «en desarrollo»: cómo no vamos a aplaudirlo. Pero aplaudirlo no nos exime de la obligación de ser racionales, y comentar alguna cosa al respecto.

Está claro que ni el asqueroso este de virus ni las sustancias empleadas como vacunas para precaverse de su infección tienen nacionalidad, le pese a quien le pese, sean virus de actividad atenuada, sean fragmentos más o menos lisiados de ARN, o lo que sea. Pues claro que no tienen nacionalidad. Algunos, desde luego, han querido nacionalizar las patentes; otros se han decidido desde el principio por entregar esos derechos a lo público internacional; otros andan ahí, entre dos aguas, y ya veremos. Siempre puede aparecer un doctor Gallo que le robe algo a Luc Montagnier o a alguien y acabe recibiendo «como castigo» la mitad de los royalties, claro. El volumen previsible de negocio con este virus es tan galáctico que cualquier burrada es esperable. De momento, aparte de lo que ya han puesto en la cuenta los fabricantes de vacunas (oye, que tienen un personal y un coste, que no digo que no tengan que cobrar; y además ese es el personal, de todos los implicados desde 2019, que más se merece que le pongan una paga extra que sea cien veces la habitual), pensemos aunque sea de lejos lo que se lleva gastado y pagado en mascarillas. No lo he mirado todavía, pero da la impresión de que los fabricantes de mascarillas lo eran un poco como quien es fabricante de prótesis para patas traseras de ornitorrincos: hago tres al año, vendo una, y bueno, que sigo en ese mercado (hombre algo más: hospitales aparte, pues algunas industrias, pintores y tal; pero poco); y de pronto están prescritas las mascarillas para 7.000 millones de personas en número de una al día. Suponemos que no todos seguirán la orden de ponerse una nueva cada día, pero da igual lo que rebajemos las cantidades con esa consideración, porque llegaremos ¿a qué? ¿A que se están vendiendo 2.000 millones de mascarillas al día? ¿Solamente 1.000 millones? Ahora es cuando hay que parar un poco y recuperar el enfoque de clase media, y darse cuenta de las cifras de las que hablamos. Y si la cosa se queda instalada, que es lo que por lo menos en la actualidad parece que es el horizonte y, en plan gripe, este COVID19 va a pedir una vacuna anual, pues ya ni te cuento.

Una, en la actualidad, cuando se vacuna de la gripe, es que ni piensa en el país en el que se habrá fabricado la vacuna. A propósito, tampoco piensa, ni una ni ninguno que una conozca, en el país del que son los neutrones que se emplean para los procesos en el ITER o donde sea (y eso que muchas veces serán españoles, claro, del uranio «español»; ya vemos los titulares en plan aquel ABC juanista de Anson: «Un neutrón español desencadena la reacción que permite conocer el bosón de Higgs»). ¿Pensarán los destinatarios de estos 350 millones de vacunas que les están inoculando algo que viene de Inglaterra, o de Alemania o de España? Mejor que no.

Lo que no puede quedar sin discusión, al lado de lo inmediatamente anterior, es si alguien va a hacer negocio chungo con esa donación. Porque si sigue pasando lo que en un tiempo más bien reciente pasó en Etiopía y en Eritrea con los envíos de alimentos, por poner un ejemplo, o, algo más lejano pero más conocido, lo que hizo aquel animal de Somoza, presidente de Nicaragua, con los envíos de ayudas que recibió de todo el mundo con ocasión de un terremoto especialmente destructor, si seguimos así, entonces apaga y vámonos.

La ciencia no tiene nacionalidad, a ver si se lo meten de una vez en la cabeza los políticos, los ignorantes e incluso cierta parte de los científicos. Los resultados de la ciencia, especialmente en situaciones de urgencia y necesidad, como es el caso actual con el COVID-19, tampoco deberían tener nacionalidad; ni deberían tener tampoco propietarios ni mucho menos especuladores de compra-venta ocultos. ¿Puede garantizar la Unión Europea que los envíos de sus donaciones -un coste enorme- van a ir de verdad a quien deben ir? No nos gustaría descubrir nuevos somozas mientras sus ciudadanos están ahogándose en una UCI.