Ecología moral

Varo Expolio

Quién iba a decir que el primer problema que tendría que superar la ecología mientras nos adentrábamos en el siglo XXI iba a ser su contaminación por reflexiones moralizantes. Sí, el primero, antes que las propias acciones de protección o reparación ecológicas: porque las fábulas moral-ecológicas están impidiendo que se emprendan esas acciones tal como deberían ponerse en práctica y con la oportunidad y el momento en que deberían.

            Las cuestiones demográficas no están limpias de esta contaminación, por supuesto. Y es muy claro que también en estas materias los cuentecitos morales, que a menudo se convierten en simples sermones afectivos o propuestas ternuristas, no hacen más que entorpecer. Entre otras cosas, entorpecen porque impiden confeccionar cálculos, que son esa cosa tan fría que tan mal se lleva con las exclamaciones sentimentales (aunque sean lo único que posibilita una acción política adecuada en ese campo de problemas). Los derechos humanos, por supuesto, son igualmente objeto de las acciones contaminantes, y a veces ofrecen más facilidades para los contaminadores dada su cualidad casi siempre localizablemente personal e individual. Vemos que los tres grandes territorios de la política comparten un mismo enemigo. Este enemigo viene de lejos, y lo ha sido de cualquier política durante, por lo menos, un siglo (aunque también ha habido otras políticas que se han valido de él como aliado y hasta como fundamento). Ese enemigo es algo que gruesamente y en primera aproximación podría llamarse «la moral». Aunque dejarlo ahí es demasiado amplio, probablemente, y no permite comprender del todo su acción. Mejor descender a lo observable, como decía alguna escuela filosófica.

            Como todo, en política y en derecho, procede, aunque veces sea remotamente, de un juicio de valor, y los juicios de valor son el material del que están hechos los sueños morales, a menudo se olvida que eso es sólo un origen casi en sentido puramente genealógico y que de ningún modo es adecuado seguir apegado a él si lo que se quiere es progresar en la organización de la vida colectiva. De modo que se continúa con las reflexiones de tipo moral. Hasta el punto de que lo más frecuente es que ya sólo haya reflexiones de tipo moral, que lo invaden todo, incluso ahí donde debería haber a lo mejor una pura reflexión técnica, una argumentación profesional o incluso matemática, o una decisión fruto del cálculo. Decidir como fruto de un cálculo, de hecho, es una expresión que, en estas materias y entre los aficionados a ellas, produce unas resonancias inmediatamente negativas: eso ya bastaría por sí solo para poner de manifiesto la nefasta contaminación moral. Porque sucede que sólo un cálculo, y además un cálculo muy amplio y muy perfectamente llevado a cabo va a posibilitar (o a imposibilitar) que se adopten las decisiones (por ejemplo, en esta materia que ahora tratamos) ecológicamente constructivas. Y no va a ser así si nos guiamos sólo por la pena que nos produce ese olmo que un malvado quiere talar o esos osos polares aislados en un témpano a la deriva. Con estas penas todo lo que vamos a conseguir es desencadenar acciones irreflexivas, literalmente incalculadas y de consecuencias no estudiadas. Y eso es lo último que necesita la situación ecológica global del presente.

            Pero las fuerzas que se benefician de la pervivencia de los problemas consiguieron ya hace muchas décadas, y siguen consiguiendo hoy, que no solamente las reflexiones técnicas sean mal vistas por los más concienciados, sino que hasta se tomen a menudo por el enemigo. Y desde el punto de vista de las adhesiones populares, son evidentemente estas fuerzas reaccionarias las que consiguen casi automáticamente asentimiento a sus acciones en cuanto alguien (a menudo ellas mismas) señalan la existencia de un problema que se ponen manos a la obra para remediar. De modo que muy frecuentemente las acciones que se emprenden no sólo ayudan poco a la conservación o a la restauración o a la prevención ecológicas, sino que trabajan en sentido opuesto. Pero, por su propia naturaleza, las nefastas consecuencias de estas acciones ecológicamente negativas sólo se descubren mucho más adelante: a menudo, años después. O hasta décadas. En el mejor de los casos, se descubre que lo que se hizo no tenía efecto alguno, ni positivo ni negativo, y que se adoptó la decisión de hacerlo sobre la base de ciertas nociones a menudo cercanas a la superchería. O cercanas a la sospecha de que algún beneficiado por la inacción camuflada como acción estaba consiguiendo, con esa maniobra diversiva, que no se arreglara la situación averiada que a él le beneficiaba.

            Y todo esto es lo que consigue la contaminación de discursos morales en un campo de reflexión sobre la realidad que no tendría por qué ser objeto de moral. Cualquiera que haya estudiado el germinal, y a pesar de ello increíblemente completo y extenso, tratado de Ramón Margaleff así titulado, Ecología (y que para los más jóvenes señalaremos que no es precisamente de hoy, sino que ya pasa de los 40 años de edad), sabe que se pueden decir muy pocas cosas sencillas, fáciles, inmediatas y esquemáticas sobre la que puede que sea la ciencia más compleja construida por el hombre (hasta el punto de que ni siquiera hay consenso acerca de que deba ser llamada ciencia).

            Observemos y extrañémonos cuando alguien, a menudo un científico, expresa que se reserva su opinión hasta concluir su estudio de ciertos datos. Otras personas, normalmente agitadas por urgencias emotivas, sin estudiarlos y a menudo sin siquiera haberlos leído en primera lectura, ya han sacado conclusiones y planeado acciones. Y por cierto una de estas acciones consiste en tildar de enemigo al que propone un estudio de los datos: no sólo enemigo de ellas, sino enemigo de la naturaleza, enemigo del planeta, enemigo de la ecología. Y así como en otras épocas lo peor que te podían llamar era «enemigo de la nación», o «enemigo del pueblo», o «enemigo de la religión», que te tachen hoy de «enemigo del planeta» no es algo que vaya a quedar en simples caricaturas. El así calificado ha caído en el grupo de los malos, y eso es perfectamente difícil de combatir.

            A menudo se argumenta para defender ese proceso sumario que la nómina de los idiotas que niegan que existan los problemas ecológicos es tan intensa y de personajes tan señalados que casi vale cualquier cosa, cualquier exageración, incluso cualquier mentira (como arguyen ciertas feministas de 4ª ola de la universidad complutense) para defender la causa buena.

            Ya hemos entrado, hace algunas líneas y como sin notarlo, en ese mundo en el que hay unos buenos a un lado y unos malos al otro, como el lector habrá notado. Eso es moral. Eso no es ecología. Ecología es la ecuación que nos relaciona el caudal de un río con su velocidad y con el índice de dispersión de un soluto que se ha introducido en él. Qué aburrido, ¿no? Pues sí: hay ecuaciones para ello. Y tienen tanto que ver con la moral como las ecuaciones termodinámicas (que por cierto también son parte del suelo que pisa la ecología).

            Claro que hay idiotas que niegan la existencia de problemas ecológicos. A veces parece que son la justa compensación por los idiotas que indudablemente hay en el lado de los que afirman que los hay.

            Y eso que, hablando de moral, todavía no hemos mencionado esa extravagante y delirantemente religiosa noción de que sólo hay alteraciones ecológicas si son causadas por el hombre.

            Los mencionaremos.