Pro-ciencia, anti-ciencia, y los demás

Pro-ciencia, anti-ciencia, y los demás

Paca Maroto

Todos sabemos manejar una buena cámara réflex de las clásicas; y hoy incluso hay algunas electrónicas que han conseguido ser muy parecidas para que se manejen prácticamente igual. Impresiona al principio, cuando usas un polarizador las primeras veces, cómo este te selecciona lo que ves de una escena en particular. Y, además, cómo te lo selecciona de un modo u otro a medida que lo giras sobre el objetivo. Como mínimo, consigues que desaparezcan de tu vista y de la foto esos reflejos que molestaban; pero eso es el principio, si la escena tiene algo más que un plano de color. Aparecen o desaparecen esos cristales de ventana y ves lo que hay en ese interior, casi de un modo mágico; o, dependiendo de las fuentes de luz con las que cuentes, serán más densos ciertos colores o menos densos otros, incluso hasta la desaparición. En fin, manejado con fundamento y un poco de comprensión, un filtro polarizador, y no digamos si lo unimos a otros en el mismo eje, te multiplican por muchos dieces las posibilidades de la cámara.

Tiene cierta ironía que las dos principales acepciones de polarizar sean prácticamente antónimos; quiero decir las acepciones más usadas, sin saber lo que dice el DRAE, que a estos efectos pinta poco. Por un lado, al polarizar la luz seleccionas ciertas frecuencias de la misma y descartas otras; por otro lado, eso de polarizar  tal como se usa habitualmente en el periodismo y la política proviene más bien de la pareja ánodo-cátodo, y ha conseguido consolidar la metáfora y  limitarse al fenómeno de enviar a todos a un extremo o al opuesto de un mundo de opiniones políticas, o de gustos artísticos, o de lo que sea. Un aburrimiento, eso de extremar las contradicciones y etcétera; que no es fácil comprender cómo hay todavía alguien que sigue creyendo que eso va a funcionar para producir avances de progreso y todas esas cosas que dicen. Quizá esté claro que aquí nos interesa la primera acepción de polarizar. Hay que aclararlo, y más en esta web en la que a menudo nos hemos manifestado no del todo amigos de esa radicalidad polarizadora en política, claro, pero también en filosofía y en lo que haga falta. Está tan mal visto no polarizar, no ser radical, que hay que aclarar que en efecto optamos por lo que está mal visto, y nos importa un pepino que esté mal visto.

Es decir: como si no hubiera reflejos, destellos, interferencias, perlas fotográficas y ruido en general en cualquier vista hacia la que dirijas la mirada, lo que vamos a hacer es aplicar nuestro polarizador y girarlo hasta conseguir entresacar las frecuencias o las modulaciones que nos interesan. Y traerlas aquí a continuación, claro. Y el lector quizá ya supondrá que nos interesa más que cualquier cosa la ciencia.

Ha sido simple casualidad, y desgraciada, que hayan aumentado los debates entre gentes enemigas y gentes defensoras de la ciencia. El inmediato y temible problema de la pandemia, y sus posibles orígenes, y sus posibles paliativos, y por fin las vacunas, han traído a la discusión pública a cientos y cientos de opinadores. No habría que prestar atención a los ignorantes, que se han pronunciado con estruendo y potencia, y se les ha dado tribuna, quién sabe por qué, más allá de cualquier proporción razonable. Pero hay que combatirlos, porque cada una de sus intervenciones públicas ha causado, al mismo tiempo que quizá risas entre los informados, nuevos adeptos a sus patrañas, y con cada uno más daño a personas y a la sociedad. Aunque en algunos momentos de este año y medio pasado ha sido en ocasiones más preocupante la actitud pública de algunos informados, incluso con importantes cargos y empleos en el mundo de la sanidad, que han dado la impresión de ser tenebrosos sádicos destructivos, siguiendo los dictados que desde siempre han seguido los arrogantes con oficio, que se han servido de este para asentar su superioridad sobre los demás. Se podría hacer relación de la cantidad de entrevistas y comunicaciones publicadas que, tras cada pequeño avance y tras cada pequeña esperanza, proclamaban la precaución de no caer ni en la alegría, ni en la algo más atenuada tranquilidad, ni siquiera en un momento de serenidad, porque algo peor podría estar esperándonos a continuación si no se cumplía esto o aquello, si no teníamos cuidado de no hacer no sé qué cosa o de hacer no sé qué otra (porque se trataba siempre de conjeturas de algo que no era factual, sino supuesto o probable o simplemente imaginado por el experto). La tendencia a amedrentar, a asustar, a impedir la alegría de la gente ante un pequeño rayo de esperanza que aparecía en un medicamento, en una estadística que mejoraba, ha consolidado la imagen pública  de muchos expertos como la de unos agonías algo abusones, ajenos a la responsabilidad que caía sobre ellos, queriéndolo o no, de coautores del estado médico pero también emocional de los espectadores.

Y eso ha creado una especie de subsección de los anti-anticiencia, es decir, de los pro-ciencia, que en realidad casi ha caído en la anticiencia de puro supersticiosa; algo parecido a esos chistes de gente que no es supersticiosa porque ser supersticioso trae mala suerte. A base de incorporar el papel permanente de anti-anticiencia, muchas personas han rechazado como anticiencia cualquier atisbo de optimismo, y a menudo de simple lectura correctamente positiva de la situación, como si esta lectura sólo fuera posible desde la frivolidad y el irracionalismo. El cejijuntismo, del que en filosofía sabemos hasta hartarnos, y no digamos en filosofía política y en filosofía de la ciencia, ha encontrado un nuevo terreno para jugar. Vamos a intentar recuperarlo.