La misión Artemisa arranca hacia la Luna

Paca Maroto

Parece que ¡por fin! se pone en marcha el programa Artemisa de la NASA, que va a devolver al hombre a la Luna. Y hay que decir que ni los más enterados son capaces de responder a la pregunta de por qué se ha tardado tanto. Sólo algunos listillos, como siempre, que creen desvelarnos el gran secreto del universo cuando nos dicen que es que el dinero, que la pasta, que es que no nos hacemos idea de que: o sea, lo que cualquiera de nosotros, meros aficionados, podríamos suponer. Pero lo que es de verdad, de verdad de verdad, nadie sabe por qué no se ha vuelto antes, cuando ha habido operaciones y programas de un nivel de gastos similar e incluso superior, ahora que tantas y tantas operaciones van a ser automatizadas o llevadas a cabo, además, por nanosatélites.

Además habría que darle vueltas al problema de no haber establecido una misión conjunta, como mínimo, con la ESA, e incluso añadiendo agencias como la japonesa y la australiana, lo cual hubiera acelerado no sólo el asunto de los dineros, sino que hubiera agilizado, con toda seguridad, el hallazgo de soluciones y el avance en la resolución de ciertos problemas.

 Recordemos (no se suele, en estas materias). Cuando a Pedro Almodóvar le preguntaron qué podría aportar el cine europeo al americano y el cine americano al europeo, el director contestó, en uno de sus ataques de lucidez retórica: el americano puede aprender del europeo que se pueden conseguir los mismos resultados con una fracción mínima del dinero que se gasta en América (allí hay que contratar a los conductores de diez en diez, o a los eléctricos de veinte en veinte, por imposiciones sindicales, por ejemplo); y el cine europeo tiene que aprender del americano que un actor debería dominar sin duda alguna el canto y el baile y otras disciplinas que en Europa, en general, se dejan de lado en la formación actoral. Pues nos vale esa respuesta, pero algo dada la vuelta.

Es clásica la broma que uno de las astronautas del tiempo heroico le hizo a un novato cuando estaban a punto de despegar sobre un Apolo: tranquilo, chaval, estás sobre un millón de piezas compradas en subasta al precio más bajo. La obsesión política norteamericana por precisamente ese control de los gastos públicos (entre otros que son monstruosos y desde luego mucho menos comprensibles o aceptables) es ya, como dicen hoy, «un clásico» de cualquier documental o incluso cualquier ficción sobre aventuras espaciales más o menos verosímiles y norteamericanas. Con prácticamente todo cedido a empresas privadas, y con la idea de empresa privada que en las grandes dimensiones se tiene en Estados Unidos, lo único que no es inesperable es que cualquier día descubras que los diez millones de tornillos que has comprado a esa empresita de Arkansas son de plástico y no de la aleación de acero que esperabas (digamos). Fondos públicos para dar a ganar a empresas privadas es el esquema general del capitalismo, a veces de amiguetes y a veces simplemente de corporaciones, que, en general, lo que no garantiza es la calidad del servicio otorgado por concesión, por contrata o por subarriendo público-privado. 

Y es en eso en lo que organizaciones como la europea podrían tener algo que decir. Menos dependencia de patrocinadores (cualquier día nos ponen un enorme Cocacola en luces rojas en la cara de la luna, como en aquella aventura de Espirú) y más tranquilidad cuando algo sea directa y abiertamente público, producen beneficios directos que al principio no son económicos, claro, pero son todo lo demás, entre otras cosas por haber quitado del panorama la sospecha, inapartable en otro caso, de que hay algún intermediario que te la está colando, y que a ver si a mitad de camino de la Luna se va a abrir una puerta mal cerrada o qué.

Algo menos de obsesión con dar a ganar a patrocinadores, y algo más de cultura política para entender que hay movidas que tienen que ser públicas mejor que privadas, por sus dimensiones o por su significación y su simbolismo, son unos ingredientes que mejorarían mucho el guiso espacial de la NASA. 

Por otro lado y en la dirección opuesta, agencias como la ESA podrían adoptar algo del pragmatismo operativo que caracteriza no sólo a la NASA sino a la cultura empresarial norteamericana. A lo mejor es otra forma de decir que sería de desear algo más de capacidad ejecutiva inmediata para los responsables y algo, o bastante menos, de burocracias. Como en tantas otras materias, el problema europeo es la complejidad del mecanismo de toma de decisiones. O sea, que si tienes que parar cualquier iniciativa para consultar uno por uno a todos los miembros, y además en forma adecuada y en fecha oportuna (porque ya se sabe que esas consultas sólo se admiten los martes), y luego esperar las respuestas, con su correspondiente tiempo de contrarréplica, y etcétera, pues estamos jodidos (que es como en unas cuantas materias, en efecto, estamos). Un poco de agilidad, zas, zas, zas, que no hace falta que llegue a ser aquel paródico «Un, dos, tres» de la película de Billy Wilder, vendría de maravilla a la vida de la UE en general, y a movidas y proyectos y trabajos como los de la ESA.

Esta es una colaboración que apenas se ha apuntado en proyectos concretos. Este de Artemisa podría haber sido el proyecto estrella de cooperación espacial, pero nadie entiende por qué no lo ha sido. Va a ser un bombazo, regresar a la Luna primero con el Orión soltando nanosatélites, y luego llevando a lo que anuncian (dime de qué presumes y te diré de qué careces) como «la primera mujer y el primer hombre negro en la Luna»: siguen con sus obsesiones, en lugar de hacer las cosas con naturalidad. Allá ellos, o allá nosotros, porque en todo caso, volver a la Luna va a ser un bombazo.