Los cineros se van de verdad al espacio

Los cineros se van de verdad al espacio

Paca Maroto

 

Nunca ha sido el arte independiente de la tecnología de su época. Esto es más que evidente, pero hay que caer en ello de vez en cuando porque, por algún motivo que se nos escapa, se suele olvidar. O incluso más: a menudo surgen voces de la modalidad angélica que reniegan de ello. Sin llegar, una vez más, a las clasificaciones por otro lado incombatibles de Schopenhauer, ¿qué arte no maneja materia? Y simplemente desde ahí ya estaríamos hablando de tecnología, que no es otra cosa que el conjunto de técnicas aplicadas para modificar la materia dada de modo natural. Así que hoy tenemos que celebrar la osadía del equipo cinematográfico ruso que ha decidido que ciertas secuencias de su película tenían que rodarse de verdad en la Estación Espacial Internacional, y allí que se han ido.

Como la libertad está hecha de discusiones, se han desatado, por lo menos en el mundo baratito de la bronca artístico-crítica, las esperables peroratas acerca de que «si es verdad, no es arte», o «si no es verdad, no es arte» y todas las demás. Mira qué bien.

Nos importa aquí que por fin se han reunido como para tomar unas cañas el mundo del cine y el de la astronáutica. Se habían conocido en muchas fiestas, y se habían prestado libros, como quien dice. Por supuesto que ha habido resultados de esos préstamos en ocasiones magníficos. 2001, una odisea del espacio a lo mejor no es la primera, pero es la película que de momento recordamos como precursora de cierto nivel de exigencia definitivamente serio. Después se han hecho muchas menos serias, y hasta chapuceras, pero también unas cuantas de ese mismo nivel, de las que tampoco vamos a hacer la lista. Pero sí recordaremos «las 3 de Marte», con mención especial a la titulada El marciano, de Ridley Scott; y Gravity, de Alfonso Cuarón, por su rigor al tratar nociones científicas y la evidente preocupación de sus productores por no meter la pata, como mínimo, y evitando utilizar fantasías como si fueran realidades. Otro universo es el de obras como Interstellar, que se va tan lejos de la ciencia y de la tecnología actuales que una diría que ni siquiera pertenecen al mismo género, algo así como la ciencia-ficción soviética (digo soviética, sí), como Solaris, tan difícil de agrupar con la occidental de esa misma época en los mismos estantes, porque era otra cosa.

A lo largo de toda la Historia, el arte ha tirado de la tecnología y de la ciencia de su momento, y en muchas ocasiones hasta las ha empujado hacia delante, tanto en la química con los pigmentos y los disolventes para la pintura como en mecánica, por ejemplo, inventando maquinarias para la arquitectura e incluso para la escultura o el teatro; pero lo cierto es que casi cualquier aspecto de la actividad creadora ha utilizado siempre todo lo que había a mano, y esa especie de pureza independiente del mundo que algunos han pretendido para el arte no es más que desconocimiento. Estaba faltando, dado el estado tan avanzado de esa industria en otros aspectos, que el cine se decidiera a usar la astronáutica de verdad, y no sólo la asesoría de la astronáutica para reproducirla o imitarla en estudios o en postproducción.

No sabemos muy bien el motivo por el que en esta ocasión se han decidido a ir por fin a «escenarios naturales». Parece que no hay que descartar el mero pique: se ha anunciado que dentro de unos meses será Tom Cruise el que haga algo parecido. Estos piques a lo mejor no están mal, mientras sepan contenerlos en lo que son y no pasemos a mayores, digamos, que de eso hemos tenido para varios siglos.

De modo que el director de cine Klim Shipenko y la actriz Yulia Peresild han estado 12 días en la Estación rodando planos para su película titulada El desafío. Quizá se podía haber esperado lo que una vez de vuelta han expresado: el director, eufórico y comentando que se lo ha pasado como un niño. La actriz, peor, porque al parecer fue víctima del mareo espacial desde el principio, y le costó centrarse y superar cierta confusión que le entorpecía. Además, las tareas actorales exigen cierto estado precisamente de control físico (ese mismo que a menudo hace que nos parezca inverosímil que los actores de teatro acudan todos los días a escena y vuelvan a incorporar su personaje: ¿es que no les pasa lo que a todos, no tienen un «mal día», no les duele la cabeza nunca, no tienen nunca ganas de tirarse en el sofá con una manta y un libro?). Peresild interpreta a una cirujana inexperta en espacio a la que envían de urgencia a la Estación para operar a un astronauta. Quizá el malestar de la misma actriz pueda haber sido incorporado al que suponemos que el guión propone para el personaje. Sí han dicho ambos, director y actriz, que en todo caso vuelven felices y satisfechos por la experiencia.

¿Por qué no ir a la ISS si ya hace tiempo que sólo los muy obsesivos discuten la bondad de rodar en una pradera real una secuencia que en el guión aparece encabezada por la palabra «pradera»? Sigue habiendo partidarios de que lo que no sea fabricado, lo que no sea un decorado construido, un fondo falso, un forillo, no es cine. Que eso es lo que lo convierte en un «arte»; pero a estas alturas, parece, no pasan de ser teóricos-caviar. Aquí nos importa la ciencia y nos importa la tecnología; y nos encanta que ambas aparezcan y se usen y sean el escenario de obras de literatura, de teatro y de cine. ¿Y por qué no acudir a la tecnología verdadera, mientras se puede, en lugar de reproducirla, con toda seguridad, deficientemente?

Hay un espacio intermedio entre la (alta) divulgación y la ensayística especializada: es posible que mostrar una dramatización en los escenarios reales de la ciencia y la tecnología sea un digno habitante de ese espacio. Los espectadores de esta película van a aprender más de la realidad de la ISS que si presenciaran una película rodada en decorados que imitan a la ISS: sencillamente, porque van a saber que ese decorado que se ve no es decorado sino la escena real. Y eso nos parece de perlas.